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Lucha de clases

Javier Ortiz

19.08.03

Cándido Méndez voló para llegar cuanto antes a Puertollano y anunciar a los cuatro vientos que Repsol YPF cumple todas las normas de seguridad. («Los estándares de seguridad del sector», dicen él y los suyos. Son así de finos los sindicalistas de ahora.)
Fijada la línea correcta, los demás jefes de los sindicatos mayoritarios –que es como se hacen llamar los que cuentan con una burocracia más añeja y nutrida, por insignificante que sea su afiliación– insistieron en la idea: puesto que Repsol ya se había puesto de acuerdo con ellos para formar una comisión conjunta de investigación, todo estaba en las mejores manos posibles.
Pero llegaron los trabajadores de las subcontratas y los pusieron de vuelta y media. Les dijeron de todo, de «vendidos» para arriba. Hasta hubo quien los llamó «traidores» (cosa que la verdad es que no entendí muy bien a cuento de qué venía, porque ellos siempre han sido así).
Incluso los zarandearon.
Vi imágenes de la refriega. Me llamó particularmente la atención con qué empeño alguna gente próxima a Méndez y Fidalgo gritaba «¡Unidad, unidad!».
¿A qué unidad se referían?
Es lógico reclamar la unidad de aquellos que están en una posición similar y tienen unos intereses comunes. Pero en el seno de eso que algunos se empeñan en seguir llamando «la clase obrera», hoy en día, en el mundo capitalista desarrollado, existe tal diversidad de intereses que bien puede hablarse de auténticas diferencias de clase. La realidad social del trabajador cualificado y con un contrato indefinido de los de antes tiene muy poco que ver con la del obrero eventual, o con la del subcontratado, o con la del inmigrante.
No se trata de diferencias circunstanciales. Son contradicciones. Porque la relativa seguridad en la que vive una cierta franja de la población trabajadora occidental se asienta sobre la existencia de muy diversos –y muy numerosos– colectivos que soportan regímenes laborales de inseguridad y de sobreexplotación excepcionales.
He oído que las diferencias de estatuto laboral existentes en la refinería de Repsol YPF son enormes. En horario, en condiciones de trabajo, en sueldo. Los subcontratados se han unido para reclamar. ¿Por qué? Porque están muy mal. Y los jefes de los sindicatos oficiales –y quienes se sienten identificados con ellos– no los respaldan. ¿Por qué? Porque ellos no están tan mal, ni mucho menos.
Antes solía decirse en plan pedante que el ser social determina la conciencia. Puede expresarse de manera mucho más llana y directa: cada uno habla de la feria como le va en ella.
Todavía hay clases. Comprendo que a personajes como Méndez y Fidalgo les cueste entenderlo, pero es así de sencillo: lo que vivieron el lunes en Puertollano fue un episodio de lucha de clases.
Que se vayan haciendo a la idea de que es imposible estar a la vez en misa y repicando. O en la manifestación y poniendo el cazo.<

Post scriptum.– Si algún lector de esta página tiene relación con Cándido Méndez, hágame –y hágale– un favor: explíquele la diferencia que hay en castellano entre deber y deber de. Dígale que, en la lengua de Miguel de Cervantes y de Pablo Iglesias, deber indica obligación, en tanto que deber de expresa posibilidad (o probabilidad). Ejemplos: 1º) «La empresa debe extremar las normas de seguridad» (obligación); 2º) «La empresa debe de creer que los trabajadores se chupan el dedo» (posibilidad, hipótesis).
Méndez emplea sistemáticamente mal el deber de. Dice: «La empresa debe de extremar las normas de seguridad» (perdón: «Los estándares de seguridad del sector»).
Comprendo que haga por propia conveniencia bastantes cosas que me repatean. Pero me cuesta creer que maltrate la gramática para afianzarse como jefe de la UGT. Para mí que debe de hacerlo por ignorancia.




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