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Sobre mitos prescriptibles

OPINIÓN de Emilio Cafassi    

"La patria no hace al soldado para que la deshonre con sus crímenes, ni le da armas para que cometa la bajeza de abusar de estas ventajas ofendiendo a los ciudadanos con cuyos sacrificios se sostiene."

José de San Martín, Cuartel General de Mendoza, 4 de septiembre de 1816.

Las particularidades de los senderos políticos y el tipo de tránsito que cada país sudamericano realiza para intentar saldar la deuda cívica y moral que dejó el Estado Terrorista, reconocen una amplia disparidad. No así las cuestiones de principio que atraviesan, aunque los machetes jurídicos que abrirán las trillas y el oficio de los desmalezadores tendrán necesariamente una impronta local, en ocasiones paradójica. Tal vez exista cierta sinergia entre las experiencias que permita multiplicar alientos, aunque mucho más seguro es que haya vasos comunicantes que pretendan coordinar la resistencia. Si el crimen se internacionalizó mediante el Plan Cóndor, ¿cómo no va a reorganizarse la estrategia jurídica e ideológica que se propone justificarlo y velarlo?

Esta semana las dos orillas del Río de la Plata ascendieron unos metros en la difícil escalada sobre la impunidad, cada una en su propia topografía. En una margen, mediante la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad. En la otra, a través de la condena a 18 asesinos de la emblemática Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). En ambas se doblegó una batería de falacias y chicanas jurídicas que, a pesar del buen resultado para desmontarlas, no convendría desestimar en adelante. Tal vez para ello sea útil conocerlas y sistematizarlas en cierta tipologización que no requiere de arduas búsquedas en hemerotecas. El núcleo duro de la propaganda terrorista puede ser hallado por cualquier ciudadano en páginas web que actúan como usinas ideológicas alimentando el discurso de la derecha, aunque luego en sus políticos se presente algo más disimulado o bien alegremente imaginativo, como el de algún vecino dominguero de esta sección del diario. Basta visitar del lado argentino el sitio de la “Asociación de abogados por la justicia y la concordia” cuya página es www.justiciayconcordia.org. Y con menos pretensiones jurídicas, del lado oriental, el del grupo “Unidos por la Libertad de los Prisioneros Políticos” en www.envozalta.org. Me adelanto a desechar cualquier posible objeción basada en que esta información incremente las visitas y lecturas de los sitios mencionados y con ello la difusión de la apología criminal. Contrariamente, considero que la visibilización de los panegiristas del genocidio y su propaganda, contribuye a debilitarlos y sobre todo a subrayar las fuentes en las que abreva la derecha para intentar la consagración de la impunidad. Intentemos entonces una desagregación mitológica:

Uno. El mito de la ilegalidad: se trataría de la instauración de un régimen de ausencia de “garantías básicas” y de “derechos fundamentales”, aunque no generalizado sino selectivo que recae en los militares, las fuerzas de seguridad y civiles que instauraron las dictaduras y actuaron en ellas. Selectivo o no, este mito contrasta con cualquier dato empírico de los procesos judiciales en curso, que se desarrollan bajo todas las garantías de defensa en juicio. No hay un sólo caso en el que se hayan impedido o salteado garantías procesales o ejercido violencia alguna. Tampoco se contabiliza caso alguno de violencia física por parte de familiares de víctimas, a pesar de la impunidad.



Dos. El mito de la venganza: se trata de la fase superior de la antigua preocupación por “mirar hacia el futuro” y por la “reconciliación”, que se funda en última instancia en la teoría de los dos demonios. Si bien vergonzante, ya que intenta resguardarse en la supuesta igualdad con sus enemigos, intentando arrastrarlos hacia la misma suerte y condena, no puede desembarazarse del peso de la desigualdad que supone por un lado una práctica garantista y respetuosa de la vida y la dignidad, mientras por el otro de su negación radical. El poder judicial no llama a secuestrar, torturar, asesinar, quitarles hijos, bienes y desaparecer los restos de los genocidas y torturadores, aunque juzgue a los perpetradores de ese tipo de crímenes. La función de las justicia no es ir juntando porotos en cada platillo de la balanza como si fuera un ejercicio de equilibrios cuantitativos sino investigar y juzgar. En ningún caso, vengar.

Tres. El mito de la irretroactividad, según el cual los imputados por delitos de lesa humanidad deberían ser sometidos a principios jurídicos como los de “irretroactividad de la ley penal, ley penal más benigna, cosa juzgada y derechos adquiridos”, tal como sostienen los abogados argentinos. Aquí el argumento consiste en considerar que se trataría de delitos comunes contra algún/os tercero/s y no de un ataque sistemático hacia la sociedad civil, que define y circunscribe el carácter de los delitos de lesa humanidad, haciéndolos estructuralmente imprescriptibles, a través de tratados internacionales y jurispruedencia al respecto. Pero aún sin ellos, en el caso de la constitución argentina, queda clara la inaplicabilidad de estos principios genéricos del derecho penal. “Esta Constitución mantendrá su imperio aun cuando se interrumpiere su observancia por actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático. Estos actos serán insanablemente nulos. Sus autores serán pasibles de la sanción prevista en el artículo 29 (traición a la patria), inhabilitados a perpetuidad para ocupar cargos públicos y excluidos de los beneficios del indulto y la conmutación de penas (…) las acciones respectivas serán imprescriptibles. Todos los ciudadanos tienen el derecho de resistencia contra quienes ejecutaren los actos de fuerza enunciados en este artículo”. Los juicios no son contrarios a la constitución argentina (ni tampoco a la uruguaya, a juzgar por los pronunciamientos de la Corte respecto a la ley de caducidad) sino que inconstitucionales fueron las leyes de punto final y obediencia debida, dictadas por el parlamento alfonsinista y los indultos de Menem.

Cuatro. El mito del prejuzgamiento y el “activismo judicial”: cualquier intervención o declaración del poder judicial, y en particular de las Supremas Cortes, implicaría automáticamente prejuzgamiento. Su rol debería ser tan silente como prescindente. A la vez, los jueces actúan bajo presión del poder político y desarrollan sus acciones guiados por él. La independencia de los poderes es una larga y compleja construcción institucional cuya efectividad sólo puede verificarse a través de las intervenciones de la propia justicia. Esas intervenciones, pueden o no coincidir coyunturalmente con interpretaciones de algún otro poder del estado. En Uruguay es la ley 15.848, defendida por los genocidas y sus cómplices políticos, la que le otorga al poder ejecutivo, que es estructuralmente coyuntural, la función de gatillo de las investigaciones. En otros términos, es la propia ley de impunidad la que aherroja a la justicia sometiéndola al poder político, cosa que explica por qué la justicia se vio inerme durante los gobiernos de las fracciones políticas que en esta semana argumentaron y votaron contra la imprescriptibilidad en Uruguay.

Cinco. El mito de los presos políticos y su calvario infrahumano: el término preso político se tomó prestado de las propias denuncias y autodefiniciones de sus víctimas, que lo fundaban en la ausencia de reconocimiento, tratamiento y garantías judiciales. Precisamente aquellas de las que gozan, a diferencia de sus víctimas, los “denunciantes”. El carácter infrahumano resulta un énfasis propagandístico predominantemente uruguayo apoyado exclusivamente en algunas fotografías del asesino Gavazzo esposado a la cama en el Hospital Militar. Salvo esa desagradable secuencia gráfica, que refleja una sujeción aparentemente innecesaria y esperablemente excepcional e irrepetible, en todos los casos de ambas orillas los detenidos disfrutan, bajo el discutible argumento de la seguridad, de condiciones excepcionales, respecto al resto de los presos. Al punto de poder militar en pro de sus propios intereses.

El terrorismo de Estado se ha inscripto de manera indeleble en la historia y ya resulta imposible borrar las firmas de sus autores más prominentes, y de algunos de sus cultores y amanuenses. No es una leyenda. Lo único prescriptible son sus mitos.




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