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Veinte puntos para una discusión sobre los medios mexicanos

OPINIÓN de Miguel Ángel Sánchez de Armas   

Preso de una preocupante nostalgia, hoy comparto con mis lectores las reflexiones que escribí a fines de los ochenta para un encuentro en la Cámara de Diputados. En aquella jornada pensé que la situación no podría ser peor. La relectura hoy no aviva mi optimismo.

1. La inserción de nuestro país en un concierto mundial que como nunca está interrelacionado, ha dejado de ser retórica de discursos: es una realidad.

2. Mucho antes de que la reordenación económica mundial nos insertara en una región de “libre comercio”, México había entrado en una suerte de zona franca en donde los medios de comunicación dejaron de tener fronteras nacionales en el sentido clásico de la expresión. Los satélites, los sistemas de cable y la comercialización internacional de la información, no sólo hicieron que el mundo llegara a México en forma casi instantánea, también expusieron a nuestro país a la mirada permanente del conjunto de naciones.

3. Al igual que el sistema de producción protegido que durante décadas privilegió el modelo de desarrollo mexicano, la información fue un bien dosificado, contenido dentro de nuestras fronteras, portador de valores que se tenían como refractarios a la influencia de “modelos” del extranjero.

4. En este contexto, nuestra opinión pública tenía como referencia principal el conocimiento de los hechos que en forma lineal eran servidos desde la esfera de la conducción del Estado. Como en la economía, México era una “isla”. El desarrollo estabilizador tenía su complemento en una suerte de alejamiento deliberado de lo que acontecía en otras zonas del planeta. Los medios mexicanos servían a sus audiencias, en el mejor de los casos, un menú informativo que contrastaba lo “bueno” dentro del país, con el “caos” del exterior. En México había paz y crecimiento, con algo de pobreza inevitable, pero solucionable, mientras que en otras latitudes eran la guerra, los asesinatos políticos, la inestabilidad, los golpes de Estado y el hambre. “En México no pasa lo que en Etiopía”, era una frase que las audiencias mexicanas de los cincuenta podían repetir sin cargo de conciencia.

5. En la utopía mexicana del crecimiento y bienestar, los diarios en las ciudades se multiplicaban sin alcanzar amplios tirajes, la televisión cubría el territorio con “diversión” y no información, y la radio crecía en el modelo de la “sinfonola” permanente y gratuita.

6. La crisis del fin del echeverriato -incubada en un modelo de desarrollo poco cuestionado- no sólo sacudió a la economía: permitió que amplios sectores de la sociedad descubrieran que no habían sido bien servidos por los medios. Salvo excepciones valoradas mucho después, pero entonces satanizadas como visiones catastrofistas, los medios fueron comparsas acríticos, cuando no sumisos, del régimen. ¿Quién en los medios se atrevía a poner en duda la sabiduría de la conducción del país si estaba fresco el recuerdo de impresos que desaparecieron por ejercer una postura medianamente cuestionadora, o por que criticaron la figura presidencial por omisión o deliberadamente?

7. Tlatelolco fue quizá el espejo negro de la nación. Salvo las excepciones de rigor, los mexicanos leyeron, vieron y escucharon que un pequeño intento de insurrección “azuzado por ideologías exóticas” no había logrado empañar el compromiso de México como anfitrión del mundo en la Olimpiada. Los cuestionamientos y críticas publicados más allá de nuestras fronteras fueron conocidos sólo en los estrechos círculos con acceso a la prensa extranjera.

8. La antena parabólica fue como el martillo y cincel con que se empezó a perforar el muro que nos protegía de la maldad del mundo. Como en las ondas concéntricas, mayores porciones de la sociedad pudieron contrastar las informaciones de los medios nacionales con los del extranjero. Una obligada primera fase de la apertura enriqueció esta posibilidad con la presencia de títulos de revistas y diarios extranjeros en las estanterías de cada vez mayor número de comercios. Cierta clase ilustrada -crecientemente numerosa, por lo demás- comprendió la importancia de leer Time antes que Excélsior. La proliferación de máquinas de facsímil anuló prácticamente la eficacia del “mecanismo protector” contra las “malas noticias” o las informaciones inconvenientes para la nación que había sido la confiscación de publicaciones en los puntos de entrada al país. La televisión por cable, inmune a la censura o a la interferencia en virtud de las reglas del juego impuestas por el comercio y la apertura internacional -es decir, por la “modernización”-, completó el derrumbe de los muros y nos puso en un plano de igualdad informativa con los centros de mayor desarrollo democrático. La noche en que los primeros cohetes norteamericanos cayeron sobre Bagdad, el terror en los hogares de Pihuamo, Jalisco, México, no fue inferior, y sí simultáneo, al que se experimentó en aquellos de las verdes colinas de Annandale, Virginia, Estados Unidos.

9. Sin embargo esta penetración de los medios internacionales, poco pareció sacudir a los medios nacionales. Siempre con las excepciones de rigor, nuestra televisión, nuestros diarios y nuestra radio, continuaron más o menos con el mismo modelo informativo.

10. Parece que la radio fue la que primero entendió este fenómeno, y genéricamente el medio que a la fecha más ha ensanchado esa libertad fundamental que es la de expresión. No se pueden ubicar con precisión fechas, pero en la última década se han multiplicado programas informativos de mayor duración (hasta cuatro horas seguidas), más críticos y abiertos a la participación del público, y con mayor alcance territorial. Hemos visto también el surgimiento de canales dedicados exclusivamente a proporcionar información.

11. En los medios impresos, también en la última década, o con mayor precisión, desde la crisis de Excélsior en 1976, tenemos una corriente, aún insuficiente pero constante, de ofertas periodísticas que se apartan del modelo tradicional. El “fenómeno Proceso”, de un periodismo preocupado con desvelar el lado oscuro del poder público y privado y ajeno a la información complaciente, no fue exclusivo de la capital. En todo el país tuvo seguidores que han corrido diversa fortuna.

12. Por lo que corresponde a las audiencias, es innegable que hoy existe en el país un público más exigente, menos indiferente, más crítico y cuestionador de los medios (y de las autoridades). Examínese el fenómeno del 88: las elecciones más reñidas y cuestionadas de la historia moderna, fueron también el escenario para el mayor cuestionamiento social de los medios de que se tenga memoria. Y en particular ahí encontró su Waterloo el hasta entonces incontestado mito del poder de penetración y convencimiento de la televisión. Ya hay mediciones (cfr. Arredondo, et al.) que nos permiten comprobar la primera observación empírica: el voto en los centros urbanos fue en sentido contrario al que proponía el mensaje televisivo. Se comprobaba que el “efecto bumerang” no era una invención de la academia.

13. Por lo que respecta al marco legal, tanto la libertad de expresión como el funcionamiento de los medios, son temas añejos en nuestra sociedad. Desde la disposición de no considerar a la imprenta como instrumento de delito, recogida en la constitución del 57, hasta el aún no suficientemente explorado y comprendido “derecho a la información”, pasando por una Ley de Imprenta anterior al actual texto constitucional, y aún vigente, la discusión social sobre estos temas en México ha sido rica y permanente, por mucho que pueda cuestionarse su eficacia.

14. Pareciera que desde el poder hay una visión esquizofrénica de los medios: el discurso y el ritual oficiales los presentan como cimiento y argamasa de nuestra democracia, y celebran su independencia y su rol de vigilantes y acotadores del poder, mientras que en la realidad cotidiana se privilegia a los que se mantienen en la ortodoxia del status quo.

15. Un ejemplo ya clásico de esta visión pudiera ser el del gobernante que al mismo tiempo que se negó a pagar para que le pegaran, instruyó a su Congreso para que aprobara una modificación del texto constitucional garantizando el “derecho a la información”. Pero el propósito fue fallido: la sociedad, supuesta beneficiaria, no lo entendió; los medios, también supuestos beneficiarios, se opusieron ferozmente, y tampoco lo entendieron. Se tuvo que recurrir a la simulación: una consulta nacional como quizá nunca antes se había dado en la materia, fue diluida en la frivolidad de una frase todavía no igualada en su cinismo: “no se le encontró la cuadratura al círculo”. Y si la ofensa no fue recogida, se debió quizá a que las partes supuestamente beneficiadas tenían más interés en sepultar el asunto que en seguir discutiéndolo.

La ironía: el mismo que se negó a “pagar para que le pegaran”, terminó su sexenio, informativamente hablando, en manos del más pagador y manipulador de todos los jefes de prensa. En el ocaso, “pagó para que no le pegaran”.

16. Ahí se vio lo delicado que es el tema. Por el lado de los medios, cualquier iniciativa para modificar el marco legal se percibirá siempre como un intento de control por parte del Estado, y será enfrentado con energía y eficacia, como lo demuestran las discusiones sobre el mismo derecho a la información, o sobre códigos que han pretendido castigar las filtraciones y preservar la “confidencialidad” de ciertas acciones de Estado. Por el lado de la sociedad, siempre habrá mayor simpatía hacia los medios tal como están ahora, pese -esa es la paradoja- a la conciencia creciente de que poco han servido, genéricamente, a las mejores causas de la sociedad, que para un nuevo marco legal que en el papel ofrezca mejores condiciones. Ello es consecuencia, quizá no única pero importante, de una generalizada desconfianza en el aparato del gobierno y en sus intenciones.

17. Sin embargo, discutir, reflexionar, analizar a los medios, es algo cuya importancia hoy ni los mismos medios pueden minimizar. Y como en la anécdota de los economistas, los medios son demasiado importantes para dejarlos sólo en manos de los periodistas, los editores y los empresarios. Los medios son por necesidad un bien social, y su discusión es por necesidad asunto de la sociedad toda, incluido el gobierno.

18. ¿Puede el Congreso esperar una reacción favorable de los medios y de la sociedad en este intento de “actualizar la legislación en materia de comunicación social”? Difícilmente. No deben olvidar los diputados que los propios medios se han encargado de ofrecer de ellos una imagen de holgazanería, molicie, frivolidad y desinterés por las verdaderas causas populares. Al día de hoy, en el argot del gremio se llama “diputado” al desconocido que se encuentra muerto en la vía pública. Injusta imagen, sí; pero de ninguna manera algo que deba ignorarse.

19. ¿Hasta dónde se extenderá la sensación de que los diputados invertirán una considerable porción de energía y de recursos en un tema sin salida cuando la nación se encuentra en el centro de la más aguda y peligrosa crisis de los tiempos modernos? No quiero sugerir, por supuesto, que el tema no sea de capital importancia precisamente por la crisis, sino de la percepción social que se tenga del mismo.

20. Vista la necesidad, habría que buscar otros caminos para abordar la discusión. En primer lugar, separar lo técnico -por así decirlo-, de lo social; reagruparlo y no mezclarlo. Por ejemplo, satélites, informática, antenas parabólicas y telecomunicaciones, por su naturaleza técnica -que no única, entiéndase- pueden ser abordados con menos complicaciones. Derecho a la información, prensa escrita, radio, televisión, cine, libros, teatro, requieren de mayor cuidado. ¿Por qué no iniciar el abordamiento del gran tema criticando la ausencia de una política de comunicación social del gobierno de la República? Habría mayor atención razonada a una propuesta para que sea el propio aparato de gobierno el que dé el ejemplo de transparencia en sus relaciones con los medios. Ya se han dado pasos en ese sentido (pago de viajes, cancelación de pagos por la libre, disminución de los presupuestos publicitarios, venta de los medios del Estado, apertura de las fronteras al papel, legislación sobre gastos de propaganda política, etc.). ¿Puede razonablemente exigirse a los medios que certifiquen sus audiencias cuando el gobierno se rehúsa a hacer público el monto de su gasto publicitario y propagandístico? Estas son cuestiones que podrían dar pie a una discusión que, de entrada, no genere un muro de desconfianza entre los medios y entre las audiencias.







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