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Las Malvinas malparieron una base militar

OPINIÓN de Emilio Cafassi   

A Eduardo Luis Duhalde, amigo entrañable y compañero de aventuras intelectuales recientemente fallecido, incólume defensor de los derechos humanos, a quién debemos, entre otras contribuciones, que muchas decenas de genocidas argentinos purguen justa condena por sus crímenes.

Treinta años atrás, la dictadura argentina que además de genocida fue cipaya y entreguista, tuvo un rapto de supuesto nacionalismo desesperado, precisamente en tiempos en los que la resistencia popular al despotismo y la sevicia comenzaba a ganar la calle y capacidad expresiva. Siendo particularmente fraternal con el reaccionario gobierno británico, se lanzó al rescate de un archipiélago ventoso, árido y desangelado en manos de filibusteros de esa histórica bandera colonial, por entonces abandonado a su despoblada y fría suerte. Constituyó un operativo de delirio irresponsable, sin previsiones ni táctica alguna, ni aparente consulta aún con sus pares más cercanos. No es que entre las dictaduras sudamericanas no existiera coordinación y solidaridad mutua y entre éstas y los países imperiales. Por el contrario, las hubo en cuantía sólo que restringida al secuestro, el trasiego clandestino de prisioneros para la tortura y la muerte o para el robo de criaturas, bienes y la suplantación de identidades. La información fluyó entre los ejércitos para estos fines, tanto como la desconfianza y la rivalidad para todo otro propósito. Las Fuerzas Armadas argentinas no sólo creyeron que estaban disputando una guerra, sino que eran exitosas y estaban preparadas para ella, con la única verificación empírica de la victoria ante ciudadanos indefensos cazados como ratas y maniatados en las mazmorras de los campos de concentración y exterminio clandestinos. Videla y Pinochet coordinaron bien sus represiones, intercambiaron técnicas de tormento y desaparición de pruebas, tanto como se prepararon simultáneamente para un conflicto armado por el trazado de una línea divisoria en remotos hielos continentales.

No casualmente, los principales comandantes de las diversas divisiones armadas de la recuperación de las islas, fueron también los expertos y valientes torturadores que luego se entregaron mansamente ante la mera presencia enemiga. El caso más paradigmático es el del hoy encarcelado represor Astiz, famoso por infiltrarse entre las Madres de Plaza de Mayo y secuestrar y desaparecer (entre otras) a las monjas francesas, cuya rendición no requirió siquiera un solo disparo de ninguno de los bandos, sino que fue, como con las buenas alarmas electrónicas, por simple proximidad. El máximo responsable de las acciones de guerra fue Mario Benjamín Menéndez, entonces gobernador de facto de Malvinas, que en 1977 fue director de la Escuela de Suboficiales Sargento Cabral de Campo de Mayo y en 1979 comandante de la Brigada de Infantería de Montaña VI de Neuquén, ambos atroces campos de exterminio. No extraña, en consecuencia, que hayan trasladado también a las islas las prácticas que aplicaban a los detenidos-desaparecidos. Eran dueños de las vidas ajenas, siempre que estuvieran indefensas.

Hoy la Corte Suprema de Justicia cuenta con un pedido de recurso de “amicus curae” para que se expida sobre los abusos cometidos por militares a ex combatientes de Malvinas como crímenes de lesa humanidad y que, por lo tanto, sean considerados imprescriptibles, a diferencia de los que resolvió la Cámara de Casación Penal que consideró a los abusos denunciados como crímenes comunes y prescriptos. Involucran a centenares de militares de diverso rango. Se trata puntualmente de simulacros de fusilamiento, torturas físicas como la estaqueada, la violación sexual, el “salto de rana” en campos minados y la negación de comida, inclusive hasta provocar una muerte por hambre. Si prosperara esta demanda, sería una oportunidad de avance para el que suceda en la Secretaría de Derechos Humanos a quién dedico este simple artículo (en ausencia de otra obra de mayor magnitud por estos días) de continuar su firme acción jurídica. La desclasificación de la totalidad del voluminoso “informe Rattenbach”, del que se conocían exclusivamente fragmentos, posiblemente allane el camino tanto a la verdad, como a la consecuente condena.

Las consecuencias de la bravuconada absurda contra un imperialismo colonial que ya era anacrónico, depredador y expropiatorio desde mucho antes de enviar navíos, aviones y ejércitos, aún a 30 años vista, son de una magnitud y gravedad incontable. En primer lugar porque de aquella aventura criminal, quedaron muertos, mutilados, y ciudadanos psíquicamente baldados de por vida. La irracionalidad de esas muertes y amputaciones no produce racionalidad mecánica, sino marasmo y frustración. Pero además, porque hoy el archipiélago no es una aldea de pastores, ciudadanos ingleses de segunda categoría, sino una poderosa base militar británica (y en consecuencia de la OTAN) patrullada hasta por submarinos -con armas misilísticas- nucleares que ensancha su pretensión de dominio sobre extensiones inconmensurables de recursos naturales. El problema excede las fronteras argentinas del mismo modo que las bases militares norteamericanas en Colombia superan por sus consecuencias a su anfitrión. No es idéntico, aunque resulte molesto por razones éticas y de principios, tener una colonia pacífica (por ejemplo turística, como las Islas Vírgenes británicas en el Caribe) que una base militar, como es el caso de Guantánamo en Cuba, que además es un centro ilegal de reclusión y tortura. Hay tanto razones simbólicas como estrictamente militares para que el colonialismo defienda esos enclaves de sumisión y violencia.

Luego de la Segunda Guerra Mundial, donde más de 80 antiguas colonias obtuvieron la independencia, que según el Comité Especial de Descolonización de las Naciones Unidas, involucra a 750 millones de personas, el Reino Unido no siguió una política unívoca ni mucho menos de principios. Se fue despojando de algunas de ellas y conservó otras, según un pragmatismo derivado de cada caso en particular. Hoy hay 15 territorios más además de Malvinas en manos coloniales, 10 de los cuales pertenecen al Reino Unido, 3 a Estados Unidos, 1 a Francia y otro a Nueva Zelanda en Asia.

Por ejemplo, mientras Inglaterra devolvió Hong Kong a China en 1997, aún se aferra al Peñón de Gibraltar y a las Malvinas, únicos casos en Europa y el Atlántico Sur. Y entre las razones del propósito retentivo, intervienen además de los intereses militares (no exclusivamente propios, sino además de sus aliados), el control y hegemonía sobre las pequeñas poblaciones habitantes. En Hong Kong, la inmensa mayoría de los habitantes de la colonia eran chinos. Inversamente, en Gibraltar y Malvinas, los ingleses habían expulsado violentamente a sus habitantes e implantado una población propia que no quería ni quiere pertenecer ni a Argentina ni a España sino al centro imperial, del cual reciben cuantiosos beneficios económicos. Es así que utilizan el recurso ideológico de la “autodeterminación de los pueblos”, principio perfectamente aplicable a los pueblos-nación, pero en ningún caso a las aldeas de población implantada o al personal de bases militares y sus proveedores civiles de servicios.

La estrategia británica es seguir situando el conflicto en el escenario en que lo dejaron los criminales Galtieri, Thatcher y Pinochet: el exclusivamente militar y la continuidad de los hechos consumados. Por eso resulta encomiable la iniciativa de la Presidenta argentina de realizar una contraofensiva en campos inversos como la diplomacia, la economía y la política llamando la atención acerca de la naturaleza subcontinental de la amenaza. También lo es, como punto de partida, el acompañamiento recibido por buena parte de los aliados de la UNASUR (Brasil, Chile, Perú, Uruguay) al impedir el atraque de buques con bandera malvinense o de guerra británicos. Pero habrá que poner en debate más acciones comunes en áreas más sensibles como el comercio y las inversiones, tanto como evitar la descoordinación o la insolidaridad entre los países integrantes. No estará de más discutir si a la zona de exclusión militar no puede responderse con una amplia zona de exclusión comercial y diplomática.

En tal sentido es seriamente desacertada la estrategia argentina de no excluir a los países del Mercosur (y posteriormente de la Unasur) de su política de restricción de importaciones, tanto como el propósito de la cancillería uruguaya de enviar una misión comercial a las Malvinas asistida por un vuelo de carga. Más enfáticamente aún, esta decisión es un verdadero paso atrás respecto al camino superador de la política exterior, respecto al primer gobierno frenteamplista. La gestión del Presidente Mujica reorientó el rumbo diplomático del Uruguay con coherencia y capacidad negociadora con una estrategia centrada en la integración subcontinental y la fluidez de diálogo con los vecinos. Si bien es cierto que encontró buenas piedras del lado argentino en el área comercial, éstas no serán superadas o compensadas con exportaciones al destino “no tradicional” malvinense, ni menos aún contribuirá al propósito estratégico de integración. De este modo, una política exterior prácticamente intachable se enturbia y se expone a sospechas de miserabilidad. Para decirlo en términos coloquiales, en Malvinas sólo hay 3.000 “gatos locos”, tanto como en un barrio de algún pueblo del interior profundo uruguayo.

Solución militar, no hay ninguna. Nunca la hubo, ni la habrá sin malparir cualquier engendro. Comerciales hay varias, siempre que no se busquen en la dirección de la traición de principios o de sangrantes territorios colonizados.


  




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