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Sobre José Luis Sampedro: muy por encima de la literatura

OPINIÓN de Carlos Taibo.-

(Recojo un texto que dediqué a la figura de Sampedro. Apareció en "República de las Letras", nº106, 2008).

Quien escribe estas líneas carece, por desgracia, de aptitudes para juzgar la obra literaria de José Luis Sampedro. Ha leído, sí, varias de las novelas de José Luis pero admite sin rubor que sería una frivolidad por su parte entregarse a la tarea de glosar virtudes o defectos.

Quiere uno creer, sin embargo, y hacerlo con firmeza, que por mucho que las apariencias puedan sugerir otra cosa, la fama contemporánea de José Luis Sampedro en modo alguno cabe atribuirla a su desempeño literario, y ello por mucho que sea cierto que éste ha acabado por ser un elemento decisivo para explicar aquélla. Y es que doy por seguro que Sampedro no me desmentiría si afirmase que entre quienes le quieren incondicionalmente se encuentran a partes iguales los lectores de sus novelas, sus alumnos de antaño y tantos ciudadanos sensatos que admiran su compromiso cívico. Puede ser verdad, eso sí, que en realidad estas tres categorías que invocamos se combinen armoniosamente en la forma del ciudadano/alumno/lector. A donde quiero ir a parar, en suma, es a la idea de que la empatía que el personaje suscita mucho le debe, por encima de cualquier otra circunstancia, a su condición humana y a su conducta irreprochable, que a menudo, casi siempre, dejan en un segundo plano todo lo demás, incluida la obra literaria. 

Así los hechos, de lo que se hablará en los párrafos que siguen es de ese personaje, de su condición humana y de su conducta irreprochable. Quien habla debe aclarar, para evitar malentendidos, que su relación seria con José Luis Sampedro es muy reciente, no en vano tiene poco más de un lustro. Se ha traducido ante todo en la realización, y posterior publicación, de un libro en el que los dos hemos intentado hablar de casi todo lo divino y lo humano, bien que siempre con los pies en la tierra. Quiero creer sin falsas perífrasis, por cierto, que ese libro, "Conversaciones sobre política, mercado y convivencia", merecía mejor suerte, toda vez que configura una muy pedagógica, clara y -me parece- radical introducción a los problemas del planeta contemporáneo. Al cabo, y por desgracia, se han acercado a él --permítaseme el fermento de ironía-- mis lectores, y no los de José Luis, algo que se ha traducido a la postre en niveles de venta injustificadamente modestos. 

Lo primero que hay que dejar claro es que José Luis Sampedro configura una acabado desmentido de esa vieja máxima que se atribuye a tantos y que, al parecer, vio la luz en labios de ese mezquino personaje que fue -nos cuenten lo que nos cuenten- Winston Churchill. Me refiero a la que reza algo así como "quien a los veinte años no es un revolucionario es que no tiene corazón; quien a los cuarenta lo sigue siendo es que no tiene cabeza". Dejaré ahora en el olvido, porque no viene al caso, que dudo mucho que Churchill haya sido un revolucionario en algún momento de su vida, y me limitaré a recordar que el derrotero personal de José Luis ha hecho de él un pensador cada vez más emplazado en una cultura, la de la crítica radical del orden existente, que quiere iluminar un mundo mejor de la mano de una lucha permanente, en todos los ámbitos, contra la injusticia y la exclusión. Creo que alguien que dedique su tiempo a sopesar de manera puntillosa el contenido de los numerosos escritos políticos de Sampedro descubrirá con rapidez que en su caso, y agregaré ahora que por fortuna, lo que se ha registrado ha sido un camino inverso al que han protagonizado tantas gentes más jóvenes que él, orondamente instaladas hoy en la miseria de los sistemas que padecemos. No está de más que agregue, por cierto, que el trayecto que ha recorrido Sampedro no es el propio de alguien que, por las razones que fueren, revisa viejas concepciones en un ámbito preciso y especializado: antes bien, su discurso y sus propuestas exhiben el vigor juvenil de quien, en todos los terrenos -el de la política como el de las tensiones sociales, el de las relaciones internacionales como el de las agresiones que el medio padece, el de la cuestión nacional como, y naturalmente, el de la vida personal-, ha decidido revisar críticamente los cimientos sobre los que se sustentan nuestras sociedades. 

No creo que me equivoque mucho si afirmo que ese camino tan singular seguido por José Luis acarrea cierto ajuste de cuentas consigo mismo, como el que, por lo demás, tiene que alimentar cualquier persona lúcida y sensata. A Sampedro le tocó vivir -no lo olvidemos- malos años, de tal suerte que a buen seguro hubiera preferido ser y hacer otras cosas. Me viene ahora a la memoria, como un relato que nos emplaza en el momento inicial de ese proceso, lo que Olga Lucas recoge en las páginas de Escribir es vivir relativas a la guerra civil de nuestro personaje. Tras el golpe militar del 18 de julio de 1936, José Luis, por aquel entonces un joven más bien conservador y de derechas, fue movilizado en el Santander republicano y recaló en una unidad de milicianos anarquistas, por los que luego de unos días acabó por sentir -parece- una subterránea admiración: ahí estaban esos obreros que, más bien brutos e ignorantes, respondían sin embargo con inequívoca consecuencia a un credo hermoso que, por cierto, me atreveré a afirmar que es hoy el de Sampedro antes que cualquier otro. Cuando Santander cayó en manos del ejército nacional, José Luis fue, de nuevo, movilizado, ahora por quienes luego serían los vencedores de la guerra. Si la violencia de los desheredados le gustaba poco, la de los señoritos hizo que en la cabeza de nuestro amigo estallaran -creo- todas las alarmas. Rescato esto ahora porque, claro, importa mucho subrayar que el ejercicio sampedriano de extraer las consecuencias pertinentes de algo como lo que acabo de mal retratar hubo de realizarse, durante casi cuarenta años, en el escenario que proporcionaba un régimen infame que a duras penas dejaba espacio alguno para respirar. 

Doy, con todo, un paso más que me invita a recuperar una dimensión que no me gustaría dejar en el olvido a la hora de dar cuenta de quién es José Luis Sampedro. Hablo de un descreimiento, más grande que pequeño, con respecto a los conocimientos de las ciencias establecidas, y en particular con respecto a los que cree poseer la disciplina a la que Sampedro ha dedicado tantos años: la economía. Cuando muchos de sus colegas van paseando por ahí sus conocimientos prometeicos sobre las tramas económicas del mundo contemporáneo, José Luis ha protagonizado un quijotesco esfuerzo volcado en alimentar un sano escepticismo en lo que se refiere a tantas verdades reveladas. A menudo recuerda lo absurdo que es, a su entender, que exista un premio Nobel de Economía al que acompaña, claro, la presunción de que esta última es una ciencia en el sentido fuerte de la palabra. Las cosas como fueren, Sampedro gusta poco de aferrarse, por fortuna, a las certezas que proporciona una disciplina cerrada e incuestionable, las más de las veces prostituida al servicio de los intereses de unos pocos. 

Tal vez lo que acabo de reseñar es una clave de explicación de por qué existe tanta sintonía entre José Luis Sampedro y quienes son mucho más jóvenes que él. En muchos casos estos últimos aprecian en José Luis a alguien saludablemente alejado de los oropeles y los dogmatismos -de la palabrería, por decirlo de manera más rápida- de las disciplinas al uso. Bien es verdad que los guiños también se mueven en sentido contrario: cuando lo común es que las gentes de edad muestren un franco desdén hacia los más jóvenes, en el caso de Sampedro nada hay de eso. Aunque el ejemplo que propongo está lastrado por el hecho de que yo en modo alguno me puedo incluir en esa categoría de "los más jóvenes", obligado me parece señalar que cuando, varios años atrás, se le formuló a José Luis la propuesta de mantener conmigo unas cuantas conversaciones a efectos de perfilar el libro del que antes hablé, su aceptación fue inmediata y sin cautelas. No sólo eso: si uno le escucha hablar descubre con sorpresa que en su percepción es él quien debe estarme infinitamente agradecido a mí porque haya dedicado unas horas de mi vida a conversar con un anciano escritor. No preciso señalar que yo describo lo ocurrido de forma un poco diferente... 

Por cierto que tampoco quiero dejar en el tintero el recordatorio de una circunstancia de interés que rodeó la elaboración material de "Sobre política, mercado y convivencia". Uno pudiera pensar que una persona de la edad de la de José Luis Sampedro se tomaría con ligereza y un punto de pereza la tarea de sacar adelante tres largas sesiones de conversación. Nada más lejos de la realidad: si hubo alguien que le imprimió condición de urgencia al libro fue él, como quien siente la llamada honda del deber y, en paralelo, la conveniencia de no dejar para mañana lo que importa ultimar hoy. Sospecho que éste es un elemento del carácter de José Luis Sampedro que lo ha acompañado siempre y que, llamativamente, en modo alguno se ha resquebrajado, para alegría de todos, y en particular de los lectores de las novelas que vendrán, con el paso del tiempo. Qué maravilloso es, y qué lección para todos, que a sus noventa y un años Sampedro siga trabajando todos los días. 

El hombre público que nos interesa muestra, aun así, algún rasgo relevante más: me refiero a una humildad espontánea e inquebrantable. Esa humildad se manifiesta, por añadidura, de la mano de un visible desapego con respecto a la fama y sus miserias. Permítaseme que subraye lo que a mi entender es fácil de palpar: no hay ningún artificio ni ninguna pose en semejante actitud, tanto más valiosa cuanto que -de sobra sabido es- José Luis configura un auténtico ídolo de masas. La cosa tiene, aun así, una dimensión más que nos emplaza delante de un personaje difícil de repetir: la que hace referencia a una singularísima relación con el dinero. Qué común es en los tiempos que corren que nuestros intelectuales, y entre ellos muchos aparentemente emplazados en la izquierda, se muestren dispuestos a renunciar a todo a cambio de unos cuantos centenares de euros. Cuenta la leyenda que años atrás a José Luis Sampedro le invitaron a pronunciar una conferencia en un hospital de Valencia. Como quiera que le preguntasen con insistencia cuánto quería cobrar y que Sampedro señalase que le ofendían con semejante sugerencia, al cabo el interpelado propuso que lo que tuviesen a bien pagarle lo destinasen a comprar ejemplares de sus novelas con la vista puesta en regalarlos a los enfermos del hospital en cuestión. Más o menos lo mismo a lo que nos tienen acostumbrados tantos de nuestros prohombres del pensamiento, de las artes y de las letras... 

Ya acabo. Me gustaría recordar que José Luis Sampedro es una de las pocas personas que conozco que no tienen enemigos (si existen, en su defecto, están muy escondidos). Ello es tanto más significativo cuanto que -lo repetiré una vez más- no estamos hablando de una persona que procure mirar hacia otro lado cuando sobre la mesa están las cuestiones más conflictivas: José Luis toma partido siempre. Precisaré, para que desaparezcan los equívocos, que no sólo le quieren las mujeres. Y eso que, como él gusta de decir, la gran tragedia de su vida fue descubrir que era atractivo para éstas a los setenta años de edad. Qué saludable magisterio es éste del humor mezclado con la sabiduría y la bonhomía inteligente.





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