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Tradiciones culturales, élites convencionales y estética pública en América Latina. Una visión heterodoxa


28.10.13. Por H. C. F. Mansilla.-  Consideraciones estéticas y preocupaciones éticas van a menudo juntas. Es imposible dedicarse a mejorar el mundo o a consagrarse a la celebración de la belleza artística, si uno no tiene respeto por la vida, el medio ambiente y el ornato público. En la época clásica grecorromana el goce estético de la naturaleza presuponía la admiración de la armonía del cosmos y, al mismo tiempo, una vocación de servicio a la comunidad. La constelación contemporánea, signada por la explotación acelerada de todos los rincones del planeta y la devastación exhaustiva de sus recursos, exige un genuino y sostenido cuidado de los ecosistemas, lo que puede ser facilitado mediante un conocimiento adecuado de las grandes bellezas naturales. Esta es la mejor justificación del ecoturismo.

En América Latina los grandes usuarios y depredadores del medio ambiente ─ desde los exitosos empresarios de la madera hasta los humildes campesinos que expanden la frontera agraria, pasando por la prospección minera tropical ─ no practican una ética de este tipo ni se imaginan que esta última podría existir. Una moral ecologista tiene poco que ver con ideologías de izquierda. Una actitud conservadora puede ser interpretada también como favorable a la preservación del medio ambiente y de los ecosistemas naturales, la que es relativamente desconocida en América Latina.

Esta problemática está vinculada directamente con los valores de orientación de las élites dirigentes contemporáneas y con las normativas de actuación que se han desarrollado históricamente. Y aquí tenemos un fenómeno muy interesante: las clases altas en el Nuevo Mundo han ido modificando de modo considerable sus ideas rectoras en torno al tratamiento de la naturaleza y, sobre todo, acerca de su propia posición en el ámbito laboral. Aunque nos encontramos con un tema altamente complejo, cuyo tratamiento diferenciado puede despertar la impresión de un argumento esquizofrénico, es indispensable analizar las tradiciones culturales en el Nuevo Mundo y percibir simultáneamente sus aspectos positivos y sus lados negativos.

En contraposición a la época actual, durante la era premoderna la clase alta en la península ibérica y en las colonias poseía un genuino interés por el ornato público, por un estilo de vida propio y diferenciado y por el desarrollo de un arte y una literatura congruentes con su esfuerzo por sobresalir dentro de su medio. Las clases dominantes de la actualidad son, como se sabe, un conglomerado híbrido que no puede ni quiere disimular su origen plebeyo. Sus parámetros de orientación están influidos decisivamente por los medios masivos de comunicación, es decir por la chabacanería contemporánea. No han sabido crear una cultura propia y específica y han adoptado más bien las pautas de comportamiento, las preferencias y los gustos de las clases medias norteamericanas de corte provinciano. Es verdad que la aristocracia tradicional tuvo siglos para constituir su modo de vida y sus criterios depurados, sin tener que sufrir ni la crítica ni la competencia de otros grupos sociales organizados. Pero también es cierto que los estratos privilegiados del presente disponen de medios financieros en una cantidad que la antigua nobleza nunca hubiera imaginado como posible, y de posibilidades de viajes, educación y diversidad de ofertas que son seguramente excepcionales en el decurso de la historia universal. Y es entonces sorprendente que el aporte cultural de las clases altas a la sociedad contemporánea sea tan terriblemente modesto.

La percepción instrumentalista de la modernidad ha contribuido a reprimir modos de comportamiento y organización, a los que ahora se les atribuye el carácter de lo anticuado y depasado por el rumbo pretendidamente inevitable del progreso material e histórico, los que, sin embargo, han simbolizado y encarnan todavía hoy ─ en la literatura y en la memoria colectiva ─ diversos fragmentos aun válidos de una vida más plena y humana, de una cosmología más sabia y de un convivencia más sana que los principios comparables derivados de la cultura de la modernidad.

La constelación actual es radicalmente diferente. Lo realmente grave reside en el hecho de que todas las capas sociales están exentas de consideraciones éticas y estéticas de largo alcance; los grupos privilegiados han renunciado a toda función de guía y ejemplo racional, y los estratos inferiores sólo quieren adquirir el nivel de vida y consumo al que creen tener un derecho moral e histórico. Por ello se puede afirmar, con peligro de equivocación, que hay un curioso paralelismo entre el campo de la estética y la esfera de la ética. La colectividad de nuestro tiempo premia el acomodo fácil y la integración al modo de vida prevaleciente, y rechaza al disidente, al que piensa y obra de modo autónomo, al que se desvía del grupo y al que exhibe espíritu crítico. En el campo del ornato público está mal visto que alguien desapruebe el ruido de las calles, las alarmas desbocadas de los vehículos y la fealdad de los medios de transporte. El que censura los cables eléctricos y telefónicos por encima de las calles, el desportillado aspecto exterior de las construcciones y las aceras, el poco amor por el detalle y los acabados en cualquier trabajo, resulta un extraño, un extranjero, un desadaptado. Y esta es claramente la actitud de las clases dirigentes, de los grupos medios y de los estratos bajos. Las élites plutocráticas actuales y los llamados movimientos sociales son por igual responsables por la declinación conjunta de la ética y la estética públicas.

Esta temática no concita la atención de los segmentos intelectuales y universitarios de las naciones latinoamericanas. No creo que varíe mucho en las próximas generaciones, aunque la mejor educación, la apertura al mundo exterior y la obra de los azares históricos pueden alterar las pautas de comportamiento y los valores de orientación criticados en este texto. La falta de la estética pública tiene directamente que ver con una imitación apresurada de una modernidad de segunda clase, que la mayoría de los latinoamericanos la considera como la obtención exitosa de los más notables modelos del progreso universal y hasta como una adaptación transformadora de los mismos con rasgos originales. Sobre todo en el área andina los estratos elitarios han resultado ser pueblerinos y provincianos. No tienen hoy una consciencia específica de clase, no cultivan una concepción plausible de su propia valía histórica, de sus tradiciones y gestas, no conciben una política de largo alcance para resguardar precisamente sus prerrogativas y logros, o por lo menos, para mantener el recuerdo de su existencia en la memoria histórica de la nación respectiva. Su desinterés por la moral y la estética es proverbial. Sólo les interesa la ganancia rápida, generalmente a costa del erario nacional, y el placer barato y circunstancial.

Los miembros de las clases altas se han consagrado sólo a la astucia y han dejado de lado la ética y la estética. Empero ninguna sociedad puede vivir razonablemente sin una concepción de moral que englobe el conjunto de la misma, sin un paradigma de desarrollo de largo aliento (por más modesto que este resulte) y sin una praxis de la responsabilidad individual frente a la colectividad y a la naturaleza, lo que significa considerar seriamente los derechos de terceros y en largos periodos temporales. También los populistas e izquierdistas están impacientes por adquirir el último cachivache técnico que viene del odiado y envidiado Norte. Ante esta tecnofilia generalizada muy poco se puede hacer. Los apologistas de los regímenes "progresistas" prefieren extender sobre esta temática el cómodo manto del olvido y el silencio.

Así como antes era una blasfemia atribuir algo negativo al proletariado y a las clases trabajadoras, hoy es un pecado mortal afirmar que las etnias aborígenes pueden ser responsables por un desarrollo lamentable en numerosos terrenos de la vida social. Perviven así poderosos tabúes en la opinión pública latinoamericana y paradójicamente con más empeño en los estamentos universitario y académico.

Algunos detalles de esta temática se pueden aclarar mencionando fenómenos recurrentes en la región andina. Al lado de la grandiosidad del paisaje de las altas montañas se halla la chatura de la obra humana: la majestuosa cordillera como telón de fondo y la basura plástica anunciando la proximidad de los asentamientos urbanos. Lo más grave reside en el hecho de que nadie es consciente de este reino de la fealdad: ni los movimientos sociales, ni los partidos políticos (y menos los contestatarios), ni los intelectuales progresistas. Una labor importante de los medios de comunicación consistiría en llamar la atención acerca de la carencia de estética y ornato públicos en las ciudades y aldeas de la zona andina. Después de todo la vida es breve y no deberíamos dejarla transcurrir en un ambiente grosero, sórdido y deprimente.

La mayoría de los latinoamericanos, independientemente de su origen geográfico, social, político o étnico, es rutinaria y convencional en su vida cotidiana y en sus valores de orientación, pero no es conservacionista en la acepción ecológica: no cuida de manera conveniente y efectiva los vulnerables suelos y paisajes y más bien se consagra con genuino denuedo a destruir la naturaleza y a dilapidar los recursos naturales. A este respecto las élites plutocráticas, los partidos izquierdistas, los movimientos indigenistas y las corrientes revolucionarias no se diferencian en nada del resto de la nación respectiva. Casi todos los grupos sociales contribuyen, a veces sin sospecharlo, a una verdadera catástrofe medio-ambiental. Todos tratan de ensanchar la frontera agrícola incendiando los bosques tropicales, lo que significa llevar el progreso a la selva. Prósperos empresarios y trabajadores modestos son por igual responsables de este desastre. ¿Desastre? En el fondo todos están contentos – salvo algunos cultivadores marginales afectados directamente por el incendio –, pues ahora el terreno puede ser utilizado de manera mucho más rentable y fácil. También en el Brasil una superficie desboscada por el fuego es económicamente mucho más valiosa que una cubierta aun por la incómoda selva.

Parece existir una consciencia conservacionista sólo entre algunas tribus indígenas de los bosques tropicales, pero hasta esto es dudoso. Las civilizaciones precolombinas poseían un conocimiento admirable del modesto potencial de los suelos montañosos y los protegían aplicando un criterio ecologista, pero los sectores indígenas del presente dedicados a la agricultura y la ganadería (y a la producción de coca) son responsables de fenómenos muy extendidos de sobrepastoreo, tala de bosques y erosión de suelos. En la esfera del medio ambiente casi todos los latinoamericanos se destacan más bien por prácticas muy modernas de saqueo y destrucción de la naturaleza sin comprender los peligros inherentes a estos hábitos. Y el resultado estético está cercano al desastre: bosques incendiados, superficies taladas, terrenos erosionados. En una palabra: la muerte de la naturaleza rondando a cada paso.




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