OPINIÓN de Antonio Hermosa.- Una población a
tal punto polarizada que ha reducido la posibilidad de una tercera vía a los
restos del naufragio; unos restos del
naufragio tan fragmentados que no sólo les está prohibido convertirse en
punto de encuentro de los dos extremos irreconciliables, al modo de la clase
media aristotélica, sino que boquean incluso para sobrevivir, pues ni tan
siquiera la existencia de dos poderosos enemigos comunes ha conseguido su
unificación. Mientras tanto, la violencia, el primer vínculo político común
entre tales extremos, refuerza sin tregua las particulares murallas que aíslan
a cada uno de ellos y lo enfrentan a su rival.
En esa lucha
sórdida y sin cuartel, empero, lo más ruidoso de todo es el gran velo de
silencio tendido sobre ella: salvo las llamadas de rigor al diálogo entre las
partes -que el aire viciado de la atmósfera diplomática asfixia en su alcance
como, también, en sus intenciones- exhaladas por determinadas potencias
forzadas por su estatus, ni la Liga Árabe, ni los aliados específicos dentro de
la misma, ni el Imperio actual, ni el Imperio que viene, ni el Imperio que putinea por volver, ni etc., hacen
realmente nada por mediar y poner unas gotas de entendimiento en la situación:
entendimiento a partir del cual la paz civil se sintiera lo bastante cortejada
como para atreverse a entrar, aun de puntillas, en la escena. Un silencio ése
que parece haber privado de historia al conflicto y de significación política a
Egipto, y lo representa ante la mirada de la comunidad internacional como un
infantil juego macabro librado entre púgiles autómatas sin más espectador que
la muerte. Si alguien ignorase en qué consiste el silencio cómplice, el
silencio que avala la violencia y su ley en una situación determinada, aquí
tiene donde empaparse de la fórmula.
¿Y cuál es esa
situación? Desde que el golpe de Estado del 3 de julio depusiera al único
presidente legítimamente elegido en Egipto, el islamista Mohamed Morsi, la
parábola de los acontecimientos, teledirigida ya autoritariamente por el
ejército, no ha hecho sino precipitarse hasta completar el círculo iniciado con
la libertaria revolución de Tahrir
hace ahora casi tres años. Al principio fue el dictador Mubarak, firmemente
apoyado por el ejército. Después la sociedad civil, mediante su revolución
primaveral, trasladó la cuestión de la democracia al centro de la agenda
política; la revolución cogió vuelo cuando se sumó a ella el movimiento
religioso de los Hermanos Musulmanes y pareció asegurarse cuando, derrocado el
tirano, unas elecciones democráticas trasladaron el poder hacia el eterno
perdedor: el movimiento citado. El poder, entonces, puso fin al innatural
idilio de la musulmanía con la
democracia y en pocos meses demostró que la tiranía podía contar en Egipto con
varios candidatos para imponerse aunque cambiara de personas y de forma. El
poder hizo creer a Morsi y a sus acólitos ser dios, hasta que el genuino faraón
del Egipto moderno, el ejército, aprovechando las nuevas protestas de los
revolucionarios de la primera y democrática hora, y excusándose en la violencia
que rompía la sociedad, se deshizo de la falsa divinidad con un simple golpe de
fuerza, granjeándose la adhesión de los enemigos de la hermandad, incluida la
de su sempiterna competencia religiosa: la de los salafistas.
Luego, el guión
tan repetido: protestas ahora por parte de los partidarios del presidente
derrocado, que acaban fortaleciendo al faraón; renovación de las mismas, cada
vez más hostiles y violentas: y mayor fortalecimiento del extremo en el poder
frente al extremo opositor. Y aquél abusa de su privilegiado lugar para
arrinconar en la periferia social a los representantes de la mayoría de la población
egipcia, respondiendo con vejaciones, tortura, encarcelamientos, muerte y otras
formas de violencia a la practicada por la oposición, viciada ya hasta el punto
de no diferenciar en sus atentados al régimen de la población civil; y al
tiempo que deshumaniza a los detenidos degrada la ley a fuerza, golpeando con
ella la justicia con brío creciente, por lo que el movimiento antaño en el
poder se ve primero discriminado, después ilegalizado y ahora, en el golpe más
terrible que se le ha infligido, asimilado a una organización terrorista.
Cuando se alcanza
tan dudoso privilegio poco importa ya que el látigo de la ley proceda a asestar
su último golpe ilegalizando el movimiento religioso y dictando su disolución.
Declarar terroristas a los Hermanos Musulmanes es simultáneamente emancipar la
política de la legalidad y convertir el arbitrio en norma. Y cuando el arbitrio
deviene norma no es sólo el del Jefe
el que lo deviene: no será entonces sólo Al Sisi el que haga “lo que quiera”
(como reza el titular de un artículo de Die
Zeit del 7 de diciembre referido al conjunto del ejército), sino que
también el último peón del tablero, el policía de a pie educado por la
ignorancia y civilizado por la violencia, se mimetizará al instante en jefe y,
legitimado con el título de su uniforme y su porra, ejercerá de faraón
pedestre, es decir, dispondrá a su antojo del destino de cualquier ciudadano
cual si se tratara de una divinidad. Hay ya diversos relatos que narran hechos
así.
¿Y qué sucede
cuando se conculcan los derechos de los representantes de una parte mayoritaria
de la población? En efecto: que se conculcan los de toda la población. A fecha de hoy, los derechos humanos han sido
declarados persona jurídica non grata y la democracia persona política non grata. Y sus partidarios han sido declarados personas inexistentes:
o se alinean con quienes hacen la ley violando la justicia o con sus ajusticiados, con el riesgo de correr
idéntica suerte. El círculo ha vuelto así al punto de partida, con los
militares amos de Egipto, si bien aún sin su Mubarak definitivo que los oculte
tras las bambalinas; los Hermanos Musulmanes en la oposición –y quizá pronto ni
allí-, y los demócratas deambulando desorientados tras el tesoro robado y
ansiando recuperarlo.
Por lo demás, no
hacía falta alguna consultar a la pitonisa para saber que el camino se
convertiría en círculo con la ocupación del poder por los militares y
desalojando del mismo por la fuerza a su injusto titular legítimo. La
democracia, por naturaleza, es inclusiva y se basa en procedimientos legales.
Cuando por la fuerza se expulsa de su ámbito a un sector de la sociedad ya,
automáticamente, se la ha expulsado a ella de la arena pública. Que la
intención del ejército fuera acabar con la revolución de febrero acabando con
Morsi y sus seguidores era patente desde el acto originario, fundante del
renovado antiguo régimen, de su deposición.
¿Cuál puede ser
el destino de Egipto? Los hay optimistas, cierto, pero no parecen contarse
entre quienes veneran ya la futura Constitución previendo sus efectos, dado que
sanciona el statu quo al refrendar el
papel faraónico del ejército. Sí son visibles, en cambio, entre los antiguos
inquilinos del poder, como Mustafá Shawki, uno de los líderes del partido
político de Justicia y Libertad,
quien afirma: “la estupidez del gobierno será lo que acabe reconciliándonos
[con los partidarios de la democracia]. Cuanto más se intensifique la tiranía,
tanto más fuerte será nuestra unión”.
Supongamos que
tenga razón: eso implicaría olvidar la estupidez
de su gobierno, que fue lo que reconcilió antaño al ejército con los
demócratas, fustigados por Morsi, y al revés durante los primeros momentos del
golpe. Pero, aun así, supongamos que tenga razón: ¿cuánto tiempo durarán juntos
los antiguos enemigos una vez desaparecido
el enemigo común? ¿En torno a qué programa pueden acordarse dos sujetos unidos
por un enemigo irreconciliable con ambos, y que de no ser por él serían ellos
los enemigos irreconciliables? ¿Y qué podrían hacer juntos dos enemigos
irreconciliables aparte de intentar derrotar al tercero común? Los esfuerzos
comunes desplegados en el curso de esa lucha, ¿darían lugar a nuevas fórmulas
de entendimiento que les permitieran seguir juntos?
Eso sería olvidar
a su vez que la “estupidez” del primer olvido era totalmente lógica, esto es,
que el gobierno musulmán, actuando como actuó, no hizo sino poner en práctica
sus principios, o lo que es igual, que la fe musulmana no necesita corromperse
para ser en esencia una fe antidemocrática, y que al ser tan desiguales en
fuerza los demócratas no podrían sino sucumbir –física, política e
ideológicamente- frente a los cofrades de Mahoma and Company. En unos pocos meses el gobierno Morsi mostró con
naturalidad su esencia totalitaria, o lo que es igual, la urgencia de una
transformación radical del Islam si quiere sobrevivir en una sociedad
democrática, o mejor, para dejarla sobrevivir.
De otra parte, la
actuación del faraón militar confirma paso a paso que en las sociedades
autoritarias la soberanía es la mayor celada preparada por la historia a los
derechos del hombre: el foso que traza en derredor del Estado a fin de
garantizar su autonomía internacional sirve en el mejor de los casos para
mendigar con dignidad en el exterior un papel de peón en las afueras del
Imperio, tal y como la aristocracia rusa mendigara al zar en el siglo XIX el
reconocimiento del derecho a la “servidumbre hereditaria” para su exclusivo
uso; se trata, pues, de un foso útil sólo para separar el palacio de sus
siervos en el interior, y para ahondar la brecha entre legalidad y justicia,
entre poder y libertad. Sin una intervención de la comunidad internacional,
amparada en un nuevo marco jurídico reconocido por la misma, y hasta que un
cataclismo no modifique su rumbo, el destino de Egipto se halla abocado a
continuar escenificando ese cementerio de los muertos vivientes que una vez más
define la arena pública egipcia y que parece girar sin apenas tregua en el
carrusel de su historia.