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¿Primavera legal en Túnez?

OPINIÓN de Antonio Hermosa Andújar.-  ¿Se viste nuevamente de color la primavera en Túnez? ¿Vuelve a ser el pequeño país norteafricano el primero de la clase en el mundo árabe, como cuando se dotara en 1861 de la primera Constitución y se colocara, junto a Egipto, a la vanguardia de su modernización? Cuando intelectuales, empresarios, sindicatos y demás portavoces de la sociedad civil coinciden con los políticos propios y las cancillerías extranjeras es que el río suena, y ya se sabe lo que sucede cuando el río suena. El punto de la coincidencia es la vuelta de tuerca experimentada por el país con la próxima aprobación de la nueva Constitución, que devuelve a los tunecinos el sueño de un futuro común en libertad y en paz, tan lejos de la anarquía libia, la guerra civil siria o el militarismo egipcio. De no ser por la sombra de incertidumbre, cada vez más densa, que arroja la formación de un grupo armado que se ha hecho fuerte en las montañas próximas a la frontera argelina, y la amenaza terrorista que ha dejado su impronta en algunos centros urbanos, se diría que Túnez se halla ante un futuro casi elegido a la carta.


La previsible aprobación en los próximos días de la nueva Constitución no sólo pondría en evidencia la capacidad de la sociedad para reconducir el inmediato pasado, que tenía a Túnez con un pie en Libia y el otro en Egipto, sino que además lo dota de un objetivo común e identificable: la democracia. También de esto abundan las pruebas. La lucidez y valentía de decir no a una situación que abocaba a la guerra civil se revelan ahora en la disposición de los enemigos a hablar y acordarse entre sí, a aprovechar las diferencias interpartidarias de un lado, y las intrapartidarias de otro, para enfatizar lo común sin renegar de lo específico, a rehuir la violencia cuando los conflictos surjan, a renunciar a pretensiones hegemónicas por respeto a las minorías, o a evitar que la religión deshaga la política.

Encarnación de esa racionalidad y ese coraje lo sería el art. 6 del mentado proyecto constitucional, que “garantiza la libertad de conciencia y de creencia, y el libre ejercicio del culto”, una novedad radical allá donde el islam impera. En teoría, pues, se proclama la igualdad y consiguiente tolerancia de las diferentes confesiones religiosas; no se aplica al ateo el ostracismo moral que suele acompañarle allí donde manda alguno de los tres dioses únicos por boca de sus comandos, e incluso Alá se puede encontrar un día con la sorpresa de que alguna de sus ovejas ha descarriado al cambiarlo por otro de la competencia y no sólo no puede arrojarlo al fuego, con la debilidad que él siente por estas cosas, sino que debe respetarlo: la apostasía, en efecto, pasa a convertirse en derecho personal desde el momento en el que la libertad se extiende al culto.

Pero hay otras manifestaciones de tales racionalidad y coraje aparte del recién señalado: la proclamación de un Estado aconfesional se manifiesta en “el carácter civil basado en la ciudadanía, la voluntad del pueblo y la primacía del derecho” que se le atribuye (art. 2), o en el reconocimiento del pueblo como depositario de la “soberanía, fuente de los poderes” (art. 3), que exilia a la Sharía de su condición de fuente suprema del Derecho en los países de tradición musulmana. Junto a dicha manifestación jurídica cabe alinear alguna otra política, como el hecho de ser fuerzas de confesión musulmana las que, en apariencia al menos, aprueban mayoritaria y públicamente los artículos citados en aras de la convivencia pacífica y libre de todos los ciudadanos tunecinos, despojándose así consciente y voluntariamente de algunos cromosomas totalitarios presentes en su DNA; o como que el principal partido actualmente en el poder –que en realidad gobierna en coalición con dos partidos satélites minoritarios-, el Ennahda, la versión tunecina de la cofradía egipcia, haya renunciado a proseguir su mandato y aceptado en cambio su sustitución por un partido de tecnócratas al mando del actual ministro de economía, con el fin exclusivo de conducir el país a la celebración de elecciones presidenciales y legislativas antes del otoño.

¿Qué garantías hay de que el proyecto político contenido en ese jardín de rosas se haga realidad? El optimismo ambiente parece haber invadido la escena pública y se consolida de manera definitiva, según parece, cuando escuchamos la voz de los ciudadanos tunecinos expresándose sobre las delicias de la libertad: cómo ésta recrea un mundo nuevo, en el interior de las personas como en el de las ideas, dilatando el que hay por caminos que antes la represión, la censura y el miedo no dejaban ver ni hubieran aceptado querer. Aun así, conviene ser cautos en extremo. En primer lugar, porque no hay rosas sin espinas, y son cosas bien distintas, por mucho que el derecho contribuya a transformar la realidad, las libertades y la secularización proclamadas por la norma constitucional y su desarrollo en un contexto sociológico dominado por el poder de la tradición. Sin contar con que la letra de las normas tiene que habérselas con la letra de otras o con otras letras de las mismas normas y no siempre casan bien: el Estado tunecino no profesa el Islam pero la sociedad tunecina sí (art. 1); y ese Estado que no profesa religión alguna es declarado sin embargo (art. 6) “garante de la religión”, una fórmula en grado de llegar a ser tan vacía como para dejar en manos de quien gobierne el uso que se haga de ella. Añadamos que el artículo 1º de la futura Constitución reproduce el 1º de la de 1959, que si bien sirvió para mantener a Túnez independiente no lo rescató para la democracia: no confesional, sí, pero autoritario.

La idea misma de establecer un gobierno de técnicos apunta mucho de positivo, pero la explicación que Rached Ghannouchi, líder de Ennahda, da de ello le permite mentir con la verdad; así, al tiempo que alaba la decisión de salir del gobierno y la justifica en una “elección ética” por cuanto lo abandonan sin haber sido derrotados electoralmente, se permite el lujo de sufrir un ataque provisional de amnesia respecto de los desmanes cometidos por su grupo durante los dos años de dirección del gobierno. Y algún mal pensado llegará quizá hasta creer que el espíritu que llevó a acuerdos como ése, de ser sincero, habría podido llevar igualmente a la creación de un gabinete de coalición con la oposición, máxime al tratarse de un gobierno habilitado exclusivamente para preparar elecciones; y que desaprovechar una ocasión así, que además de mostrar vivo el espíritu de unidad otorgaría mayor legitimidad al nuevo gobierno de la que le da el ser un gobierno de tecnócratas, quizá esconda alguna actitud inconfesable.

Por último, cabe asimismo dudar acerca de la lealtad de los partidos musulmanes a los acuerdos, y no sólo porque no todos los quieren, dado que, como bien dice uno de sus clérigos sectarios, miembro de la Asamblea, los derechos establecidos facultan a los “discípulos de Satán” a propagar su veneno por el conjunto de la sociedad. Sino, sobre todo, porque Ennahda –al decir de Kamel Jendoubi, cofundador del Comité para el respeto de las libertades y de los derechos del hombre en Túnez- en 2008 no sufrió sobresalto alguno para suscribir el documento del Colectivo 18 de octubre a favor de las libertades, y luego se saltó su palabra a la torera e intentó islamizar el Estado en cuanto llegó al poder y el viento internacional –la victoria de sus congéneres egipcios y la financiación por el cavernario régimen qatarí- le era favorable.

Por lo demás, la realización del sueño legal expuesto depende de otros factores aún más delicuescentes que los recién citados. Ante todo, de los factores subyacentes al mismo, pues la colaboración que llevó a los acuerdos o el resultado de los mismos no proviene en ningún caso de un repentino ataque de democratitis experimentado por los partidos musulmanes, sino que fue el producto de las protestas masivas de los revolucionarios tunecinos que un día se vieron obligados a intentar una segunda revolución para reinstaurar la primera: la misma que había sido traicionada por los hoy tan demócratas que gestionaban el poder. La sociedad civil se rebeló contra el intento de hacer de Túnez un segundo Egipto, al igual que los propios egipcios lo harían después en su país y con un resultado en parte similar: la detención del proceso político en curso y su sustitución por otro. Aunque difirieran espectacularmente en el desenlace: en Egipto el pasado se hizo carne con el Ejército, un habitué político desde el siglo XIX, y en Túnez se llegó a las negociaciones que con tanta esperanza ilusionan. Que Ennahda no tuviera el poder de aplastar la oposición, que no haya un tercero en discordia, como el ejército, y la lección derivada del fracasado intento totalitarista emprendido por sus cofrades egipcios han sido determinantes para la conversión laica de la camada de Alá.

 Con todo, demos por buena tal conversión; aceptemos que la confesión de impotencia que es para todo autócrata el sentarse a negociar se ha tornado en disposición a hacerlo, como si el acto mismo de la negociación hubiera obrado el milagro de seducir al negociador a pesar de sus prejuicios o de su ideología. ¿Hasta cuándo durará el hechizo, hasta cuándo resistirá el buen musulmán el ataque que él mismo está prodigando a su religión practicando la democracia? Porque, si observamos atentamente el significado del fenómeno, un musulmán que acepta la privacidad de la religión, la tolerancia donde el islam es mayoritario, la crítica racional al valor de la tradición, etc., es un musulmán que, en parte, está dejando de serlo: ¿hasta cuándo, pues, estará dispuesto a transigir? Porque será entonces, y sólo entonces, cuando adquiera vigor esa distinción tan en boga entre la progresía que distingue islam e islamismo, como si el primero fuera inocente respecto de la violencia del segundo. Sólo entonces será posible pensar en la coexistencia de islam y democracia.

Así pues, el peligro de una guerra civil dista de haber sido conjurado en Túnez, si bien la mera declaración formal de aceptación de la libertad amplía eo ipso la consolidación de la misma. No obstante, se habrá de conceder al tiempo, ese chivato privilegiado de todo lo oculto, un plazo prudencial que nos capacite para, observando el comportamiento de los diversos actores, elucidar finalmente sus intenciones.




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