OPINIÓN de Antonio Hermosa.- ¿De qué pueden hablar dos sujetos que se odian; que necesitan de un mediador para hablar? (“Le hablamos al mediador de Naciones Unidas y ellos [la contraparte] hacen lo mismo”, explicaba Boutheïna Chaaban, de la delegación de Asad, a un periodista). Y cuando el odio es la premisa de la conversación, ¿a qué acuerdos es posible llegar? ¿Y qué valor tendrían los supuestos acuerdos si en la sola semana de negociaciones la muerte, que presume en Siria de un ejército de más de 130.000 soldados, ha engrosado sus filas con 1.300 más, medio centenar de ellos civiles? ¿Qué credibilidad produce un gobierno que mientras habla de paz prosigue su idilio con el crimen y la destrucción, arrasando barriadas enteras de hipotéticos partidarios de la oposición, es decir, de la contraparte que negocia con sus legatarios?
Las negociaciones
han terminado como la lógica reclamaba,
es decir, sin acuerdos de ningún tipo, a no ser que se consideren tales el
minuto de silencio guardado al inicio de las mismas por ambas delegaciones por
las víctimas del genocidio y la doble promesa del régimen, la incumplida
(permitir la salida de 500 familias del centro de Homs por razones
humanitarias) y la indefinida de aceptar quizá un nuevo encuentro en Ginebra
para el día 10 de este mes. Sería como vestir el cinismo con los paños de la
esperanza.
Y la esperanza se
invoca por el simple hecho de que las partes se han reunido y, aun por persona
interpuesta, hablado. En este punto, que los intentos por seguir un orden del
día marcado por Ginebra I se hayan volatilizado por la animadversión y la desconfianza
de las partes; que, por ejemplo, la oposición haya insistido en la formación de
un gobierno de transición pasando de puntilla por las cuestiones humanitarias,
o el régimen haya tachado a sus miembros de terroristas, parecen sendos flatus vocis acordes a la situación. Se
diría que se tratase de un simulacro preconcebido en el que el descontado
fracaso en lo negociado compensaría
el logro de haber celebrado la negociación; se diría que llegar a hablar era lo
importante aun a costa de lo que se dijera.
Admitamos sin
reticencias la importancia de negociar cuando quien manda es la fuerza: desde
un punto de vista político equivale a una confesión de impotencia por parte de
un tirano sentarse a convencer a un
señor que tiene enfrente y al que en el mejor de los casos le habría encantado
encontrárselo con una soga al cuello y los pies colgando; además, negociar
corre el riesgo de crear con el tiempo un método con el que resolver
conflictos, un método que, a su vez, corre el riesgo de cristalizar en una costumbre
en la cultura política afectada. Desde un punto de vista ético se estira hasta
la idea de que los conflictos son connaturales a la vida y que ni ellos ni las
creencias, ideas u opiniones subyacentes forman parte sin más de la leyenda del
mal. Psicológicamente, ese nuevo
mundo inspira autoestima, confianza, madurez en el ciudadano, y la proverbial
tranquilidad de que no hay una bala perdida disparada por un oponente con la
fecha de caducidad de la vida de alguien inscrita en ella.
Con todo, milagro habrá si negociar no constituye
el fin exclusivo de la negociación, y el acuerdo sigue a las palabras como el
efecto a la causa. De ahí que no comparta la opinión de Ahmad Jarba, presidente
de la Coalición Nacional Siria, cuando afirma que el régimen se halle “al
principio de su final” por el mero hecho de haberse sentado a negociar (aunque
sí comparto otra: la de que Asad ha querido, bajo presión del aliado ruso,
participar en las conversaciones de Ginebra, aunque sin comprometerse a
alcanzar acuerdos, “pues sabe que constituirían su fin”). Que, valga el caso,
gobierno y oposición no hayan llegado a un acuerdo común ni siquiera en cómo
combatir a las milicias yihadistas, enemigas de ambos y partidarias sagradas de
la violencia, es testimonio de un impasse
en la situación tanto más grave cuanto la prolongación de la guerra la hace
cada vez más incontrolable y acelera la tragedia de extender el incendio más
allá de las fronteras sirias. Si en este contexto lo único que pasa por la
mente del gobierno sirio es tildar a la oposición moderada del Ejército Libre
Sirio de terrorista, lo que entonces se evidencia es hasta qué punto el odio ha
calcinado de la misma todo resto de prudencia. Si así están las cosas, que
empeoren no se deberá sólo a la ley de Murphy.
Por lo demás, no
podemos realmente decir que la
negociación, bien que saldada sin acuerdos, no haya producido resultados. A lo largo de la semana, los
miembros de la delegación oficial no ocultaron su debilidad por sus homólogos
opositores, a los que piropearon sin arrobo calificándoles de “traidores” y
“agentes a sueldo del enemigo”; y con el mismo gusto se despacharon respecto de
la ONU y el gran Satán, e igualmente
de Qatar, Arabia Saudí o Turquía, etiquetándolos amablemente de “países
terroristas”. Naturalmente, en un caso así, es un deber para tan eximios
representantes de la justicia olímpica no dar pábulo a las afirmaciones
contenidas en sendos informes redactados, el primero por Human Rights Watch, que acusa al régimen de asesinar y torturar
sistemática a ciudadanos sirios, y el segundo por un equipo legal y otro
forense, que basándose en el material gráfico aportado por un ex funcionario al
servicio de la policía militar del gobierno sirio (p. 4), duplica la acusación
de la organización humanitaria, añadiendo que las pruebas aportan indicios
suficientes para acusar al régimen sirio de crímenes contra la Humanidad y de
crímenes de guerra (p. 21). Mientras observamos si las nuevas pruebas movilizan
la conciencia de las potencias contra un criminal homófobo, falto de todo
escrúpulo, o, al contrario, siguen la suerte de las anteriores, lo que sí cabe
aseverar es la escisión sin retorno en los países musulmanes, es decir, que la Umma es un vaporoso fantasma de la escena internacional o, si se
prefiere, que a Alá y su profeta en este ámbito parece que se les acabó la
batería a la hora de movilizar comportamientos estatales, bien que permanezca
intacta en tanto fuente de inspiración de los que tan graciosamente asesinan en
su nombre.
La ciudadanía
siria, por tanto, mostraría probablemente mayor complacencia hacia unas
negociaciones en grado de conjurar la violencia que, como una segunda piel, sin
tregua la amenaza desde va para tres años. Y a tales efectos, lo mejor es no ir
pensando en un continente vacío de contenido, que un buen día ponga ante la
platea de la opinión pública a los nietos de los legatarios de hoy pugnando por
el destino en el poder de Asad-nieto. A tales efectos, digo, lo mejor es trazar
una agenda, a debatir en una conferencia sin pretensiones de eternidad, en la
que junto al arbitrio de soluciones para los problemas humanitarios urgentes y
al cese inmediato del fuego, el futuro próximo del país se convierta en el
objeto de culto de la misma, y en él cuestiones como la protección de las
minorías o la creación de un sistema político integrador susceptible de
reconciliar una población hoy escindida y enemiga componen dos urgencias por
resolver, esto es, dos desafíos a la imaginación y la voluntad para impulsar de
consuno en la dirección adecuada. Que difícilmente será otra que la
instauración de un régimen democrático en el que la tutela de los derechos
humanos suponga la pieza angular del mismo, siempre y cuando se quiera evitar
una deriva a la egipcia en el caso de que una fuerza suní logre amalgamar en
torno a sí el voto político por motivos de religión, y dé alas al 70% de la
población para jugar al ratón y al gato con el resto. O que establezca la
división de poderes y el principio de legalidad, en tanto no se aspire a
reproducir la situación actual con otros gobernantes.
Resulta además
ridículo que un país que carece ya de soberanía sobre sí mismo organice una
conferencia que la mantiene como supuesto al proponerse resolver sus problemas.
Quiero decir: en las futuras negociaciones no sólo deben participar las partes
que representan a la actual población siria, sino también representantes de
países de la región, a los que el conflicto sirio ha casi desestabilizado, como
es el caso de Jordania, o en los que ha repercutido sensiblemente en sus asuntos
internos, como Turquía. Como sería de desear que no quedaran fuera de las
mismas las grandes potencias, pero en cuanto miembros de Naciones Unidas, a fin
de aportar una garantía suplementaria a un proceso que sin la contribución
internacional corre el riesgo no sólo de eternizarse, sino, aún peor, de
multiplicarse.
Bazas importantes
del mismo son, a nivel interno, las garantías de las minorías, incluida la
alauita, lo que posibilitaría divorciarla de la figura de Asad; y, a nivel
externo, la mejora de las relaciones con Irán, que permitiría al país de los
ayatolás separar desde el primer momento la persona de Asad de la del gobierno
sirio, y de este modo apartar a la figura simbólicamente más importante y
políticamente más nociva del proceso de pacificación. Una vivencia esa
igualmente al alcance de Rusia, su otro aliado incondicional.
O intervención
externa en Siria o prosecución de la matanza a la espera de la extensión de la
guerra y de las milicias del terror por los países colindantes. No parece que
sean muchas más las opciones que la paz, y aun la propia supervivencia del
país, dejan al pueblo sirio.