OPINIÓN de Antonio Hermosa.- “Nosotros,
representantes del pueblo tunecino, miembros de la Asamblea nacional
constituyente (…) obrando en pro de un régimen republicano democrático y
participativo en el cuadro de un Estado civil y gobernado por el derecho, y en
el que la soberanía pertenece al pueblo, que la ejerce sobre la base de la
alternancia pacífica por medio de elecciones libres y del principio de la
separación y del equilibrio de poderes; en el que el derecho de organizarse,
fundado sobre el principio del pluralismo, la neutralidad administrativa, el
buen gobierno y las elecciones libres constituyen el eje de la competencia
política; en el que el Estado garantiza la supremacía de la ley, el respeto de
las libertades y de los derechos del Hombre, la independencia de la justicia,
la equidad y la igualdad en derechos y deberes entre todos los ciudadanos y
todas las ciudadanas, y entre todas las categorías sociales y las regiones…”.
Esas palabras, que esculpen el
nuevo Estado tunecino con el mejor mármol democrático, forman parte del Preámbulo de la nueva Constitución con
la que Túnez aspira a dirigir su futuro.
¡Un Estado democrático surgido
de la cooperación de fuerzas musulmanas y laicas! ¿No tiene nada que decir
ahora toda esa rancia caterva de dirigentes mayores y menores que desde los
diversos países musulmanes han ido toreando durante decenios los reclamos,
internos y externos, de modernización de sus sociedades? ¿Dónde han ocultado de
golpe las consignas con las que los tildaban una y otra vez de intentos de
injerencia occidental en sus culturas, como si las culturas fuesen destinos, el
cambio sacrilegio, y cambiar en el sentido de la libertad, sometimiento? ¿Con
qué burka ideológico embozarán ahora
su resistencia a acomodar sus sociedades a los principios abiertos de las
organizaciones internacionales a las que pertenecen por voluntad propia? ¿Darán
cuerda a Alí Larijani, el presidente del parlamento iraní, que en plena fiesta
de la democracia en Túnez lanza proclamas “anticoloniales”, es decir,
antioccidentales; acusa indirectamente, y en el país que las inició y que
celebra la suya, las revoluciones de la primavera árabe de títeres y a Estados
Unidos de titiritero que las pone al servicio de Israel; e insta a los países
musulmanes a la “resistencia” y a “unirse” entre sí, en pleno ataque de amnesia
respecto de las pulsiones hegemónicas del suyo? ¿Le darán cuerda y se sumarán a
su rueda?
¿Y dónde hundirán la cresta los
multiculturalistas que les jaleaban, los que se oponían a que la democracia
traspasara el telón ideológico de acero con el que quienes mandan en Alá y su
profeta prevenían a sus huestes de su dignidad de humanos: ésos, en suma, que
arremetían contra los derechos del hombre y contra la democracia al acusar a
sus promotores de eurocentrismo? ¿Es
posible concebir a alguien en su sano juicio negando a un individuo la
capacidad de decidir sobre su vida; y a más, los que sean, cooperar sobre sus
vidas en común: y es posible concebir a alguien tan necio como para ignorar que
sin derechos tales individuos se quedarían en la sombra o en el deseo frustrado
de sí mismos? Que un sujeto o un pueblo habituados a obedecer y descabezados
por tiranías políticas y religiosas se estrellen contra la libertad al
encontrarse con ella, ¿significa acaso que se estrellarán contra ella siempre,
que las nuevas generaciones seguirán en eso a las anteriores: que la mente y la
voluntad humanas se rigen por leyes físicas?
¿Cómo reaccionarán unos y
otros, quienes esclavizan y quienes los justifican, tiranos tanto aquéllos como
éstos? ¿Desearán el fracaso del experimento? ¿Esperarán al mismo para relamerse
en sus augurios y buscar de nuevo la complicidad de la experiencia para
naturalizar la historia? ¿O aprenderán de una vez que un posible fracaso no
dicta ley ni siquiera para el náufrago de la aventura?
Mientras ambas estirpes de
torturadores de la dignidad humana disimulan la terrible herida que la realidad
ha infligido a sus creencias, los tunecinos gozarán de los derechos y
libertades occidentales, vale decir,
universales, y en su vida personal, en su trato con los otros y en sus
relaciones con los poderes públicos un nuevo conjunto de fuerzas a su
disposición les volverán irreconocibles ante sí mismos cuando se miren en el
espejo de su pasado, incluido el más reciente. La igualdad entre mujeres y
hombres, venciendo las reticencias atávicas del Islam a ese respecto; la
proclamación de los derechos políticos, civiles, económicos, sociales,
culturales y ambientales, entre ellos el hito en verdad sacro de la libertad de conciencia y de culto; el impulso de la
juventud y de la autonomía personal en contra de todo paternalismo estatal, por
esencia autoritario; la supeditación del poder a la libertad y al derecho,
etc., configuran, al menos sobre el papel, la nueva fisonomía de la sociedad
tunecina, apenas reconocible en la de cualquier otro país árabe o musulmán,
salvo quizá Turquía, que parece recorrer el camino inverso. Una fisonomía que
se quiere duradera desde el momento, como se aludió, en el que el constituyente
priva al legislador de toda autoridad para “enmendar los derechos del Hombre y
las libertades garantizadas en esta Constitución” (art. 49).
Por lo demás, una vez
reconocida la ilusión, conviene
también no engañarse con ella. Una Constitución es una condición sine qua non para el cambio democrático, pero no es la
única y quizá tampoco la más importante. Una Constitución crea y tutela la libertad
en la legislación, y al hacerlo, cual revolución
normativa, inaugura un tiempo nuevo en la vida de un país, funda otra etapa
histórica; pero es el uso que la ciudadanía hace de dicha libertad al convivir
lo que en la práctica la recrea y consolida. Y es la práctica el criterio que
valida las gestas de la teoría cuando
acredita la adquisición por parte de los ciudadanos de cualidades como la
responsabilidad personal, o de usos y hábitos acordes a la libertad que
anuncian su existencia en el respeto y la tolerancia con el diferente.
La Constitución, por tanto,
constituye un acto capital del pueblo tunecino con el que él mismo pone fin a
medio siglo largo de dictadura, encarnada en nombres como los de H. Burguiba y
Ben Alí; dispone un nuevo entronque geográfico, histórico y cultural con el
Magreb, cuya unidad propone; se contempla a sí misma, pese a la revolución
normativa que conlleva, como una fiel aliada de su historia; y, desde luego,
subraya su vínculo político con la Primavera Árabe, de la que se considera
cristalización legal y política, a la par que heredera y preservadora de su
legitimidad. En este punto, la Constitución es el instrumento con el que la Primavera aspira a garantizar su futuro
frente a eventuales atentados de los administradores de turno, como el de Ennahda antes de que la segunda
revolución lo frenase en seco, o frente a la tentación golpista de quien
debiera ser su defensor oficial. Mas se trata de una esperanza vana, por cuanto
el futuro nunca puede fijarse con una ley actual y, por otro lado, forma parte
de la esencia de la fuerza no reconocer más legitimidad que la impuesta por
ella. El ejército egipcio, repentinamente convertido en ejército tunecino, no
dejaría de imitarse a sí mismo en su actual
país sólo porque una ley descalifica de antemano su instinto golpista. En
cuanto producto jurídico, en suma, la Constitución es, ciertamente, todo eso y
más…
… O casi. En efecto, la promesa de democracia con la que la
Constitución pretende anudar pasado y futuro en Túnez dista de ser una realidad
por el hecho de haber sido proclamada por ella; más aún, constituye el
auténtico nudo gordiano que el país debe cortar y, a nivel general, la prueba
de fuego más inmediata acerca de si para el Islam es posible o no
democratizarse. A mi juicio, cuando la Constitución establece dicho credo como
el oficial de Túnez (art. 1), o cuando consagra al Estado como “guardián de la
religión” (art. 6), ya está sembrando la simiente de futuros conflictos si esa
religión no es la oficial; pero, además, sea cual fuere la religión de la que
habla, el conflicto ya está garantizado cuando en este último artículo sanciona
asimismo “la libertad de creencia, de conciencia y el libre ejercicio de los
cultos”, y no sólo porque la libertad corrige el desequilibrio fijado en el
primer artículo a favor del Islam, sino, y sobre todo, porque una conciencia
libre, si de algo se libera al serlo, es precisamente de la religión: de todas
ellas, sea cual sea el dios único al que cada una venere.
Islam y libertad de creencia o
de conciencia son naturalmente incompatibles; como lo son Islam y las
libertades de opinión, pensamiento y expresión, etc., reconocidas en el art.
31, o “las libertades académicas y la libertad de investigación científica”
sancionadas por el art. 33. Un sistema de verdades cerrado y un sistema de
normas totalitario –sistemas ambos muy poco sistemáticos,
a decir verdad- no sólo son incompatibles con la ciencia y la libertad: son,
por excelencia, su enemigo. El Islam protege a Mahoma y la libertad protege a
quienes lo caricaturizan; el Islam protege al creyente y la libertad también,
pero además al ateo, al idólatra y al apóstata; el Islam persigue los Versos satánicos, la libertad protege a
Salman Rushdie: ¿cómo puede una Constitución jurar fidelidad a su pasado histórico
en un país que reconoce en el Islam un hito básico de su historia?
Eso significa que cuando los
diputados islamistas han votado la Constitución eo ipso han dejado de ser islámicos a la manera en que lo fueron
hasta ahora. Ya han cambiado, y han hecho cambiar a una religión dogmática
según el único procedimiento habilitado al respecto: hacerle decir otra cosa;
que es, irónicamente, el poder de que disponen los seres humanos para manipular
los libros a los que ellos mismo santificaron: y, por ende, a los dioses que
ellos mismos crearon. Es ese poder constituyente religioso, del que los seres humanos nunca podemos desprendernos
del todo aun queriendo, la vía por el que el Islam y los musulmanes se han
democratizado repentinamente en Túnez. El problema ahora, al objeto de saber si
Túnez será realmente un modelo,
además de serlo ahora, es comprobar
si los mismos creyentes que han hecho una parcial y momentánea apostasía de su
religión siguen por ese camino o reniegan de su compromiso democrático para
volver a su genuina fe. Resolverlo es, pues, cuestión de tiempo: y será él
quien nos diga si los diputados que abandonaron llorando la asamblea cuando se
votaron los artículos libertarios vuelven o no a ella con una sonrisa en los
labios que anuncie venganza.