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Realidad y ficción

OPINIÓN de Raúl Wiener, Perú.- Bogotá noviembre de 1992: asistía a un seminario sobre “realismo mágico”, que en una de sus sesiones pidió a los participantes leer dos escritos, que eran extractos de algún texto más amplio, cuyo autor no se mencionaba. El primero, contaba una escena de la revolución mexicana en la que uno de los jefes revolucionarios practicaba puntería con cabezas humanas que estaban clavadas en unas estacas que corrían paralelas a la línea del ferrocarril. Sobre los cráneos se posaban los gallinazos que salían volando cuando las balas los hacían estallar en varios pedazos.

El segundo, era un reporte sobre un hospital de cáncer, en la ciudad de Taskent, en la Unión Soviética en 1950, en el que los enfermos están sometidos a una disciplina rigurosa, contradictoria con la gravedad de su enfermedad, y en el que el director se limitaba a enviar un informe semanal sobre los muertos que se iban produciendo durante su gestión.

La tarea consistía en señalar cuál era un material periodístico “realista” y cuál una “ficción”. La mayoría encontró irreal el escrito sobre México y realista el de los enfermos de cáncer. Los organizadores presentaron entonces el libro de John Reed, “México Insurgente”, y el de Alexander Solchenitzyn, “Pabellón de cancerosos”, de dónde se habían escogido los textos sobre los que habíamos tenido que opinar.

Reed, por supuesto, creía en eso del periodismo hiper-realista, y el tirador que apuntaba a los cráneos de sus víctimas a las que asesinaba por segunda vez era su testimonio de una guerra tan brutal que parecía inventada. El escritor ruso, a su vez, había disfrazado como una historia real, lo que era una descripción de las relaciones de poder en la época de Stalin y lo que parecía una crónica de un hospital era una crítica del régimen autoritario.

A continuación vino otro momento del seminario que consistía en relatar alguna noticia sobre cada uno de nuestros países que pudiera encajar en lo real-maravilloso, es decir que fuera verdad pero difícil de creerse.

Cuando llegó mi turno, dije que no podía hablar de una sola cosa, y solté en medio del asombro de los asistentes, el tema del chinito que nadie conocía que se hizo presidente; el shock que no iba a haber y que fue el más grande del mundo, con un galón de gasolina que subió treinta veces de precio en una sola noche; el golpe de Estado, que nos cayó una noche de domingo, y que la mayoría aplaudió porque creía que nuestro problema era de gobierno débil; el coche bomba de Tarata que nos hizo sentir que estábamos en manos de Sendero; y la captura de Guzmán, menos de tres meses después que cerró, de un día para otro, la guerra que nos asfixiaba.

Todo esto era real y, aunque no parecía tan maravilloso, era bien difícil de creer.





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