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¿Y si las elecciones no fueran la democracia?

OPINIÓN de Pascual Serrano.- En su libro Cuba y la lucha por la democracia(Hiru, 2004), el que fuera embajador de Cuba en la ONU, ministro de Relaciones Exteriores y presidente de su Parlamento, Ricardo Alarcón, expresa su indignación por “esa perversa inversión de los términos que hace que los Gobiernos que respetan el democracímetro, aunque su población carezca de los más elementales derechos, y ni siquiera tenga la oportunidad de participar realmente en la gestión de los asuntos públicos, sean considerados democráticos, mientras que otro, que con todos esos derechos garantizados, y con cuotas de participación que ya quisieran aquellos, es, a los ojos del mundo, una dictadura”.

Se trata del “enfrentamiento entre dos formas de entender la democracia: la manera de Charles de Montesquieu y la manera de Jean Jacques Rousseau. La primera rinde culto a las formas, a la separación de poderes, a la garantía de los derechos civiles, al sufragio ritualista y formalista y a la representación como la forma de controlar a la muchedumbre; la segunda, a la participación, a la soberanía popular, a la ley como expresión de la voluntad general y el ejercicio de los derechos ciudadanos como el mejor modo de garantizar la felicidad de los hombres”. Para Rousseau “era imposible la democracia en una sociedad donde unos pocos tuvieran demasiado y muchos carecieran de todo”.

La mitificación electoral ha dejado en el camino detalles que ya permiten afirmar que ni siquiera el supuesto carácter representativo de los elegidos se cumple. En el caso español, los jueces ya han demostrado que tanto el PSOE en los tiempos de Felipe González, como el PP con José María Aznar y Mariano Rajoy, financiaron las campañas con las que ganaron las elecciones -tanto generales como autonómicas- con dinero ilegal. En Italia, el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional en diciembre de 2013 la ley electoral aprobada en diciembre de 2005 con la que los italianos han estado votando las tres últimas elecciones generales.

Es decir, los gobernantes españoles se auparon al poder con dinero negro y los italianos con leyes inconstitucionales. ¿Dónde queda entonces la legitimidad democrática? ¿Por qué los ciudadanos de estos países deben aceptar a esos diputados, ministros y normas que aprueben?

Es hora de que nos sacudamos el prurito que impide denunciar el hipócrita ritual electoral que en occidente gustan llamar democracia. Las evidentes injusticias y el abandono de los derechos sociales nos llevan a poder afirmar que las llamadas democracias representativas son una farsa que es necesario desmontar.

El desinterés ciudadano salta a la vista: en las elecciones italianas de mayo de 2013 votó menos del 45 % de los electores. Ha habido elecciones al Parlamento Europeo que no han conseguido, en algunos países, llegar a una participación del 20% del censo electoral, incluso alargando la jornada electoral dos días. Los gobernantes se aúpan al poder con el apoyo de menos de uno de cada cinco electores. La abstención no solamente se oculta para impedir que se muestre la invalidez del modelo representativo, sino que se fomenta con declaraciones o argumentaciones por parte de los gobernantes del tipo de “los mercados exigen tomar estas medidas” o “debemos adoptar indecisiones impopulares”. Pero los mercados no tienen derecho al voto y la impopularidad es incompatible con la democracia, con el pueblo.

El sistema se blinda para seguir manteniendo la farsa. No se aprueban jamás leyes que obliguen a los gobernantes a cumplir las promesas que esgrimieron para salir elegidos, ni se establecen sistemas que impidan revocar los mandatos hasta nuevas elecciones por mucha impopularidad y descrédito que haya acumulado un cargo.

Es evidente que no se pueden debatir y aprobar leyes sin un sistema de representantes. En anteriores ocasiones he defendido el voto como método -no el único- de participación y cambio político, pero también hay que insistir en que la mera formalidad electoral, burlada con sistemas electorales injustos, campañas electorales corruptas y manipuladas por un sistema informativo sesgado, incumplimientos impunes, ausencia de mecanismos de participación ciudadana entre períodos electorales, desprecios sistemáticos de la opinión pública y ausencia de derechos sociales que garanticen un voto en libertad, no es democracia.





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