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El acuerdo intrapalestino y el Gobierno israelí

OPINIÓN de Antonio Hermosa.- Tras escuchar durante años por parte de portavoces del gobierno de B. Netanyahu que era imposible negociar con un interlocutor que hablaba en dos idiomas opuestos, ahora que los antiguos enemigos deciden reconciliarse va el primer ministro israelí y lo primero que se le ocurre es dar un portazo a las negociaciones de paz y suspenderlas hasta que el Vaticano gane un mundial. ¡Para lo que habían servido en estos ocho meses, dirá alguien, bien se podrían interrumpir! Pero no, no ha sido ésa la razón esgrimida, sino la de que la reconciliación palestina ha producido un brutal ataque de celos en el Gobierno israelí, que se ha sentido compuesta y sin novio: ¡la ha preferido a ella en vez de a mí!, ha sido la airada reacción de la doncella; y sabiendo, además, que “con Hamás no se puede hablar de paz”, como ha dicho Tzipi Livni, ministra de asuntos exteriores. En fin, inaudito e intolerable, oiga.

Parece, pues, que nos quedamos sin redondear la “oportunidad” aludida por Livni de dar a la paz una oportunidad, aunque, bien mirado, igual sin reconciliación tampoco habría habido redondeo, dado que el plazo para negociar expiraba dos días después del abrazo palestino y sin muchos grandes éxitos que contar a los nietos, por cuanto el Gobierno israelí no había procedido a liberar a todos los prisioneros palestinos a que se había comprometido y, por si fuera poco, seguía concediendo su venia a colonos deseosos de tener su chalecito en tierras palestinas. Por lo visto, en fin, tampoco con Abbas cabe “hablar de paz”.

Y por cierto: ya que con Hamás no se puede hablar de paz, ¿de qué ha hablado el primer ministro con ellos durante los cinco años en el cargo cada vez que su gente se reunía con tales innombrables? Porque, eso sí, la impresión de tomarse en serio la cosa, la daba; y los acuerdos sellados tras las conversaciones y ejecutados después la refuerzan. Y si de ahí pasamos a evaluar las rentas obtenidas por las facciones palestinas en sus negociaciones con Netanyahu, entonces ni hablemos: ¿pasa por alto el primer ministro contar a cuántos milicianos de Hamás, y cómo, ha liberado, frente a las pocas decenas que le ha conseguido sacar, y cómo, la Autoridad Palestina? Sólo por curiosidad: ¿con quiénes hablarían los emisarios del gobierno israelí en las negociaciones que pusieron fin al secuestro del soldado Gilad Shalit en 2011 y broche de paz a la Operación Pilar Defensivo, durante el gobierno del liberal Morsi en Egipto, en 2012? ¿Con Alá directamente? No consta. ¿Y entonces? ¡Ah, quizá es que sí quepa hablar de paz con quienes no cabe hablar de paz en ciertas ocasiones, aunque no en otras; o bien de ciertas paces sí y de ciertas paces no!

Y bien, vale, ha habido un acuerdo de reconciliación palestina: ¿es como para lanzar aullidos de desaire por parte israelí o como para tirar cohetes de alegría por parte del rival? En estos siete años de, por lo general, sorda guerra civil entre las facciones palestinas ya hubo intentos de recomponer la unidad: en El Cairo (2011); en Doha (febrero de 2012) y de nuevo en la capital egipcia (mayo de 2012), todos ellos con los resultados esperados, lógicamente. Ahora, en cambio, sí se ha conseguido, y en sólo dos días: el estupor, naturalmente, sería mayor si al igual que los reiterados fracasos denotan la profundidad de la división, la reiteración de intentos no denotara la profundidad de la intención de superarla. El logro del acuerdo siempre tendrá que ver con dicha intención, pero lo vertiginoso del mismo se debe muy probablemente a otros factores, regidos por la indeterminación –formación inmediata de un gobierno quizá de técnicos, que debe llevar a la convocatoria de elecciones en un mes y remisión de los asuntos espinosos a una comisión que los debatirá- y la necesidad: por parte de Abbas, la de terminar las negociaciones con algo más que las sólitas manos vacías con las que suele presentarse ante su gente; por parte de Hamás, la de superar el creciente desprestigio que lo aísla de sus antiguos seguidores y el aún mayor aislamiento al que lo ha confinado el nuevo rumbo político de Egipto, y que una vez más ha vuelto a transformar la geografía en destino.

Pero los problemas perviven, a empezar incluso por el de las prácticas políticas de una facción y otra: los presupuestos de la Autoridad Palestina, por ejemplo, son claros y conocidos; los de Hamás, en cambio, aparecen envueltos en el misterio con el que recubre la pulsión de su odio manifiesto a Israel, una patología malsana a la que cada vez cuesta más trabajo sobrellevar su idilio con el tiempo. Es sólo un caso. Pero hay más. Y si, además de malsana, dicha patología fuera también incurable; si en el nuevo contexto la eterna afirmación dogmática por parte de la banda de Hamás de que nunca reconocerá a Israel permanece en vigor, de poco servirá la probada voluntad de unión para preservar la recién fundada unidad: como mucho, para alegrar el día al conjunto del gobierno israelí, además de para regalar vanas esperanzas a quienes la desean. La unión hará la fuerza de las partes si ambas cambian con ella: en aras de mantenerla. Y, desde luego, la que más ha de cambiar es la actualmente dominante en Gaza.

En realidad, y si bien todo está por decidir, incluida la suerte de la reconciliación, algo ha cambiado ya si Mahmud Abbas no miente o se ha desembarazado por completo de la obcecación de sus antiguos tiempos pre-seniles. Porque éste, el mismo que ahora afirma con una claridad desconocida en la dirigencia palestina su execración de la Shoah, que antaño negara, ha declarado igualmente que él presidirá el nuevo gobierno y mantendrá los viejos compromisos: reconocimiento del Estado de Israel, repudio de la violencia y respeto a los acuerdos de paz. Si ello es así, la Hamás de ahora, tras la formación del gobierno anunciado, ya no será la Hamás del pasado; si traicionara un compromiso voluntaria y públicamente contraído con la comunidad internacional se habría hecho el harakiri de manera definitiva; y si respeta la palabra de Abbas, se lo habrá hecho ya. Bien mirado, incluso cabría pensar que tal sea el objetivo de Hamás a corto y medio plazo a fin de –renovada– sobrevivir, si no fuera porque ello implicaría el sacrificio de su éticamente oxidada y reprobable élite dirigente, la cual probablemente no esté por la labor. Con todo, zorros políticos viejos como son sus miembros, es probable que si el invento funcionase, y sin recurrir a la lógica democrática, postulen un cambio radical nada gattopardesco a fin de mantener posición y privilegios durante la transición.

Hamás, por tanto, se encuentra en un estadio decisivo en su devenir: con su propia existencia mucho más en peligro que la de su muy odiado enemigo externo; su posición disminuida ante su odiado enemigo interno, su prestigio decaído ante sus propios fieles y su influencia debilitada cuanto su prestigio. Podría tranquilamente desaparecer, o bien metamorfosearse en algo bastante distinto de lo que es si desea pervivir; en este punto resulta incomprensible que el gobierno israelí no eche una mano favoreciendo las negociaciones de paz al objeto de hacer de la necesidad virtud. Mas a pesar de la gran defección israelí, las próximas elecciones a celebrar en ambos territorios, fruto directo del acuerdo de reconciliación, medirán el statu quo de ambas fuerzas políticas y nos dirán cuáles deban ser sus próximos objetivos, así como el papel de la paz en su seno.

Así las cosas, esto es, con el proyecto de reconciliación claramente establecido –y, al tiempo, con las dificultades implicadas en su preservación y las oportunidades abiertas con su establecimiento–, el gobierno israelí, ahora que por fin el enemigo puede hablar con una sola voz, como él mismo tanto y tan legítimamente exigiera, sale huyendo en estampida de las negociaciones. ¿Ha sido a pesar del acuerdo o justo por su causa? De otra manera: ¿quiere el gobierno de Benjamin Netanyahu la paz? La respuesta, a mi juicio, es sí y no. Y más no que sí. Y la fuente de semejante ambivalencia, y de su ambigüedad consiguiente, hay que buscarla en la sociedad israelí.

Una de las paradojas más asombrosas de Israel promana de la fortaleza democrática de sus instituciones (a pesar de las reacciones pro-tradicionales a cada paso del movimiento modernizador), adquirida en cambio en una sociedad extraordinariamente escindida por mor de su heterogeneidad. Y los clivajes de la sociedad se trasladan directamente a la política, donde repercuten dejando en ella su poso de incertidumbre y de fragilidad gubernamental, dada la estricta proporcionalidad que rige la ley electoral. El sistema político produce estabilidad gubernamental, pero ésta se resiente más de lo debido de las escisiones señaladas, a las que no consigue dar solución.

El actual gobierno de Benjamin Netanyahu somatiza a la perfección tales consecuencias sociales, de las que apenas es algo más que su altavoz político. Eso significa de hecho que, en relación con la paz, la cuestión no es si el gobierno la quiere, sino, peor aún, si la puede querer. Así, la gran coalición gubernamental habría podido explotar por cada uno de sus polos sin la coartada de la reconciliación; la extrema derecha se mostraba dispuesta a actuar su amenaza de abandonar el gobierno –es decir: de hacerlo caer– si éste liberaba nuevos prisioneros o detenía el proceso de colonización, en tanto la izquierda del Likud habría actuado igual si el gobierno hubiera renunciado a proseguir con las negociaciones. En ambos casos, aunque por razones opuestas, se habría llegado al mismo resultado.

Constatado esto, la excusa del gobierno israelí suena a cinismo y a hipocresía, pero aún más a impotencia; los palestinos tendrán así todo el derecho a plantearse si les valdría la pena negociar con un interlocutor que habla a la vez en dos idiomas opuestos, en tanto la comunidad internacional contará el tiempo para ver cuándo un problema que debió resolverse en una negociación se envenena e intenta saldarse mediante la violencia.




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