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La teología política del indianismo a través de las experiencias en Bolivia

Por Franco Gamboa Rocabado, Bolivia.-  En el siglo XXI, el indianismo es una ideología que está en la misma médula del sistema político boliviano. Adquirió notoriedad con la llegada al poder de Evo Morales (2005-2015), quien convirtió el simbolismo aymara y quechua en una estrategia hábil para promover su reelección y un caudillismo atávico.

En general, la problemática étnica y campesina ha cautivado a buena parte de las ciencias sociales y los estudios culturales desde comienzos del siglo XX. Títulos retumbantes evocaron el supuesto regreso de la justicia de los incas o la revolución india, expresando también el posicionamiento de una nueva identidad socio-cultural, la cual estaría lista para tomar el poder e indianizar a toda la sociedad. Esto tiene repercusiones para toda América Latina porque después del derrumbe de las teorías marxistas, y los supuestos de una clase obrera destinada a salvar al mundo del oprobio capitalista, el indianismo pretende convertirse en una alternativa política, con el fin de reconstruir las fuerzas contestatarias y revolucionarias de cualquier etnia subyugada.

Así se explica la explosión de diversas reflexiones sobre las raíces indígenas y los bloqueos coloniales de nuestra cultura, destacándose la llegada de un supuesto “posoccidentalismo” o “descolonización”, no sólo en Bolivia sino en toda América Latina. Sin embargo, el indianismo no es una construcción teórica nueva, sino que se presenta como una teología política, la cual acentúa su visión crítica respecto a las relaciones de dominación que oprimen a las culturas indígenas para imaginar, posteriormente, un futuro redentorista en el siglo XXI.

Las características teológicas provienen de diferentes concepciones fatalistas donde el conflicto étnico y el liderazgo indio en la política, constituyen el corazón de lo que sería Bolivia como una sociedad indígena. La revolución, en este caso, también podría ser capaz de ir más allá del capitalismo porque la verdadera soberanía política residiría en la fuerza de la raza india, sojuzgada pero jamás derrotada por la colonización española o el actual neocolonialismo. De hecho, el indianismo se rebela contra toda forma de democracia y sistema político secularizado, para plantear que los sujetos indios o negros sean las identidades profundas de América Latina.

El indianismo y la negritud se erigen como formas ideológicas sobrenaturales, precisamente porque han sido discriminadas, aunque su persistencia a lo largo del tiempo les permite tener una especie de misión espiritual. Paralelamente, el indianismo postula una forma política que representa en el orden natural e histórico la opción descolonial: un nuevo tipo de sociedad, superior a todo condicionamiento económico. De aquí que ni las estructuras de mercado, ni la globalización neoliberal del Occidente dominante podrían destruir la vocación liberacionista del indianismo que se transforma en una forma de poder histórico universal.

La confianza en un “más allá” donde se lograría imponer una lucha de razas, no plantea el comunismo ni una sociedad sin clases sociales o sin Estado. El indianismo es la creencia en el regreso del “incario” y la toma del poder por parte de los indígenas que harían justicia por mano propia, junto con el restablecimiento de las instituciones ancestrales como los ayllus, la justicia comunitaria o el retorno de caudillos únicos con la capacidad de generar una emancipación desde abajo porque todos en Bolivia siempre hemos sido indios.

Por estas razones, Evo Morales promovió en el ámbito internacional la imagen de su coronación (2006, 2010 y 2015) como jefe inca en el sitio arqueológico de Tiwanaku, tratando de marcar el comienzo de un proceso descolonizador, al mismo tiempo que manipuló las creencias andinas con la supuesta resurrección del Tawantinsuyu (los cuatro puntos de articulación del imperio incaico) como la mejor fórmula para decir que el indio no es un inquilino en el palacio de gobierno, sino que permanecería siempre con el cetro del poder.

Para la lucha de razas, es imprescindible la resurrección del Abya Yala: el continente indio donde la abundancia y el equilibrio entre el hombre, la naturaleza y el fin de una dominación inhumana, finalmente demuestran que la conquista española fue una agresión inútil, asesina y moralmente inferior a cualquier cultura indígena. El indianismo como teología es otro esfuerzo por convertirse en providencialismo político que, como el marxismo, aspira a la consumación terrenal de la felicidad humana, mediante el reconocimiento de una historia de la salvación bajo la dirección de los movimientos sociales indígenas revolucionarios.

El camino hacia la liberación

Las tendencias teológicas de las miradas étnicas endiosan las virtudes del modelo social del incario, para luego pensar que solamente las culturas indígenas poseen una democracia auténtica y casi perfecta, asegurando así las fuerzas redentoras en todo tipo de sociedad. La insurgencia del movimiento zapatista en México (1994) se reconciliaría con el despertar de un Pachakuti, que significa un vuelco, un giro violento y transformador del destino donde la indiada retoma un protagonismo plagado de esperanza. La liberación y democratización indias, abren un tipo alternativo de convivencia por intermedio del nuevo factor de poder: los oprimidos de piel morena determinan ahora el rumbo de la opción descolonial para Bolivia e, inclusive, para el resto de la humanidad.

¿En qué medida el discurso sobre lo étnico y sobre los indios, constituye el “espejo” donde se refleja el deseo de poder y dominación de las élites criollas e intelectuales? Los mestizos y blancos trataron de doblegar la etnicidad indígena para ingresar a la modernidad occidental como una Bolivia sin pasado racial pero, según el indianismo, esto fue un rotundo fracaso. Efectivamente, las élites blancoides quisieron destruir la problemática étnica por medio de diferentes estrategias discriminatorias que fomentaron el odio étnico.

Por su parte, los movimientos indígenas, sus intelectuales y líderes políticos (Ollanta Humala en Perú y Evo Morales en Bolivia, versiones de liderazgo cholo favorables al indianismo), trataron de conquistar el poder para llevar a cabo una revancha socio-política, aunque sin romper los cánones económicos impuestos por la modernidad occidental-capitalista y dejándose llevar por el atractivo de los beneficios materiales: tecnología, privilegios, dinero y deseos de ascenso social. Queremos un ayllu (la estructura y unidad comunal del mundo andino) con computadoras, reclaman los indianistas, uniendo su teología política a las ambiciones por controlar altos puestos ejecutivos y espacios influyentes en la economía global.

Bolivia como un espejo racial

Bolivia representa un prototipo de reflejos siempre cargados de facciones raciales. En un lado del espejo, los componentes ideológicos que forman una determinada percepción del indio en el discurso de una minoría letrada, impulsaron la idea de un mejoramiento de la raza, como si se tratara de convertir el color de la piel en otro tono y, al mismo tiempo, transformar la mentalidad en una creencia religiosa que confíe en la modernidad dominante. El otro lado del espejo trajo las huellas teológicas del discurso indianista que reinterpreta los conflictos económicos, sociales, políticos y culturales, a partir de otra creencia: la revolución india.

La teología política indianista estimula la fe en un nuevo más allá: la Bolivia india, des-colonizada, des-occidentalizada y desenganchada del capitalismo. Al parecer, el propósito sería edificar una nueva escatología; es decir, un estilo de purificación prodigiosa pero con un color de piel indígena, con el acento indio, con la cosmogonía andino-amazónica y con el perfil estético que opaque la imagen de las fieras rubias.

El indianismo de la actualidad (2005-2015) es una particular escatología de la postmodernidad. Quienes lo cultivan han logrado una mezcla de secularización materialista y tecnológica para estar a la altura de la globalización contemporánea. Los indios no tienen por qué renunciar a los beneficios de la modernidad como el crecimiento económico y el mismo desarrollismo; sin embargo, desconfían de todo: del mercado, de la democracia, del Estado de derecho, de los derechos humanos y de la solidaridad de cualquier persona de tez blanca. Así, incitan más bien la construcción de una teología política que expresa los anhelos utópicos de un más allá, aunque reconociendo que el mundo terrenal es sólo un escenario perfectible y, simultáneamente, una realidad social siempre alejada de la respectiva utopía indígena: el incario de equilibrios eternos entre el hombre, la naturaleza y el cosmos.

La teología política del problema indígena es, asimismo, uno de los ejemplos para vincular la crítica del colonialismo y la concepción apocalíptica de un “ajuste de cuentas” con los otros (mestizos, blancos y el mundo occidental en su conjunto). Sin este ajuste, no habría la posibilidad real de avanzar hacia una sociedad emancipada. Este ajusticiamiento fomenta las concepciones escatológicas de “un ir y venir” entre el renacimiento de la memoria arcaica y el pasado místico de las culturas indígenas, por un lado, y la necesaria destrucción de las coerciones del capitalismo moderno, por otro.

Para el indianismo, la Nación como unidad y realidad política homogénea no existe en Bolivia, al igual que los Estados republicanos en América Latina son vistos como una copia mal hecha y arbitrariamente impuesta por el colonialismo. En Bolivia, el indianismo se acerca así al katarismo, una ideología que también entiende al país como una lucha entre la persistencia del colonialismo interno, las fachadas democráticas y la necesidad de incursionar en la representación política, básicamente a partir del enfrentamiento entre el binomio: Naturaleza/Indio y el eje: Modernización/Globalización.

El ex vicepresidente, Víctor Hugo Cárdenas (1993-1997) del desaparecido Movimiento Revolucionario Tupac Katari de Liberación (MRTKL), fue la expresión de cómo el katarismo podía acceder al poder, aunque después sucumbió por no combatir los procesos de ajuste estructural donde los empresarios y las políticas de privatización terminaron por hundir al katarismo cuando el modelo político neoliberal ingresó en una profunda crisis entre 2000 y 2006.

Las concepciones sobre el indio y la revolución se presentaban como una alternativa verdaderamente fuerte ante la ausencia de un movimiento obrero con plena identidad de clase. Simultáneamente, la educación sería la oportunidad para catapultar al mundo indígena hacia un horizonte de esclarecimiento y conciencia étnica multicultural. Todo proceso educativo, sin embargo, fue juzgado como una estrategia para acceder a la modernidad, ensoñación de los procesos revolucionarios nacionalistas al estilo de la Revolución de Abril de 1952, que en el caso de Bolivia instauraron grandes reformas como el voto universal, la abolición de la servidumbre indígena, la nacionalización de las minas y la reforma agraria.

Históricamente, los núcleos de la transformación socio-política que construyen grandes proyectos de la modernidad en Bolivia, son: a) la creación de una burguesía nacional (desde la revolución del 52 hasta el establecimiento del sistema democrático en 1982); b) el fracaso de las ideologías que promovían una revolución acaudillada por la clase obrera (1952 hasta la caída del Muro de Berlín en 1989), para abrir el escenario de reivindicaciones multiculturalistas y nuevas identidades indígenas; c) la instauración de la democracia representativa junto con rígidas políticas de economía de mercado (1982-2000); y d) la supuesta descolonización bajo la tutela del indianismo como verdadera liberación (2005 hasta el presente). El indianismo quiere negar todo el pasado histórico para sugerir que los movimientos indígenas constituyen la forma más legítima de transformación.

La teología indianista se resistió siempre a aceptar el mestizaje como identidad cultural y fisonomía cosmopolita de la estructura social occidentalizada y articuladora de la unidad política en el Estado-Nación boliviano que, aparentemente, nunca habría existido. Así, las ambiciones de la descolonización fueron convirtiéndose en una visión interpretativa, siempre en contra de la modernidad occidental, acusada de ser una máquina destructora en todo el mundo.

La teología política del indianismo es una hermenéutica de la diferencia; es decir, una interpretación de la heterogeneidad étnica en Bolivia, hecha por un conjunto de sujetos que pretenden convertirse en un movimiento social revolucionario. Es la forma de interpelación de un conjunto de naciones indígenas que se ven a sí mismas como un caudal de autodeterminación, totalmente ajenas al Estado-Nación unitario que se denomina Bolivia y como un real esfuerzo que nos estaría liberando de la modernidad, cuando en el fondo se trata de todo lo contrario.

El indianismo pudo conseguir una mayor notoriedad gracias al impulso del sistema democrático que fomentó los ideales de Bolivia como un país multicultural, ampliando la existencia de más alcaldes indígenas, diputados, senadores y otras autoridades que entre 1993 y la actualidad (2015), dieron paso al establecimiento de una modernidad democratizadora, sin la cual Evo Morales no hubiera llegado al poder en el año 2005. A su vez, el indianismo enraizó también un caudillismo secante que Morales aprovechó porque la democracia fue defendida, mientras facilitó la llegada al poder de varios liderazgos indígenas aunque éstos quieren levantar nuevas barreras para que el poder siempre esté en manos indias y no en otras. La modernidad fue instrumentalizada por las aspiraciones políticas del indianismo que, en la práctica, amplió las actitudes antidemocráticas de diferentes caudillismos autoritarios.

Conclusiones


El carácter de la descolonización y el anhelo por una revolución india, están siempre dentro de las luchas por cambiar las relaciones de dominación que ejercen el capitalismo y la occidentalización proveniente de Estados Unidos y Europa. El indianismo, sin embargo, no logra expresarse sin plantear constantemente una oposición entre la Bolivia chola-mestiza-blanca versus la Bolivia india, étnica, cultural y políticamente superior por su aparente pureza de raza y la legitimidad suprema de sus demandas.

En la lucha ideológica, el indianismo combatirá al indigenismo. Éste sería el discurso sobre el indio y el mundo indígena desde la perspectiva del mundo occidental y mestizo. El indigenismo será un escenario específico para comprender cómo el conocimiento sobre el indio es también aquel proceso lento y muy cuidadoso de colonización obstinada. La teología indianista es redención y un retorno a la patria verdadera: las comunidades indígenas de un esplendor inigualable.

La colonización del conocimiento hecha por el indigenismo y la intelectualidad mestiza, sufre una suerte de efecto no deseado pues desde su posición de objeto dominado, el indígena se hizo invisible. Para el indianismo, justamente a través de esta invisibilidad y negación, la cultura indígena también pudo ejercer un poder intercultural a costa de ponerse una máscara blanca.

El mundo indígena quiere instaurar así un espejo donde se refleje el discurso de las élites criollas ilustradas y blancas, quienes por el hecho de imponer su dominación cultural, política y de conocimiento, terminan sucumbiendo ante una realidad que vence al sueño intelectual de la modernización. La Nación homogénea de piel blanca, con el uso de códigos de la modernidad occidentalizada, finalmente sería ensombrecida por una sociedad multiétnica y polimorfa donde las identidades indígenas hacen valer su propio carácter dominante.

La teología política indianista considera que la dominación no siempre se ejerce de arriba hacia abajo en la estructura social, sino que también existe un intento de contra dominación, desde los grupos más aplastados hacia las élites dominantes; es decir, desde lo indígena hacia el mundo criollo. El liderazgo político y la intelectualidad indigenista no tienen el control total del objeto de su discurso (en este caso, lo indígena). Por un lado, las identidades indígenas escapan, se vuelven desconocidas o se convierten en espejo donde quieren que se refleje el resto de la sociedad mestiza y las élites de la modernización. Para el indianismo, el juego entre dominador y dominado siempre está siendo subvertido.

En consecuencia, la realidad en que tiene lugar la multiculturalidad y los proyectos reformulados de una modernización occidentalizada, apuntan constantemente hacia la resistencia indígena, que no solamente busca una serie de tácticas de supervivencia, sino que emerge como un proceso continuo de cuestionamiento a los valores que las élites bolivianas trataron, y tratan, de imponer.

El indianismo es una reproducción permanente de la desconfianza hacia el mestizaje porque entiende que el proceso social y político de la democracia está lleno de azarosos esfuerzos que destilan malas intenciones para el mundo indígena. Los indios no solamente son el objeto del discurso de la sociedad criolla, sino también una especie de estatua muda, vestida con la ideología de la Nación, la sociedad modernizada y la revolución. El indio fue considerado como un sujeto mudo en términos del discurso de las élites blancas pero, a pesar de este silencio o mudez, transforma y genera el discurso del indio y su correspondiente teología, a través de su continua resistencia a la política de aculturación y su persistente lucha por el poder.

La resistencia indígena, muestra cómo la colonización de las mentes, los conocimientos y la cultura indias que alentó el discurso construido por el indigenismo, es traicionada por los argumentos mismos de las élites criollas y por la realidad objetiva de la multiculturalidad indígena que termina imponiéndose. Según el indianismo, la sociedad boliviana se habría estado reflejando en una superficie donde todos nos plagiamos a nosotros mismos, como si conociéramos ya nuestro destino de memoria.

Bolivia es y seguirá siendo india, además de que su historia es aquella de la salvación propugnada por el indianismo, suponiendo una superación de la modernidad. Empero, las teorías de la descolonización y los enfoques teológico-políticos postmodernos, dejan de lado la posibilidad de que el renacimiento del pasado indio contenga también elementos de una pragmática reinvención de la modernidad. Ésta pervive y se reconstruye gracias al empuje de sus grandes inventos como la democracia liberal y un cosmopolitismo pluricultural que protege, inclusive a sus críticos más impenitentes como la teología indianista, la cual, por último, acaba siendo otro intento por preservar una vida gobernada por la tolerancia, en medio del capitalismo salvaje que siempre atiza el fuego de los proyectos utópicos más inverosímiles.
*Sociólogo político, doctor en ciencia política y relaciones internacionales, miembro de Yale World Fellows Program




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