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Hombres y perros.-

OPINIÓN de Pura María García.- Calle mayor de Gandia. Un espacio donde se alternan vacíos -que se esconden tras letreros sucios con un SE VENDE o SE ALQUILA que no consiguen ni una de las miradas de los transeúntes- con escaparates que se mantienen, sin cambiar, semana tras semana.




Las personas que la recorren ahora, en navidad, son más que las que habitualmente lo hacen, pero arrastran las mismas emociones: hambre por comprar cualquier cosa barata, hambre por encontrar un segundo efímero que, falsamente, nos haga recordar lo que, también falsamente, construimos en nuestra percepción colectiva como nuestra vida antes de la crisis. Las fachadas sucias no preceden negocios iluminados. Los mostradores no preceden dependientes sonrientes. Muchos de los negocios, contagiados por la hipocresía y la inexplicable vergüenza de los dueños, anuncian, desde hace muchos meses un 50% y hasta un 70% de rebajas por REFORMAS EN EL NEGOCIO. Todo para negar la evidencia: no hay reformas, no habrá reformas sino el desesperado intento de aguantar aunque sea vendiendo rebajas interminables. Todo menos reconocer socialmente que es mentira el espejismo de tener lo suficiente como para comprar lo innecesario.

Mientras camino por esta calle de nombre prepotente, observo, sentado en el escalón que da entrada a una tienda de deportes que hace muchos meses dormita cerrada, a un mendigo. Rostro de tristeza. Manos de tristeza. Cuerpo cubierto con una tristeza profunda, pero insuficiente para abrigarle. Junto a él hay un perro, tapado cuidadosamente con una manta, vieja, pero menos raída que la camisa y el pantalón del mendigo. Al lado del perro, un cartón con un texto escrito a lápiz, con trazo débil pero perfectamente legible: Ayuda para que mi perro pueda comer y no muera.

Me aproximo al mendigo y dejo en un improvisado recipiente, que ha hecho con la base de una botella de leche de plástico blanco, lo que quiero darle. Es para ti, le digo. Un instante después dejo en el plato algo de dinero más: esto es para tu perro. El mendigo me mira y solloza, con un llanto que hiere, que me hiere. Me explica que ha tenido que tapar a su perro y cambiar el texto del letrero con el que pedía hasta hace unas semanas, cansado de que nadie se conmoviera ante su pobreza. “Ahora, al menos me dan algo. La gente se apiada antes de un perro que de un hombre…No damos ni lástima”, me dice, bajando su mirada a ras de acera.

Me quedo pensativa, reflexionando sobre el punto de anestesia ante la necesidad del otro al que hemos llegado como masa social, sobre la paradoja de necesitar convertir en mendigo a un perro para tener algo que llevarte a la boca.

Me quedo pensativa y no me cuesta nada imaginar, imaginarnos, en un futuro, que acecha irremediable, destrozándonos los unos a los otros por encontrar un perro con el que poder mendigar, con el que intentar que el otro se conmueva durante, al menos, un instante. También en momentos de necesidad absoluta mostraremos la herida de la inhumanidad del capitalismo.




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