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Tal vez sólo nostalgia

El equipo de redacción de El Mercurio Digital lamenta el fallecimiento de uno de sus más queridos y entrañables colaboradores, Rafael Fernando Navarro. A modo de homenaje rescatamos este texto de 2011, donde se percibe el color de su prosa y la luz de sus metáforas, tan característicos de su escritura. Nos unimos al dolor de sus seres queridos. In memoriam.

Por Rafael Fernando Navarro
 
Cuando los azahares. Cuando los naranjales paridos por Abril. Cuando la Giralda se aparea con el río por Triana. Cuando Sevilla es un parto de perfumes. Eramos niños entonces. Dios vivía en el Pardo, condecorado por Franco los domingos mañaneros. Dios estaba a gusto dirigiendo las conciencias. Franco disfrutaba con la amistad divina bajo la sombra del palio.

Eramos niños entonces. Macarena de Queipo. Esperanza morena de Triana. Sevilla era hermosa. Nunca sabrá ser de otra manera. Guadalquivir en la cintura preñando de magnolias los pechos de blusa estrecha.
España era católica. Lo ordenaba el Dios-Franco desde un despacho macabro donde esperaban expedientes la firma de la muerte. Misa de siete para criadas de almidón y jornaleros de boina negra. De doce para señoras de negro y camisa azul con flechas rojas. España no era lo que nos decían que era. Pero terminaba siendo lo que nos obligaban a ser porque no había otro remedio.

Se guardaban los Gainza y Ramallets, los mihuras y los Ordoñez. Eran una obligación las lágrimas y la santidad una exigencia. Prohibidos los besos. Olvidadas las caderas. Los días del amor supuesto se prohibía el amor real por los trigales jóvenes, los besos por las esquinas del viento, las manos enlazadas para sostener la vida.

Dios se hacía tristeza, melancolía otoñal con la primavera dentro. Angeles negros por los balcones, llanto cofrade descalzo por adoquines de Sierpes. Mantillas y peinetas para la luna de la madrugá. Madrugá por la Campana. Saetas por las paredes, por las copas amargas de los árboles.

Todo eso fue niñez de españolitos de entonces, cuando los azahares, cuando se nos caían las lágrimas por dentro, por la fachada del alma, hasta el nivel de la pena, penita pena.

Dios se hacía tristeza. Tal vez fue siempre triste y la alegría fue sólo una muleta para embestir la existencia. A lo mejor no nació nunca, nunca fue niño de hospicio, engendro de posguerra, franquista por decreto de Pío, Papa XII. A lo mejor los correajes se los puso una Jerarquía que entregó a los vencidos en almoneda, al peso, por un puñado, por muchos puñados de privilegios.

Es domingo de resurrección. Ahí las arizónicas, los cedros y un magnolio adolescente como aquellos niños de posguerra, cuando los azahares. No sé si lo que tengo enfrente es un folio, una mano tendida o un recuerdo de madre muerta de pena. Sólo sé que estoy aquí, asomado a mi muerte, viendo pasar la vida mecida en la madrugá.





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