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El 26-J o la noche de los muertos vivientes

OPINIÓN de Joan del Alcàzar.- Las encuestas a pie de urna, las llamadas israelitas, certificaban lo que habían venido diciendo todas las entregas demoscópicas durante los últimos meses. Tanto la macro encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas como las de los diversos medios de comunicación encargadas a las distintas empresas especializadas. Todo cuadraba: el PP empeoraba sus resultados de diciembre pasado, Podemos y sus confluencias superaban al PSOE en votos y escaños y Ciudadanos perdía presencia como fuerza bisagra. Incluso se podía llegar a imaginar que la suma de escaños de los podemitas y los socialistas iba a estar próxima a la mayoría absoluta. Todo parecía responder al guion previsto por analistas y opinadores de mayor o menor fuste.
Pero cuando comenzaron a llegar los datos del escrutinio real, a partir de las 21.00, cuando desde el Ministerio del Interior comenzó el goteo de votos concretos, comenzó el vía crucis que antes de las 23.00 se convirtió en crucifixión de la izquierda peninsular. Contra todo pronóstico, al revés de todo lo anunciado, en abierta contradicción con los resultados previstos, el gran triunfador de la jornada electoral era… Mariano Rajoy y su Partido Popular.

Efectivamente, más allá de un análisis pormenorizado de los resultados, olvidándonos de señalar los matices, las excepciones o las salvedades, esta crónica de urgencia arranca de un resultado final: 137 escaños para el PP [+14 respecto al 20D 2015], 85 para el PSOE [-5], 71 para Podemos, IU y demás aliados [igual a la suma de 69+2 obtenidos en diciembre pasado] y 32 para Ciudadanos [-8]. En conclusión un triunfo incontestable de Rajoy que siendo la minoría mayoritaria [con diferencia] que ha recibido el único incremento en apoyo popular, está legitimado para aspirar a ser el próximo presidente del gobierno de España. Tendrá que negociar apoyos y abstenciones, pero ―objetiva y responsablemente― nadie puede discutir que le corresponde intentar formar gobierno. Veremos, claro está, que habrá de conceder en las negociaciones, pero pocos dudan que nos esperan cuatro años más de ese presidente gris pero muy hábil en el manejo de los tiempos políticos, capaz de desencajar a sus adversarios con su inmovilismo.

¿Cómo ha podido darse este resultado en unas elecciones en la que lo que parecían dos cadáveres políticos como Rajoy y Sánchez se han alzado con las medallas de oro y de plata en el podio? ¿Está tan muerto como parecía el bipartidismo?

Estas líneas a vuela pluma no pretenden ser un más que un análisis de urgencia y se conforman con aportar al lector algunas ideas que consideremos centrales. En próximos escritos profundizaremos en ellas y en otras que por la premura quedarán ahora en los márgenes.

Un partido como el PP, tipificado como organización criminal en varios autos judiciales que se están instruyendo, manchado con el chapapote de la corrupción hasta en sus más altas instancias, con cientos de dirigentes de los diversos niveles imputados o presos, ha obtenido millones de votos de personas para las que estos detalles son poco o nada relevantes. El PP es el partido de los recortes sociales, es el que ha disparado la desigualdad en España, es el que no ha distinguido entre lo que es público y lo que es privado y, además, ha hecho un uso bastardo de la maquinaria del Estado en su beneficio partidario [el escándalo del ministro del interior, a tres días de las elecciones, ni siquiera le ha penalizado en Cataluña, lo que es todo un síntoma].

¿Cómo es posible? La calidad de la democracia española es, todavía hoy, manifiestamente mejorable. Existe un segmento de población en el que pesa con fuerza la herencia franquista: el orden social y la unidad de España están por encima de cualquier otra consideración. Esa porción de electores es aquella a la que el PP llama ―como hacía el franquismo― la mayoría silenciosa. Ni se manifiestan, ni opinan, ni intervienen en el debate público o privado, pero votan fieles y militantes cada vez que el Poder los convoca a ello. Son voto oculto en las encuestas, mienten o dicen no saber, pero votan. Y, como hemos podido comprobar ayer, no se equivocan en apoyar a quien deben.

La izquierda realmente existente, la moderada y la que no lo es tanto, vive en sus respectivas burbujas y no se aventura a salir de ellas porque tienden a creerse sus propias mentiras. Se dedican a darse estacazos sin misericordia y olvidan con demasiada facilidad que el objetivo es gobernar España y no satisfacer sus necesidades, sus objetivos particulares aunque se vistan de generales. El PSOE, carcomido por las luchas intestinas, no tenía otra meta que no dejar de ser la segunda fuerza política del país por delante de Podemos y ―de paso y en clave interna― ver si Pedro Sánchez se inmolaba o no en la derrota. Aquello tan castizo del tuerto como rey del país de los ciegos. Los de Pablo Iglesias, olvidando que no hay atajos en la historia y que los avances sociales deben ser sólidos, prefirieron unas nuevas elecciones a apoyar un gobierno de Sánchez sobre el que hubieran podido influir de manera importante, notable. Un error de bulto que les ha costado un millón de votos y que ha resucitado no sólo a Rajoy, sino que ha frustrado a todos aquellos de sus votantes que tenían como objetivo primero e irrenunciable desalojar al PP del gobierno para poder limpiar y sanear el escenario político. Eso, además de resucitar a otro de los que parecía un cadáver, el propio Pedro Sánchez.

La izquierda española, ―en especial sus electores― perpleja y deprimida tras el batacazo de ayer, tiene mucho que reflexionar. De entrada, sus dirigentes ―los moderados y los que no lo son tanto― harían bien en darle vueltas a aquella idea erróneamente atribuida a Don Juan Tenorio: “los muertos que vos matáis, gozan de muy buena salud”.




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