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La Trump(a) devastadora

OPINIÓN de Emilio Cafassi.-  El huracán Trump ya amenaza con convertirse en devastación aunque, como con los ciclones con nombre propio que los estadounidenses sufren con frecuencia, no se sepa con certeza el curso futuro y la potencia concreta de sus efectos. Mientras al día siguiente de su asunción multitudes se hacían presentes en movilizaciones -aún fuera de sus fronteras- para denunciar su misoginia, racismo y desprecio, su primera reacción fue visitar la CIA para agradecer las acciones de sus agentes. Ya pasados unos días fue por más al deslizar que la técnica de tortura llamada submarino “funciona” y que no lo va a impactar frente a las prácticas medievales del ISIS. El mismo día, The New York Times y The Washington Post difundieron un supuesto borrador de “orden ejecutiva” que establecía la reapertura de las prisiones clandestinas de la CIA (aquellas distribuidas en países europeos y árabes) que habían sido prohibidas, aunque el documento fue desmentido por el vocero oficial Sean Spicer. Obviamente esto supone la continuidad de la cárcel de Guantánamo, que a pesar de sus promesas Obama supo preservar.

Detenerse a especular si con Hillary Clinton hubiese sido muy diferente carece de efectos sobre las políticas de resistencia que podamos implementar. Menos aún discurrir sobre el absurdo sistema electoral indirecto que no reconoce minorías en la casi totalidad de los estados permitiendo nuevamente que quien resulta más votado, pueda perder la elección presidencial. Aunque personalmente, a diferencia de buena parte de las izquierdas y progresismos que considera que el voto voluntario discrimina y favorece a las opciones más retrógradas, no encuentro un solo fundamento teórico o comprobación empírica de este inmerecido homenaje al simple voto por el solo añadido de la obligatoriedad. Puede haber sido un reaseguro participativo en el siglo XIX o principios del XX, pero las circunstancias actuales de producción y circulación informativa son completamente diferentes a entonces. Fuera de toda especulación hipotética, resulta más realista afirmar que lo peor ya llegó, está instalado, que la decadencia de la moral pública se profundizará, llegarán con ella las más duras regresiones y habrá que organizar esa resistencia. Y que no hay nada que festejar ni menos aún esperar que los retrocesos y declinaciones creen o impulsen mecánicamente alternativas. Cuanto peor, es siempre peor.

Pero prefiero considerar una profundización de la barbarie a caracterizar su existencia como un fenómeno inaugural. El muro en la frontera con México, por ejemplo, ya existe. Trump sólo propone extenderlo, además de clamar que quienes lo padecen lo paguen, al modo en que los antiguos presidiarios construían sus prisiones (sin ir más lejos, los actuales trabajadores pagan los medios e insumos con que se los emplea y explota mediante la producción de plusvalía). Una provocación que realimenta ideológicamente el chauvinismo, así como lo refuerza la posible cancelación del encuentro con el presidente mexicano si no se muestra predispuesto a semejante genuflexión. Los muros -físicos y simbólicos- no son un invento de Pink Floyd y proliferan en todo el mundo, particularmente en el que se vanagloria de su “desarrollo” y su “democracia”. El proyecto de la Unión Europea de reducir fronteras tiene su correlato trumpista en la ascendente derecha racista, machista e islamofóbica en casi todos sus principales países como Francia y Alemania, para no mencionar el Brexit en Gran Bretaña. Las derechas nacionalistas, expulsivas, discriminatorias y xenófobas, recalan en ambas orillas del Atlántico y más lejos aún. En Estados Unidos ya se había expresado con elocuencia en 2010, encarnada entonces por el Tea Party.

Pero otra de las teorías que consecuentemente debo poner en duda es la de la sorpresa, salvo en lo que respecta a la repugnante sinceridad del actual mandatario norteamericano, que contradice el estándar de corrección política dominante en el establishment. La misma que seguramente confundió a buena parte de la encuestología tanto como no hace mucho lo hizo el No en Colombia, el Brexit o la declinación de Podemos en España. El Estados Unidos que hereda Trump no es la tierra prometida sino una sociedad brutalmente desigual y fragmentada, con buena parte de su población carente de educación universitaria, sometida a la inseguridad y flexibilidad laboral a la vez que privada de toda clase de resguardos. Vastos y mayoritarios sectores sociales se ven frustrados ante el desvanecimiento del llamado “sueño americano” a cuyo resurgimiento apeló el vencedor, que no es sino un cuento de hadas que logra vivir sólo el 1% de billonarios, denunciados genéricamente en las protestas de Wall (vaya coincidencia) Street. La tibieza de Obama para honrar sus propias promesas electorales (ya que hablar de programas en la “living room democracy” norteamericana es apelar a una utopía) explican buena parte de la fortaleza de Trump y echan por tierra las especulaciones acerca del peso de la burocracia y el llamado “Estado profundo” de sus gobiernos.

Si bien con menor preponderancia en las inclinaciones electorales, tampoco en materia de política exterior Obama pudo exhibir mayores logros, salvo el del sostén del complejo militar-industrial. No eludió guerra alguna allí donde se librara, ni se privó de conspiraciones e intentos de golpismo y derrocamientos tanto directos como inducidos con suerte diversa como resultó en Honduras, Paraguay, Brasil, Ecuador o Venezuela, para mencionar sólo las de nuestro subcontinente. Recién a último momento pudo hacer gala de la simbólica reanudación de relaciones diplomáticas con Cuba.

En el plano económico, si bien en su discurso inaugural Trump proclamó el regreso al proteccionismo de los padres fundadores, dudo que su alcance tenga otro destinatario que los países emergentes y empobrecidos. Su guerra proteccionista parece orientada a la autodefensa contra la productividad de los países asiáticos y, en la misma dirección, a restringir la inmigración como complemento del éxodo de empleos que supone el ejercicio del librecomercio fronteras afuera, particularmente con China.

La novedad -que tampoco es exclusivamente fundante- se aprecia en la denuncia a la clase política de enriquecerse a costa el empobrecimiento de las mayorías, que incluyó en su discurso de asunción. Trump no fue nunca parte de las oligarquías partidarias ni de la élite política. Por el contrario, para esa burocracia es un outsider que puede exhibir sin pudor alguno un lenguaje directo, chabacano, emocional, que concluye en slogans maniqueos y simplistas. Apelando a los más bajos sentimientos y miserias morales del electorado logró forjarse un hálito de autenticidad y sinceridad opuesto a la hipocresía y sinuosidad de los adversarios, incluyendo a los de su propio partido. Trump logra decir lo que sus propios electores no se animan. Y lo refuerza con la nada despreciable ejecutividad y coherencia, al menos en estas primeras medidas, con las promesas de campaña. Que sea esta nueva derecha la que lo ejerza y cumpla, sólo habla de la incapacidad del progresismo para asumir su rol en la historia y suturar sus grietas e incoherencias.

Sin embargo, ni en lo económico ni en lo político pone en cuestión lo esencial del sistema. Tan sólo a los que lo dirigieron hasta aquí. Pero su prédica excede inclusive esas esferas cardinales para enfatizar su contribución al conservadurismo en el plano de la vida cotidiana y las libertades y derechos con un reforzamiento del patriarcado, del instituto matrimonial clásico excluyendo hasta al igualitario, dándole creciente relevancia a la vida religiosa en sus diversas variantes. Para rematar la ristra de regresiones, su desprecio por el cuidado medioambiental nos configura un panorama de crecientes cataclismos, por la importancia que su país tiene para el deterioro ecológico.

Dueño de lo que el sociólogo francés Pierre Bourdieu llama una “hexis corporal” propia de los arrogantes patrones de estancia y de una ignorancia tan común a los “self made man”, debe su éxito al egoísmo, el amor por el dinero y el desprecio por la otredad que fue incubándose en la población blanca más postergada. Si bien su nombre de pila es homónimo al del pato que concibió Disney, representa con mayor fidelidad la avaricia y egoísmo del tío rico, “Mc Pato”, aunque, a diferencia del último, carente de todo signo de sensible humanidad.

Resta saber cuánto tiempo le demandará a sus electores reconocer que la trump(a) del “sueño americano” devino pesadilla.




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