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Gestos desaparecidos

OPINIÓN de Pura Maria Garcia/La mosca roja.-“Están desapareciendo. Han desaparecido un buen Son gestos, no automatismos, que nos caracterizan como humano. Están desapareciendo. Cada día”. Annika Kouscynski
Una de las paradojas que caracterizan a la sociedad actual viene dada por la facilidad con la que la gran mayoría de nosotros podemos acceder a la información, que no al conocimiento. La puerta que abre el camino a la información más variada está al alcance de la yema de nuestros dedos. Con solo escribir una palabra, que el buscador se encargará de auto- completar por nosotros, tecleando en uno de nuestros ordenadores, tableta o dispositivo móvil, se desplegará ante nuestros ojos una lista casi infinita de reseñas, noticias, enlaces, referencias…

La tecnología nos ofrece la llave de la información, pero su uso en la vida, en su dimensión diaria y rutinaria, nos está robando parte de nuestra esencia como humanos, modificando la forma en que establecemos vínculos y los perpetuamos o los anulamos, cambiando nuestro comportamiento no solo con respecto al otro sino también en relación a nosotros mismos, la forma en que nos auto-conocemos, el conocimiento de quién somos y, lo que es más relevante, la aspiración a la libertad de elegir quiénes queremos ser.

Decenas de autores, como N. Christakis o J. Fawler han investigado con profundidad el poder inmensurable que Internet y de las redes sociales han consolidado sobre cada uno de nosotros. Kouscynski, sin embargo, parte de estos estudios para ahondar en un concepto que permite a cualquiera de nosotros, sin necesidad de ser un entendido en la materia, comprender el peligro y la gravedad de ese poder. Ella habla de los gestos ya desaparecidos por el poder de las redes sociales, de las conductas perceptibles, observables por el otro, que son fruto de nuestra intención, de la emoción, de la voluntad y, en definitiva, del exiguo resquicio de libertad del que disponemos en la sociedad deshumanizada en la que (sobre)vivimos. Desaparecen, se extinguen por la ausencia de necesidad de utilizarlos, gestos aniquilados que están originando, como consecuencia, la desaparición de sentimientos, emociones, conductas y aspiraciones.

En Twitter, retuiteamos noticias, enlaces o frases que nos esclavizan a un máximo de 140 caracteres, como respuesta, en la mayoría de las ocasiones impulsiva, a la lectura superficial e incompleta de las mismas -el tiempo apremia- o, como mucho, a la simpatía, afinidad o emotividad con la que estamos unidos o enemistados con la persona que ha colgado el tuit original. Pero desaparece el gesto de la valoración, de la reflexión, de la necesidad de cuestionarnos lo leído -que lleva inevitablemente a no necesitar cuestionarnos la vida, aquello que vamos experimentando, los pequeños o grandes cambios que vamos provocando en la realidad. Y desaparece el gesto de la voluntad de aportar desde uno mismo, de añadir nuestra opinión, un matiz, una experiencia, la traducción de lo leído al lenguaje de nuestro punto de vista. Desaparece el gesto y se construye la automatización, el conformismo ante ser una parte de una cadena que transmite.

Abrimos Facebook como quien abre una inmensa ventana, sin ser conscientes de que se trata de una ventana indiscreta, manipuladora, parcial y una gran espía de nuestras aficiones, gustos, sentimientos y relaciones. En el quicio de esa gran ventana virtual aceptamos solicitudes de amistad, en la gran mayoría de ocasiones, solo si se trata de conocidos o contactos ya aceptados de nuestros contactos. Construimos guetos que se amplían concéntricamente cada vez que decimos sí a la máquina inteligente de Facebook que nos ofrece, ¿desinteresadamente?, sugerencias de amistad seleccionadas por ella. Leemos por encima -de nuevo el tiempo nos empuja a actuar como él quiere- las noticias, comentarios, videos, pies de foto y entradas compartidas de nuestros contactos. Las re-compartimos, muchas veces no por su contenido, sino por venir de los nuestros, de nuestra mini-red. Clicamos sobre la mano con el dedo levantado y añadimos una cara sonriente. Activamos la mano con el pulgar hacia abajo, condenando la noticia o el comentario, sintiéndonos un poco dioses, emperadores romanos en un circo en el que cuenta cada clic, cada me gusta, hasta el punto de que, sin ningún tipo de pudor, hay madres y padres que piden los ME GUSTA a los contactos para empoderar, frente a otros pequeños yo, el video de su hijo modelando plastilina o cantando un villancico. Cada noticia, cada artículo, cada comentario, cada video expositor que nos resume incompletamente en escasos minutos grabados, está en medio de una balanza ante la que solo cabe el ME GUSTA o el NO ME GUSTA. Pero desaparece el gesto de las emociones intraducibles en EMOJIS el término medio, el matiz, la objetividad de la lectura y la valoración de las cosas no por la fuente de la que provienen, MIS contactos, sino por el mensaje, su validez, lo que nos aporta. Desaparece el gesto de la necesidad de profundizar, de cuestionarnos, de aceptar amistades que no son parte de la cadena tejida por una red social (que está, sin embargo, cercenando nuestra capacidad comunicativa y socializadora, la interacción real, cara a cara, mirada a mirada). Desaparece el gesto de añadir, a un icono, la explicación del porqué nos gusta o no una noticia, de cómo nos sentimos, más allá de los sentimientos interpretables de un icono que solo existe en términos de blanco o negro, bueno o malo.

Con un WhatsApp o un mensaje en Telegram iniciamos el día, detrás de un estado que configuramos con una frase como traducción exacta de qué somos, quiénes nos creemos, a qué aspiramos. Nos decimos adiós, terminando relaciones que en ningún caso podrían definirse con 140 caracteres o una hilera de iconos o de EMOJIS tristes. Iniciamos relaciones. Nos deseamos felicidad virtual, sin ni siquiera mirarnos a los ojos. Inundamos nuestra vida de humor, hecho por otros, chistes en cadena, que vamos colgando como ganchos artificiales en los que pretendemos atrapar instantes de alegría y felicidad, en los infinitos grupos en los que alguien nos ha incluido como prueba de amistad. Y desaparecen muchos gestos, emociones, el deseo o la necesidad de hablar, comunicar al otro, no ser como quieren que seamos, un estado de WhatsApp. Y desaparece la necesidad o la preferencia por la voz. Está desapareciendo el gesto que nos acerca al otro y nos ayuda, precisamente por eso, a crecer desde la interacción real con los demás.

Desaparecería lo que acabo de escribir, estas incompletas y humildes reflexiones, porque quedaría traducido a unos EMOJIS en tu pantalla: un corazón resquebrajado, una cara con los ojos como platos, una cara con expresión triste, un signo de interrogación y unos puntos suspensivos…




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