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El choque de los nacionalismos ensimismados. La federalización dentro de la Unión Europea como única alternativa.

OPINIÓN de Joan del Alcàzar.- Mucho se habla del choque de trenes, y la imagen es buena; no obstante, creo que es más preciso y expresivo utilizar la del choque de nacionalismos. Ensimismados ambos, es decir entregados a sus propias ideas, a sus fantasías, y aislados del mundo que los circunda.
La anulación por el Tribunal Constitucional del Estatuto aprobado por los electores catalanes, en junio de 2010, fue una bomba cuyos efectos se prolongan ya siete años y todavía durarán mucho más. El Partido Popular, paladín abnegado del más rancio nacionalismo español, se sirvió de su enfrentamiento con el nacionalismo catalán para obtener votos en el resto de España, y explotó ese filón de manera tan peligrosa como irresponsable. Los nacionalistas catalanes, los que no habían cuestionado hasta entonces el marco legal definido por el Estatuto –los mayoritarios- y los que siempre lo consideraron insuficiente –entonces claramente minoritarios- decidieron algo parecido: explotar en su beneficio electoral en Cataluña los desplantes, las ofensas y la inacción de los de Rajoy y, además, competir entre ellos a ver quién era más auténtico y consecuente.

En esa carrera hacia no se sabía dónde, apareció el derecho a decidir y el referéndum vinculante como la llave que abriría todas las puertas a la independencia de Cataluña. Primero se hablaba de la indiscutible bondad de preguntarle a la ciudadanía, pero poco a poco se pasó a ofrecer esa opción como la vía que permitiría la certificación de la secesión catalana. Desde hace algún tiempo, nos encontramos ante una doble convicción: unos afirman que el resultado está cantado y Cataluña se separará de España, mientras que los otros dicen que no habrá tal consulta y que jamás se producirá una ruptura de la unidad española.

El pasado día 9 de junio, el presidente de la Generalitat catalana, Carles Puigdemont, anunció con gran solemnidad -pero sin firmar un papel- la fecha y la pregunta a la que supuestamente habrán de responder los censados en Cataluña. Inmediatamente respondió el Gobierno de Madrid: "Que nadie tenga ninguna duda que cuando se pase del anuncio a los hechos será recurrida por el Gobierno", dijo el ministro portavoz en la rueda de prensa posterior al Consejo de ministros. Suma y sigue, que así vamos desde hace años. Al anuncio de unos le sigue la amenaza de los otros.

Ambos actores, los jefes de ambos nacionalismos, siguen enrocados en sus respectivas posiciones. Rajoy hace años que aspira a que el asunto se pudra y que los soberanistas catalanes sean incapaces de mantener la tensión popular por la secesión. El Gobierno de Junts pel Sí y la CUP se aferran a fantasear sobre un proceso en el que todo serán beneficios, sin coste alguno, y se han esforzado de manera incansable por convertir el asunto en un problema internacional.

En Madrid, al irresponsable gobierno del PP no parece preocuparle que los apoyos al soberanismo actual se hayan disparado respecto a los de 2010, ni que la relación entre unionistas e independentistas esté más o menos equilibrada. Están convencidos de que es más fácil manifestarse por la independencia que votar por ella –si llegara el caso-, así que piensan que lo mejor es no hacer nada. En Barcelona, por su parte, hacen como que ni ven ni oyen las señales que reciben desde el exterior de que su problema es un problema español, no europeo. La reciente respuesta de la Comisión de Venecia, el órgano consultivo del Consejo de Europa que ha dictaminado sobre diferentes procesos refrendarios, ha sido contundente: cualquier referéndum ha de ser acordado y realizado dentro de la legalidad del Estado.

La Comisión europea no ha dicho nada que no supiéramos, ni por lo que hace al referéndum ni tampoco en cuanto al derecho a decidir que se plasmaría en la Declaración Unilateral de Independencia. Xavier Arbós, catedrático de derecho constitucional de la Universitat de Barcelona lo explicaba recientemente. Insistía en que la llamada a las urnas no tiene cabida en el ordenamiento jurídico nacional e internacional –como han dicho desde Venecia- y añadía algunas preguntas de orden práctico: ¿Cómo puede hacerse un referéndum si no hay un censo preestablecido? Un referéndum puede dar lugar a controversias, ¿Qué autoridad decidiría sobre éstas? ¿Con qué jueces se podría contar?¿Qué pasaría para componer las mesas? ¿Y si hay ayuntamientos, como el de Barcelona, que no quieren participar? ¿A quién se obligaría a ceder los colegios? Arbós, además, recuerda que los dos sindicatos de los Mossos d’Esquadra y el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña ya han dicho que no actuarán fuera de la actual legislación. Por lo que respecta a la secesión anunciada de no realizarse el referéndum, el profesor explicaba que “se parte de unos supuestos discutibles como que existe el derecho a decidir en el ordenamiento jurídico internacional y no es así”.

Tanto si el referéndum se hace como si no se hace, que no se hará, el resultado del pulso entre nacionalistas será el mismo: convocatoria de elecciones en Cataluña. El resultado de éstas, que polarizarán de forma preocupante a la sociedad catalana y, también, a la sociedad española, arrojará un resultado similar al actual en cuanto a la composición del parlamento catalán: no habrá una mayoría contundente ni a favor ni en contra de la separación. Además, cualquier resultado que pudiera darse, cualquiera, no sería en modo alguno un resultado definitivo. Acabamos de ver en las elecciones británicas como el no hace mucho mayoritario independentismo escocés, que exigía un segundo referéndum y que votó contra el Brexit, ha perdido fuerza en beneficio de los conservadores ultraunionistas. Es algo que debiera hacer reflexionar desde las dos orillas del Ebro.

Convendría que los nacionalistas españoles y catalanes admitieran, de entrada, que ambos tienen un problema de dimensiones considerables y que deben de pensar en cómo abordarlo. Después, no hay otra cosa que hacer que sentarse a hablar de política, comenzando por si la mesa ha de ser redonda, ovalada o rectangular, sobre la agenda y sobre los tiempos, pero sin urgencias, que hay que serenar los ánimos. Los españolistas han de aceptar que el asunto se les escapó de las manos y que no podrán negar de manera indefinida ni la singularidad catalana ni la realidad plurinacional de España, algo que es observable a simple vista para cualquiera que no esté políticamente ciego. Los catalanistas habrán de conceder que a las bravas tienen las de perder, que vivimos tiempos de menos fronteras y de más elevar la calidad de la democracia y de atender de manera efectiva las necesidades sociales fundamentales, forjando alianzas y convenios nacionales y transnacionales.

Nada puede volver a ser como era antes de 2010. Ambos adversarios habrán de procurar no humillar al otro y ser pragmáticos en la defensa de sus principios. Y eso se hace sin abandonarlos, pero sí pactando cómo se pueden aplicar. La única solución es –en mi opinión- la federalización real de España en el seno de una Unión Europea potente, que no es –por supuesto- el café para todos autonómico. Cuánto más se tarde en llegar a ese punto de confluencia, peor para todos. Peor. Para todos.




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