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La literatura de los nadies



Jorge Ezequiel Rodríguez/El Furgón – La literatura argentina transita un momento peculiar. Los autores que florecen en el arte de las letras son pocos. Los nombres se repiten, se continúan, o surgen como tocados por una varita mágica. Los escritores argentinos parecieran estar en total peligro de extinción.

Se puede pensar que la problemática está, tal vez, atribuida al golpeado hábito de la lectura que se ve amenazado por todas las distracciones tecnológicas que aparecen de manera constante y que son mucho más llevaderas que la cultura de la lectura, distracciones en aumento diario y al alcance de prácticamente todos, o quizá ligada al curioso escenario del vacío literario en la actualidad, posiblemente dado por diferentes circunstancias que se combinan con la premisa anterior: el poco hábito de la lectura. Llama mucho la atención esto último. Creer que en toda nuestra región los escritores escasean, es creer que se está perdiendo todo, o que la necesidad de quien escribe porque le nace se ve ninguneada por nuevos hábitos que la desploman. Si bien el nivel cultural no es el pretendido, a no subestimar el poder de las letras. La literatura argentina está, los escritores existen, se renuevan, se multiplican, pero en trincheras.



Las editoriales independientes y la autogestión son una alternativa potable ante la falta de medios para publicar una obra. Los recursos se empiezan a crear desde la necesidad y voluntad de quien va en busca de una nueva alternativa de publicación ante la escasa y nula posibilidad de grandes editoriales de, al menos, recibir trabajos para evaluación. Las grandes editoriales, convertidas hace años en empresas monopolizan las vidrieras de todas las librerías del país, no reciben obras de autores inéditos, y en el caso de recibirlas, en casos excepcionales, se le cobra al autor una cifra muy elevada, como es el caso de Editorial Dunken. Con dinero que cubra la publicación se publica cualquier cosa, sin edición, sin criterio y, por supuesto, sin publicidad. Se paga la edición de un libro como el mueble al carpintero.

Un ejercicio muestra a las claras la falta de oportunidades a nuevos autores en el lugar donde los lectores descubren obras: las librerías. Nos paramos frente a la vidriera de una librería. Vemos centenares de libros. De esos libros seleccionamos literatura. El número se reduce. De esa lista veamos cuántos son escritores argentinos. El número disminuye muchísimo más. De esos escritores argentinos, ¿cuántos están vivos? Si los contamos con los dedos de la mano, tal vez podamos esbozar una sonrisa.

En los años 1960 y 1970, el boom latinoamericano revolucionó la literatura de la región. Cortázar, Borges, Marechal, Sabato, Bioy Casares, García Márquez, Carlos Fuentes, Rulfo, Felisberto Hernández, entre otros, hicieron posible el auge de la literatura latinoamericana. Las obras, de una calidad excepcional, se publicaban en todo el continente y llegaron a inundar las calles de Europa y del resto del mundo. Los vientos literarios de la región parecían combinar a un grupo de enormes talentos en la misma época, en los mismos años. Mucho se debió este fenómeno a la actualidad política, convulsionada por la revolución cubana, gobiernos populares, y reiteradas dictaduras militares. La agitación social de América Latina propulsó al arte como herramienta de promover ideas, de denuncia, de protesta, de una visión crítica, de la visibilización de la realidad. Pero no fue solamente la convulsión política de esos años la que hizo posible el boom, sino el rol de las editoriales del momento a la hora de jugarse por ciertos autores confiando en las obras. Editoriales de estudios literatos y no empresariales.

El mundo ha cambiado, y es cierto, o en realidad se ha profundizado un sistema que lo daña. El capitalismo aumenta su andar, y ahoga aún más el desarrollo del genio de los individuos, y el arte, por supuesto, sufre el golpe feroz de esta realidad. Las grandes editoriales son empresas, manejadas como tal. Analizan el mercado en voz de lo que el mercado les sugiere, y lo mismo al revés. No existe ya el jugarse por Cien años de soledad, salvo que el autor muestre un nombre que reconoce el mercado, sin importar de dónde llega esa conquista. El mismo argumento que se utiliza en los programas mediáticos con personajes que desean bailar en un programa de televisión. La publicidad no está en la calidad de la obra sino en el nombre propio. Ganarse ese nombre pareciera ser la cuestión.



John Kennedy Toole, estadounidense, escribió La conjura de los necios a principios de 1960. Su obra fue rechazada por diferentes editoriales a las que llevó el manuscrito. Tras sentir el fracaso agudo de no poder publicar su novela, John Kennedy Toole se suicidó. Su madre, Thelma, intentó por todos los medios continuar la lucha de su hijo. Los rechazos siguieron. Thelma, insistente, llegó a contactarse con el escritor Walker Percy, quien luego de oír la historia, la del suicidio, aceptó leerla. La conjura de los necios ganó el Premio Pulitzer en el año 1981, y se transformó en una de las mejores novelas del siglo XX. La publicación de la obra se dio por la voluntad de Percy de leerla motivado no por historia de Ignatus Reilly sino por la trágica del propio Toole.

En la actualidad, esta problemática pareciera no importar, no hay agenda que la marque. El Estado, sin sorprender, ausente. Sin programas integrales, otorga más poder a las empresas que manejan el mercado y produce sistemáticamente un vaciamiento cultural en todas las áreas, literatura, cine, teatro, música, pintura, etc. El presupuesto que le corresponde a proyectos culturales se destina a otras áreas, y asimismo se intensifica el cierre de centros culturales tras la nulidad de fondos o presiones patoteras, como lo ocurrido hace unos años con el Teatro San Martín, o en diciembre del 2015, a días de asumir el gobierno, en la represión del centro cultural de Vicente López, por sólo nombrar dos ejemplos. No podemos pretender una intervención del Estado ante una problemática que a este gobierno ni siquiera se le asoma cercana, o que incluso, en el marco cultural, muestra su verdadera intención, un pueblo que no piense y que no exprese ideas.



La literatura argentina, sin embargo, está, no se ha perdido, ni ha disminuido. Los escritores y sus obras están, pero en trincheras. Caminan entre ediciones independientes, autogestión, edición y producción de sus propios libros, incluso en la mágica y estrellada venta de mano en mano de sus obras. Así fueron naciendo las FLIA, Feria del Libro Independiente y Alternativa, desde La Plata, pasando por Capital, Zona Oeste, Córdoba, Misiones, Neuquén, Rosario, y muchos otros puntos del país; las editoriales independientes con costos bajísimos y razonables, los fanzines que circulan en eventos culturales, los blog y portales web, las redes sociales como herramienta de difusión de textos, la escritura estimulada por el arte sin tiempo ni ordenamiento empresarial.

Los escritores se ven, pero en plazas, en bares con libros de mesa en mesa, en ferias artesanales, en colectivos, en centros culturales, teatros, en la caminata sentida de quien escribe por sentimientos y no por negocio, quien va en busca de que su obra circule sin otra pretensión de que la lea quien esté dispuesto a hacerlo.

Las obras de los nadies están al alcance de los lectores, con la curiosidad elevada a lo que el mercado les señala, y caminan sin pisar las vidrieras de las librerías comerciales, pero caminan.




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