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¿El problema es Cataluña o es España?

OPINIÓN de Joan del Alcàzar.- En 1994, a poco del levantamiento del hasta entonces desconocido Ejército Zapatista, al mando del subcomandante Marcos, se dio en México una polémica entre dos intelectuales prestigiosos: Octavio Paz y Carlos Fuentes. Tras el sobresalto por la aparición de aquella guerrilla que no quería la guerra, Paz dictaminó que el asunto era un problema que había que circunscribir a Chiapas, el estado en el que se había producido la insurgencia, por su atraso, su abandono y su pobreza; mientras tanto, Fuentes replicó –creo que con toda razón- que el problema no era Chiapas, sino México como país, como Estado, con sus insuficiencias políticas y sociales.

Hago este recordatorio porqué tantos años después creo qué –ante los tensos y complicados días que estamos viviendo- aquí predominan aquellos que piensan que el único problema es Cataluña, mientras que somos minoría quienes creemos que el gran problema real es España. Claro y raso: el grave problema de España no es Cataluña, sino la misma España con sus anacronismos, su altanería y su incapacidad para articular un discurso atractivo y convincente, así como su resistencia a iniciar un despliegue de cambios políticos y económicos que permita mantener la unidad del Estado a salvo de quienes, cansados u ofendidos, pretenden trascenderlo y separarse de él. Lo que está ocurriendo en Cataluña desde hace un tiempo no es causa, sino consecuencia.

No es necesario estar a favor o en contra de la deriva del independentismo catalán para aceptar que mientras que sus artífices tienen una propuesta que ha conseguido enganchar e ilusionar a casi la mitad de su población, la otra mitad carece de eso que ahora se llama relato, no tienen un discurso alternativo que los reconforte y que puedan oponer al discurso simple pero efectivo de los que proponen proclamar la República de Catalunya.

¿Por qué el problema es España? Pues hay, creo, razones coyunturales y estructurales. Entre las primeras cabe citar la existencia de un Gobierno, el de Rajoy, que no solo no gobierna, sino que se limita a mandar a la vieja usanza. Garrotazo y tente tieso, ordeno y mando, la ley es la ley y no se hable más. Se trata de un gobierno dirigido por un indolente incapaz que lleva años alimentando el discurso y los efectivos de los soberanistas a fuerza de hacer como que ni los ve ni los oye y, además, parapetándose tras cualquier barricada que se le ocurra: desde los jueces a la policía, desde la Monarquía al Tribunal Constitucional. Lo que haga falta, sin que jamás haya salido de su boca una propuesta de nada excepto la de “Alto a la Guardia Civil”. En su apoyo, a Rajoy, se ha unido la flor y nata del socialismo felipista, los viejos y algunos jóvenes que parecen tan incapaces como los veteranos de comprender cómo ha cambiado España desde los años ochenta hasta hoy.

Pese a todos ellos, las razones estructurales son las realmente graves. La más importante de ellas no es que la mayor parte de los españoles tenga una concepción castellanista de España, siendo ésta una cuestión relevante, sino que ese posicionamiento se aleja cada vez más de la realidad que se vive en buena parte de la España periférica; entendiendo por tal, fundamentalmente, a aquellas regiones que tienen lengua propia como son Cataluña y el País Vasco y también, aunque en otro orden, Galicia, las Islas Baleares y el País Valenciano.

Esa concepción unitarista que se retroalimenta reactiva en oposición a una visión plurinacional, federalista o directamente separatista, choca con virulencia en los momentos de confrontación como el que estamos viviendo desde las últimas semanas. Hay que leer la prensa extranjera, más distanciada por definición, para comprender con qué facilidad se percibe desde afuera ese antagonismo.

No obstante, por cuanto hace a Cataluña, desde el Gobierno Rajoy y desde los grandes medios de comunicación siempre se insiste en que la mayoría de los ciudadanos de Cataluña no secundan las ansias de los independentistas. Cosa que dicha así, seguramente, es cierta y más de la mitad de la población del Principado no desea independizarse de España. Esta convicción, que puede ser reconfortante para algunos, oculta una realidad en la que no se insiste suficientemente: que si atendemos a los grupos de edad, entre los más jóvenes la correlación de fuerzas entre partidarios de la unidad y partidarios de la secesión se invierte absoluta y radicalmente. Si eso es así, y todos los indicadores lo confirman, el mal llamado problema catalán no solo no desaparecerá, sino que irá a más año tras año. Otrosí puede decirse de otras regiones periféricas, singularmente del País Vasco, pero no solo.

Sería deseable, por tanto, que esa parte de ciudadanos de la España autocomplaciente se detuviera a pensar por qué está pasando lo que está pasando. Primero “lo de los catalanes” era cosa de dinero: querían más parte del pastel para ellos, tan egoístas siempre. Luego fue la manipulación de los cerebros entre las escuelas y la TV3. Ahora es el obtuso y recalcitrante antiespañolismo y la falta de una respuesta enérgica por parte del Estado: “A por ellos, oe, oe, oe”.

Son mayoría los españoles, incluso gente políticamente progresista, que creen que la situación de rebeldía en Cataluña se solucionaría con mano dura de una buena vez. Pues va a ser que no. Incluso si Rajoy se dejara llevar por la tentación de machacar al soberanismo catalán, lejos de solucionarse, el problema crecería todavía más.

La policía y la guardia civil, dirigidas por incapaces convirtieron el totalmente devaluado referéndum en portada de los medios internacionales. Calló Rajoy y habló el Rey para decir lo mismo que hubiera querido decir el Presidente. Su segunda, la señora Sáenz de Santamaría, apareció minutos después de la intervención institucional del señor Puigdemont –tozudo e inasequible, aunque con puerta abierta al fondo- para amenazar con las penas del infierno a todo el mundo. Y mientras tanto, al mismo tiempo que sigue creciendo el número de los catalanes que ya han roto emocionalmente con España, el asunto es motivo de debate en el Parlamento Europeo, pero no en el español. En éste se hará, según ha dicho su inefable presidenta, “cuando el presidente Rajoy tenga tiempo”. De momento, éste prefiere hablar con distintas dignidades de la Iglesia católica, y con los amigos más o menos fervorosos; léase Ciudadanos y el PSOE de las dos cabezas.

Bancos y grandes empresas quizá sacarán sus sedes sociales –que no las operativas- de Cataluña; la Unión Europea, más pronto que tarde presionará para encontrar un punto de contención del problema que no pase por la Guardia Civil, y que cierre veleidades en otros países. Quizá el bloque independentista se divida, aquejado una parte de él de un vértigo insoportable. Pero esas, pese a todo, serán respuestas coyunturales que no acabarán con el problema. Y es que la obsolescencia del Pacto Constitucional de 78 no es Cataluña la que lo evidencia; es España, con su negativa mayoritaria a revisarse y a repensarse a sí misma.

Las concentraciones blancas por el diálogo del sábado a las puertas de muchos ayuntamientos de España, incluida la Plaça de Sant Jaume en Barcelona, no son una flor que hará primavera, pero quizá marcan una senda todavía apenas perceptible para la esperanza.




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