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¿Bandera blanca?

OPINIÓN de Joan del Alcàzar.- Quizás a estas alturas -permitidme pensarlo, y no sólo desearlo- la parte menos radical del Partido Popular y su homóloga de los partidos independentistas han llegado a concluir que ninguno de los dos tiene la fuerza suficiente para vencer en la crisis de Estado que padecemos desde hace demasiado. De hecho, el balance final de todo el Procés es a día de hoy muy decepcionante para aquellos que creyeron que la independencia estaba muy próxima. El ex consejero Santi Vila, hoy aislado en un rincón del escenario, lo ha expresado de manera muy gráfica: "teníamos que llevar el país a la preindependencia y hemos vuelto a la preautonomía".

Desde el gobierno de Rajoy llegan señales inequívocas de que son sabedores de que han cometido errores muy graves, así como de la necesidad de reconducir el conflicto hacia un escenario menos visceral que el inaugurado el 1O con la lamentable e impresentable intervención de la policía. Aquella actuación represiva se ha convertido en una mancha negra en la imagen de la España del PP que costará eliminar.

Además, Rajoy y los moderados que encabeza -moderados si los comparamos a los halcones que sintonizan con el deseo de castigar a los catalanes de una buena vez-, han visto que tienen dentro de casa y en los alrededores algunos de este grupo que son más papistas que el Papa, como el fiscal Maza o el juvenil Pablo Casado, así como, en general, los aznaristas que todavía tienen poder dentro del PP.

La decisión de Carmen Lamela de enviar a prisión a Junqueres y el resto de los consejeros, que habían acudido voluntariamente a la Audiencia Nacional, logró reavivar a la infantería secesionista, todavía desconcertada por lo ocurrido después de la sesión del Parlament de Cataluña, de que los dirigentes independentistas marcharan de fin de semana después de proclamar (?) la independencia, de que la bandera española continuara ondeando en la Plaça de Sant Jaume, y de que el presidente Puigdemont apareciera en Bruselas como un exiliado mediático. Objetivamente, el encarcelamiento de buena parte de la dirigencia soberanista fue un gol en contra que volvía a equilibrar un partido en el que Rajoy se había puesto por delante al convocar elecciones para el 21 de diciembre.

Mientras que Junqueres y el resto del Gobierno iban a prisión, en el Tribunal Supremo Carmen Forcadell y el resto de la Mesa del Parlament recibían un trato bien distinto que, en tan sólo una semana, ha conseguido cambiar radicalmente la estrategia de la defensa. La presidenta pasó una noche en Alcalá Meco y, tras depositar una fianza quedó en libertad. La nueva estrategia de los acusados ​​ha pasado por acatar explícitamente el artículo 155, por declarar que la DUI fue un acto puramente testimonial y por comprometerse a no actuar en el futuro al margen del marco constitucional. Han sido advertidos por el juez Llarena de qué les pasará si esta nueva línea de defensa es un ardid.

En cualquier caso, Rajoy ha recuperado terreno porque parece haberse hecho de nuevo con el control de la situación, y la caverna política y mediática de Madrid lo celebra alborozada haciendo burlas y chistes sobre la cobardía de los catalufos. Que el torpe Zoido no volviera a reproducir el desastre del 1O el día de la huelga general, cuando unos pocos miles de personas, en su mayoría estudiantes, cortaron autopistas y ferrocarriles, es también un indicador de que desde Madrid no quieren más errores que lamentar amargamente después.

En la orilla independentista habrá que ver cómo se decodifican los compromisos de Forcadell y de sus compañeros ante el juez Llarena por parte de ANC, Òmnium y, también, con respecto a ese nuevo actor recientemente aparecido que son los Comités de Defensa de la República, poco menos de doscientos colectivos que se caracterizan por la acción asamblearia, directa y descentralizada. De momento ya se tienen noticias de quejas y críticas internas hacia la dirección de ANC. Sin embargo, la imponente manifestación de Barcelona por la liberación de los presos del sábado es una prueba de que los secesionistas mantienen una buena capacidad de movilización.

En los próximos días habrá que estar muy atentos a cómo evoluciona la estrategia de Puigdemont en Bruselas, cada vez más arriesgada y más autónoma de la dirección de PDCat, que teme un desastre electoral en diciembre.

Por ahora parece que los soberanistas competirán por separado con sus siglas el día 21D, y competir significa competir. Es decir, que les resultará difícil no acusarse de muchas cosas en cuanto al resultado actual del Procés. Quién puso más carne en el asador, quién se echó atrás en según qué momentos, quién no supo parar respuestas como las de los bancos y las grandes empresas, quién falló en cuanto a los apoyos internacionales, qué hacer ante la demostrada capacidad judicial del Estado, etc., etc., etc. Todas estas cuestiones van a ser motivo de discusión. Cuál es el grado de sintonía con las organizaciones de masas que han llevado el peso de las grandes movilizaciones, y que tienen a sus líderes en prisión, es también una incógnita que se resolverá pronto.

En cualquier caso, parece evidente que la estrategia de confrontación total no ha funcionado. Tampoco desde la perspectiva del gobierno de Madrid el escenario actual es el deseable. Si las elecciones del 21D, finalmente, dieran como resultado un Parlamento más o menos parecido al que quedó disuelto por la aplicación del 155, quizá habría llegado el momento de desplegar banderas blancas de negociación. Perseverar en el conflicto frontal como está planteándose desde Bruselas y desde el españolismo radical sería muy nocivo para Cataluña y para España, así que precedidos por la bandera blanca los soberanistas deberían ofrecer un compromiso explícito y leal de respetar el marco legal actual, mientras que el Estado debería aceptar abrir negociaciones para promover una consulta inspirada en la vía escocesa. ¿Hay alguna opción más que levantar las banderas blancas de la negociación, previo el abandono de la voluntad de vencer a los otros?




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