Por Antonio Hermosa La dignidad prosigue su imparable andadura por la calle árabe, saltando de una acera a otra, de un pabellón a otro, con el claro objetivo de limpiar las madrigueras en las que se refugian los tiranos, protegidos por alambradas de prejuicios, superstición, fatalismo y violencia. No importa si para ello ha de afrontar amenazas de diversa ralea, habituales embajadores con los que se anuncia la muerte, o desafiar fuerzas que la superan en todo salvo en amor a la vida, engalanadas a veces unas y otras con serpientes de perversidad que, en el caso libio, casi parecería de un género desconocido de no existir la historia. La calle árabe, a pesar de las agresiones que de continuo sufren sus ocupantes -hombres y mujeres de hábitats, edades, ideologías y profesiones diversas-, sigue llena, y persiste con determinación en su objetivo de realizar sus ideales. Y recordemos, pues no está de más, que no llegaron allí declamando consignas antioccidentales en general, ni antiestado