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"Orbanistán" europeo

OPINIÓN de Antonio Hermosa   

El primer día del año quedó definitivamente aprobada la nueva Constitución húngara, cuya impronta antidemocrática y nacionalista dejan poco lugar a la duda. En tal modo, un miembro de la Unión Europea ilegaliza en parte la legalidad de la misma en su interior, y empieza a salirse del club aun permaneciendo dentro de él.

A Europa, por tanto, se le amontonan los enanos, hasta dar la impresión de que son más grandes que ella. En la guerra perenne entre mercado y política, primero la vimos capitular ante los mercados financieros, que, en concreto, en la provincia de la deuda soberana la dejó altamente endeudada y poco soberana para tomar iniciativas propias. De hecho, todavía hoy, con la guerra aún en curso, no se está seguro de si saldrá de ella entera y con el euro vivo, o como antes de unirse: cada mochuelo-país en su olivo nacional y el euro en ninguno de ellos. Frente a tales mercados, Europa parece una vieja y decrépita dama impotente ante ese héroe eternamente joven, fuerte y bello; después de todo, los individuos siempre hemos de alimentarnos para sobrevivir y, en ese periplo, ¿quién no mantiene perpetuamente en su alma una vela encendida al ídolo de la codicia, listo siempre para abandonar a la menor ocasión el sepulcro de impotencia en el que lo confina la normalidad cotidiana? ¿Y quién no sabe cómo, desatado, calcina la mayor parte del territorio solidario del alma humana dejando sólo algunas de las figuras con las que puede hacer negocio, como la ambición, el egoísmo, la arbitrariedad, etc.?

Después, y con gran alarde de gestos y fanfarrias, el directorio Merkozy interpretó a su manera la democracia interna de la Unión y transformó a las demás comparsas (perdón, quise decir países) en meras damas de compañía a las que vale como propio el sí quiero de los novios, demostrando lo libres que son y lo iguales que también son por ahora todos y cada uno de esos miembros soberanos. Es verdad que estamos ante un genuino casus necessitatis, con las iras de los mercados soplando amenazante sobre nuestras cabezas, y había que actuar; ¿pero tiene que ser la democracia la moneda de cambio? ¿Gobiernos tecnócratas, neutros pero del Opus algún cabecilla, son la solución frente a gobiernos electos? ¿Y si la solución funcionara, continuaríamos empleándola? ¿Y qué decir de los dos cónsules de la nueva Roma europea: era la única opción para pensar dentro de la crisis y combatirla? ¿Sólo la fuerza da la razón? Vamos dados entonces. Por limitarnos al jefe real, a Alemania, en su puritanismo justiciero no es raro ver rodar cabezas, especialmente ajenas, sí, pero también, de ser menester, valdría aquel fiat iustitia, pereat mundus del que Kant era devoto; y en su racionalidad parece tener mayor peso la historia que la voluntad, y en esa historia determinados prejuicios, como el control de la inflación –en teoría, el BCE existe solamente para ello-, ha alcanzado el rango de dogma teológico superior a cualquier otro precepto divino. Esto significaría, pues, que la opción germano(-francesa) sería la opción por antonomasia: lástima que determinados premios Nobel de economía, como Krugman o Stiglitz, no hayan podido entender todavía semejante Verdad.

Ahora bien, la reciente aprobación de la nueva Constitución de Hungría –el nuevo nombre de la anterior República de Hungría- vuelve a poner el dedo en la llaga democrática europea, que cada vez supura más. Orban ganó las elecciones del pasado año con un 53% de los votos, que la magia de la ley electoral convirtió en dos tercios de los escaños; quizá en nombre de la reciprocidad –a la que el contexto en el que opera quita todo velo de neutralidad-, quepa tildar de democrática dicha ley, pero lo cierto es que la sobrerrepresentación que concede al partido ganador viola la igualdad de derechos de los ciudadanos, que, restringida al puro acto de votar, la ven así aparecer en el acto de formación de un gobierno y, cuando éste no es el suyo, desaparecer un segundo después en el ejercicio de gobernar.

Quizá sea asimismo democrático rediseñar el mapa de las circunscripciones electorales, al punto que con el nuevo las elecciones antes perdidas por el Fidesz, el partido del caudillo húngaro, habrían sido elecciones ganadas; si, de añadidura, se asesta un duro golpe a las minorías, pues, oiga, para eso están, que bien mirado no forman más que ruido. Y no hablemos de otorgar rango constitucional a leyes que no deben serlo, como la que fija en un 16% de la renta el único impuesto legalmente reconocido, lo que a partir de ahora exigirá dos tercios de la cámara para modificarla, y tiene la virtud política de impedir la implantación de medidas fiscales urgentes con las que afrontar la necesidad (bueno, aquí, digamos más bien que, llegada la ocasión, seguro que el gobierno sabrá hacer, precisamente, de la necesidad virtud; de hecho, las negociaciones solicitadas con el antes denostado FMI parecen apuntar en esa dirección). O de ocupar con personal sacado de la propia costilla ideológica, de la más próxima al trasero del líder, naturalmente, los cargos más insignes de la magistratura, la justicia, el ejército y la economía; ley ésa, la de confundir partido y Estado, y en última instancia partido y país, que los aspirantes a tirano aprenden instintivamente y que, aun cuando la suerte les contrariara electoralmente en elecciones siguientes –muy mal deben salirle las cosas, por cierto, por cuanto medidas como las citadas tienen en su punto de mira justamente el de predecir la suerte, fijando al futuro a una dirección preasignada-, garantizaría el conflicto con el nuevo ejecutivo: los esbirros que hoy ocupan los cargos devendrían de inmediato el caballo de Troya institucional del partido depuesto, un contrapoder social en plena arena política.

Por otro lado, no sé si es democrático o no reducir las dádivas religiosas a sólo catorce entidades -entre ellas, lógico, y de manera harto mayoritaria, la Iglesia católica- de los aproximadamente 3.000 pedigüeños anteriores; a mí me parece que de la concesión de tales ayudas aún sobran catorce más; pero aquí seguro que no habrá problemas a la hora de repartirse el tesoro que no les corresponde; ya que el partido gobernante húngaro merecería en este punto ser español dada su incapacidad para respetar el laicismo, seguro estoy que los demás correligionarios o renuncian al dinero en nombre de la igualdad o lo reparten generosa y equitativamente con sus hermanos desamparados, como asiduamente constatamos por doquier. Y tampoco sé si es muy democrático atribuirse la bendición constitucional de la divinidad –“Dios bendiga a los húngaros”-; en todo caso, sí podrían haber perfeccionado la fórmula, más o menos así: mejor de lo que lo hizo en otros tiempos con irlandeses, surafricanos, y otros benditos, porque a juzgar por los resultados parece que no le hubieran orado bastante. ¿Y qué decir de la afirmación constitucional de que “el embrión es un ser humano” a todos los efectos? No sé si será muy o muy poco democrática, pero de científica no tiene un pelo. Me temo que la jerarquía gobernante, y me temo asimismo que no sólo la jerarquía política, mejor habría hecho si, además de pedirle a Dios que bendijera a todos los húngaros, le hubiera pedido también que, a ellos en particular, les iluminara sus mentes.

Una cosa más. No entiendo nada de economía, y quizá por eso no entiendo por qué debe un banco central ser independiente de los poderes públicos; hemos aprendido además, en la reciente crisis en la que aún nos hallamos inmersos, que dicha autonomía ha sido uno de los factores desencadenantes de la misma. Por eso quizá no sea una mala idea que Orban y sus huestes hayan decidido cortocircuitar la aludida independencia, aunque tampoco lo sea buena que el órgano encargado de hacerlo esté constituido por tres de sus meretrices políticas.

Ahora bien, sea cual fuere la bondad de la medida en sí misma, lo cierto es que Hungría pertenece a una asociación en la que rige el principio contrario, y los miembros deben respetar las reglas de juego todos por igual (esto, lógico, vale también para Alemania y Francia). Quien viva a disgusto dentro de la misma, debe valerse de los procedimientos ordinarios a fin de cambiar su situación, pero no llevarse discrecionalmente el agua a su molino; a ninguno se les puede echar, pero todos conocen la puerta de salida (y si alguien tiene alguna duda que pregunte a los conservadores ingleses). Lo que la Unión no debe consentir es nuevas violaciones de las normas comunes en su seno; o, en su defecto, afirmar que, en realidad, se trata de una Unión disuelta, pero como en Europa fingimos amar las formas pues hacemos como si existiera.

Por lo demás, ninguna mayoría puede hacer y deshacer a su antojo en ninguna democracia real, por poderosa que sea. Los poderes tienen un límite en las leyes, y éstas, como aquéllos, otro, verdaderamente insuperable, en los derechos fundamentales. Y cuando se rompen los compromisos, se actúa contra las minorías, se coarta la libertad de expresión o se coaccionan las creencias privadas, etc., tales derechos están, con mayor o menor intensidad, siendo vulnerados. Decenas de miles de húngaros salieron anteayer a la calle a protestar contra la tiranía en ciernes de Viktor Orban, mientras las autoridades europeas se dedican a cartita va, cartita viene frente al narcisismo autócrata de aquél. Pero en esas protestas también se oyen gritos contra la situación económica húngara, la que iba a ser niña mimada del proyecto político ganador y que está deteriorando rápidamente el país. Sólo falta que también en este caso acaben siendo los mercados los que acaben interviniendo políticamente en el país y dictándole el rumbo, enmendándole la plana a la Unión Europea. No servirá, en ningún caso, de consuelo, porque será más exigente la duda de para qué nos sirve y porque las razones políticas de los mercados no coinciden precisamente con las necesidades más urgentes de las personas a las que la crisis está llevando o ha situado ya ante el abismo.





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