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Cuerpo triste

OPINIÓN de Ana Cuevas Pascual.- He pasado los últimos meses despistando mi dolor. Deambulando cual perrillo abandonado en la autopista. Indiferente al berlanguiano espectáculo de la política del que, cuando de forma tangencial he sabido algo, me ha hecho sentir como una espectadora obligada a ver representada la misma comedia bufa y mala hasta el final de sus días. Puede ser que mi corazón ande más cínico que de costumbre y una nube existencial me cubra como una manta de cuervos. Todos tenemos momentos que marcan un antes y un después. Un punto de inflexión que pone patas arriba tus entrañas.
Poco antes de su muerte, le prometí a un gran amigo que seguiría defendiendo la utopía. Siempre supimos que ninguno de los dos viviríamos lo suficiente para ver ese mundo nuevo que anhelaban nuestros corazones. Pero nada podía arrebatarnos la esperanza de que, algún día, los seres humanos comprendamos que nuestra supervivencia como especie depende más de la solidaridad que de la fuerza.

Hablar de la tragicomedia carpetovetona que están dando los políticos me parece, con todos los respetos, una mierda.

Me aburre. Me da pereza, Mientras los partidos se enzarzan en una mascarada de polichinelas, en la que ninguno quiere bailar con la más fea, la vida de las personas corrientes continúa. En nuestro país, el paro y la precariedad laboral se ceban especialmente con los más jóvenes. Generaciones perdidas, las llaman. Víctimas colaterales de un sistema criminal que antepone el capital al progreso de los pueblos. Y aquí no hay ideología que valga. En este mundo canalla, tanto tienes, tanto vales. Y algunos solo somos cifras anónimas. Peones sacrificables en el tablero maldito donde unos tiburones psicópatas se juegan el presente y el futuro de la humanidad.

Nuestra particular "escopeta nacional" tiene su cuajo, pero el panorama internacional solo puede calificarse de catastrófico. El horror de las guerras "ad hoc" a los intereses de tirios y troyanos, es la muestra del desprecio que se siente por la vida de millones de personas en todo el mundo. Guerras urdidas para cambiar sangre por petróleo o por diamantes. Guerras diseñadas desde cómodos sillones de cuero, dentro de despachos elegantes y bien perfumados, posiblemente para que no se asfixien con su propia peste a podredumbre. Los niños fallecen entre los escombros, mueren de hambre, pierden la inocencia con un hachazo seco que les parte el alma para siempre. Pero volvemos la espalda por respuesta. Miramos a otro lado y esperamos que no haya consecuencias. Pensamos, pobres majaderos, que nuestras europeas vidas son más valiosas que las suyas. Que a nosotros no puede pasarnos esto.

La inmensa mayoría de nosotros somos menos que nada para estos carniceros. Hay muchas formas de declararle la guerra a un país, no seamos ingenuos. De dirigir certeros torpedos a la línea de flotación de su democracia. De aullar como manadas de lobos ante la posibilidad de que las sociedades llegase a autogobernarse al margen de sus afiladas garras.

Intentaré cumplir mi promesa, querido Antonio. Pero quiero que entiendas que, estos días, se me está haciendo bastante cuesta arriba. La utopía no prende en desolados páramos De momento arrastro este cuerpo triste como puedo y finjo que la vida continúa, como si no pasara nada. Supongo que solo necesito tiempo. Como tú me decías con frecuencia, la cabra, al final, siempre tira al monte.




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