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Pandora

OPINIÓN de Jorge Majfud 



Siempre que se sube a la Bestia se tropieza con la maleta. Alguna vez llegué a pensar que lo hace a propósito, sólo por fastidiarme, pero no tiene mucho sentido porque apenas sabe que existo. Después de tres años a su servicio, aún no recuerda mi nombre. A veces me llama Ernest y a veces Robert, no sé por qué, pero me han dicho que odia a Robert de Niro. Tal vez lo hace por torpeza, como casi todo lo que hace. Por torpeza y por otras necesidades ocultas que nunca nadie ha podido revelar, porque el señor presidente es como un tótem de madera que no mira ni escucha, pero exige ser escuchado y admirado.

Estos años en la Casa Blanca no le han hecho bien a él tampoco. La gente cree que llegar a la cima del poder del mundo es un honor que no tiene equivalente y que no lo quita nada ni nadie, pero estoy seguro que la primera dama ya no cree lo mismo después de su breve estadía. De todas formas, sin importar lo que piense la primera dama, ella es el ejemplo vivo de una inmigrante que debió sacrificarse en los trabajos más difíciles al llegar al nuevo país huyendo de su pasado comunista y no sólo llegó a casarse con uno de los hombres más ricos de la nación sino que se convirtió en la Primera dama de este país, aunque los sarcásticos que nunca faltan podrían agregar que es otra prueba de que los inmigrantes hacen el trabajo sucio que los ciudadanos no quieren hacer.

Tampoco el presidente es feliz. Esto no es ninguna revelación, pero este año, debido a las pestes que asolan la nación, su trato se ha vuelto imposible. Para aliviar sus frustraciones de abstemio empedernido y, ahora también, de mujeriego castrado, cada día necesita despedir a alguien de su trabajo en la Casa Blanca, por lo que es un verdadero milagro que yo siga en esta monótona responsabilidad de llevar la maleta que encierra el destino del Planeta.

Ahora me llama Bob, por lo que pienso que me confunde con Robert Kennedy. Creo que ya he declarado que su humor y su estabilidad emocional han ido en declive. Muchas cosas se podrían explicar si no fuese abstemio, como esos tweets llenos de rabia y de errores ortográficos luego de las 7: 30 de la noche, pero es probable que esté sufriendo de otro tipo de privaciones. Sin ser un profesional en la materia, sospecho que un narcisista no sólo sufre de su propio ego sino de un fuerte deseo sexual de conquista. En este sentido, vivir en la Casa Blanca y ser   seguido día y noche por la seguridad y por las cámaras de los medios privados debe ser como para un alcohólico vivir en un país musulmán o en un hospital de rehabilitación. Antes, por lo menos, sus citas clandestinas se resolvían con un cheque de su abogado. Antes podía sentar a las jovencitas en sus rodillas sin muchas precauciones porque, como bien decía, cuando alguien es rico y famoso puede hacer lo que quiera, incluso arrastrar a las mujeres por donde orinan y paren. La que se negaba terminaba su carrera allí mismo.

Pero no hay felicidad completa. La muerte de un negro a manos de la policía desató otra ola de protestas que están incendiando el país. Parece que el hombre había perdido su trabajo de guardia porque se contagió del virus. Como pasa con esta gente siempre, tomó una mala decisión y trató de comprar cigarrillos con un billete falso de veinte dólares. Sin comentarios, porque todo lo que diga podría ser usado en mi contra. El policía lo asfixió con su rodilla. La peste no deja respirar a los enfermos, la policía no deja respirar a los negros, los negros no dejan respirar al presidente. Sí, ese mismo que llegó hasta aquí prometiendo levantar un muro para protegernos de los mexicanos y ahora en la Casa Blanca estamos rodeado por una valla similar a la de la frontera para protegernos de los indeseables.

La peste no es racista, pero prefiere matar más a los negros y a los mestizos, sobre todo si son pobres. Claro que a nadie se le ocurre hacer marchas e incendiar edificios federales por este hecho incontestable de la naturaleza o del Señor. Aparentemente tampoco es una peste con preferencias políticas, pero los partidarios del presidente han decidido negarla o se han negado a seguir las recomendaciones del médico de la corte y de los curanderos de la villa. Cuando surgió el Sida hace unas décadas atrás, se atribuyó el mal que mataba a más homosexuales como un castigo de Dios. Lo mismo se había dicho del Huracán Katrina porque había arrasado New Orleans, una ciudad de negros y con algunas fiestas de Mardi Gras. Por alguna razón ahora se prefiere negar la pandemia y atribuírsele a una conspiración internacional. Los pastores que rezaban con sus manos en la espalda del presidente no han vuelto por la Casa Blanca, como si el Señor se hubiese cansado de escucharlos o hubiese decidido abandonarlos. Algunos no pueden venir, sobre todo aquellos que dijeron que Dios es más grande que el virus, lo cual es obvio, y celebraron misas sin cuidarse de los contagios y Dios decidió llevárselos para alguna parte.

Hasta principios de este año las cosas no iban tan mal. No puedo decir que iban bien, porque para una persona que ni los miles de millones de dólares de su fortuna ni las adulaciones multitudinarias de ser el presidente del país más poderoso del mundo han logrado darle alguna vez alguna satisfacción duradera. Menos un momento de felicidad o dos horas de paz interior. Pero al menos antes de la peste el presidente estaba más eufórico. Según los reportes del Producto Bruto Interno y de los ciudadanos sin empleo, la economía iba bien, sin novedades, siempre creciendo, como si fuese un estado de la naturaleza. Los de abajo no se dejaban sentir tanto como ahora. Pero todo comenzó a venirse abajo con la peste. La peste no sólo hundió los negocios sino las posibilidades de reelección del presidente. La peste tiene la culpa de que los negros se hayan acordado de que son negros y por uno solo que se murió a manos, o bajo las rodillas de un policía que sólo cumplía con la ley, miles salieron a romper vidrios y robarse lo que no es de ellos… Pero mejor dejo esto aquí, porque lo mío no es la política sino cargar la maleta que contiene el destino del Planeta.

Ayer, el presidente se sentó a mi lado y me preguntó si yo saldría a romper vidrios si un policía matase a un hombre pelirrojo. Fue la primera vez que me di cuenta de que mi pelo se parece al del presidente y mi hija tiene algo de su hija. Le dije que no, que por supuesto no, que naturalmente eso sería absurdo, un acto injustificado. Me dijo que yo era un hombre decente y razonable, que ciertamente había actos criminales injustificados y que por algo yo cargaba la maleta con el código atómico y no otro, que, si yo fuese alguno de esos negros que andan protestando y rompiendo vidrios, la Humanidad ya habría dejado de existir, y que por algo cada tanto el Señor mandaba alguna peste para corregir el rumbo del mundo.

En este momento, el presidente se interrumpió como si de repente se le hubiese atravesado un pensamiento, como se le cruzó a Joe Kamberra (José Cabrera), el chofer, un camión que casi nos lleva por delante, la tarde cuando no íbamos con escolta policial. Inmediatamente el presidente se bajó de la Bestia y, poco después, la policía limpió el área y lo vimos caminando hacia la iglesia que está frente a la Casa Blanca donde se tomó la famosa foto sosteniendo una Biblia.

Yo lo entiendo y me preocupa su estado de salud. Él no lo sabe, pero lo entiendo. Para evitar que toda la economía se viniera al suelo debido a la peste enviada por el Señor, alguien propuso que los hombres más ricos del país abrieran sus arcas y dejaran gotear algo de lo que se había acumulado en las copas más altas durante los incontables años de la euforia. Pero ni el presidente ni los hombres más poderosos estuvieron de acuerdo y, con manifiesta valentía, acusaron a sus proponentes y a la peste misma de brujería.

La solución era algo muy distinto que parecía algo muy igual: repetir el mismo recurso usado cuando la economía se hundió doce años atrás. Pero esta vez ni siquiera fue necesario imprimir dinero en forma de papel para distribuirlo entre los bancos y la población. Bastó con agregar unos cuantos ceros en el sistema electrónico y enviar cheques a los de abajo. Estoy seguro de que el papel de los cheques, el papel de los sobres y el servicio de distribución del correo costó más que los millones de millones inventados en la Reserva Federal golpeando seis o nueve veces la tecla del cero. 000.000.000.000. Muchos se alegraron y dieron vivas al presidente, cuya firma fue estampada en cada uno de los cheques, como si se tratase de su propio dinero. El truco lo pagarán los hijos de quienes lo usen para comprar alimentos para sus hijos y todos aquellos que alrededor del mundo tengan alguna cuenta de banco en dólares. ¿De dónde saldría tanto valor creado de la nada si no es de todas esas cuentas que, a partir de entonces, valen un poquito menos?

De cualquier forma, este virus nos ha jodido a todos. Aunque, en proporción ha matado a más negros y latinos que americanos, de todas formas nos ha arruinado la economía y los negocios se han ido al carajo, por lo cual no podemos atribuirlo a un castigo del Señor como solemos hacerlo con los huracanes que devastan ciudades como Nueva Orleans. El Señor no sería tan tonto como para incendiar un palacio para matar a tres ratones. El Señor no sería capaz de esa desconsideración con su pueblo elegido. En Dios confiamos, así que Dios debe confiar en nosotros. Pero el virus no tiene raza, ni religión, ni ideología ni se puede ver para acabarlo con cien mil toneladas de bombas en algún país de mierda, como bien dice el presidente.

Creo que ya hemos pasado los cien mil muertos, pese a la genial idea del presidente de beber cloro. Sí, yo sé que los zurdos se han burlado de esta idea, pero incluso ellos saben que este producto es muy efectivo contra el virus. La idea todavía está en etapa de experimentación, aunque la población en situación desfavorable no se decide a un sacrificio patriótico, por lo cual deberemos esperar. Claro que tal vez la idea no prospere debido a la deshonesta campaña en su contra y en contra de todo lo que salga del cerebro privilegiado del presidente. La prensa se ha encargado de esto inventando que muchos ciudadanos han muerto por ingesta de cloro, pero aún si esta información fuese verdadera, no se puede atribuir las muertes al presidente, ya que este es el país de los libres y cada uno es responsable de lo que hace.

Lo mismo el jabón. Jabón en lugar de jamón es algo que todavía deberá probarse, al igual que las inmersiones en baños turcos, ya que es sabido que el virus no resiste los cincuenta grados centígrados. Apenas tenga la oportunidad de hablar con el presidente, le propondré otra idea que puede revolucionar la medicina y salvarnos del virus y salvar trillones de dólares en negocios: cuando alguien tenga fiebre, en lugar de bajarla con ibuprofeno o con una aspirina, lo mejor será aumentar la fiebre hasta los cincuenta grados, por uno o dos minutos, hasta que el virus se muera. Ni en Harvard ni en Emory ni el MIT se les ha ocurrido, porque ellos están encerrados en su burbuja, lejos de la realidad…

Ahora se tropieza con la maleta negra una vez más y la pone a su lado mientras yo busco el momento adecuado para comunicarle mi idea. El presidente acaricia la maleta como si fuese una mascota. “¿Y si aquí estuviera la fórmula que matarse al virus?” me dice, porque no es una pregunta.

Yo intento decirle que tengo la solución, pero no me salen las palabras. Sólo una especie de tic ansioso que no me deja hablar, como cuando era niño y soñaba que me ahogaba en un río y no me salían ni siquiera las palabras para pedir ayuda a una multitud que en la orilla disfrutaba de una fiesta de fin de año. Para consolarme, mi madre me decía que “era solo un sueño”. Con los años, como ahora, mientras aprieto la maleta con el código de oro, me doy cuenta de que todo es mentira, menos los sueños.

Como excusa a mi incapacidad de transmitir lo que pienso, pienso que mi trabajo es cargar con esa maleta que guarda los códigos de oro, como Sísifo cargaba con el mundo, y tenerla siempre al alcance de la mano del presidente de turno. Alguna vez le pregunté por qué no usaba máscara para protegerse del virus y, como si no me hubiese escuchado, me preguntó por qué una maleta que guarda códigos es tan grande y tan pesada. Yo fingí no saber la respuesta. Él tiene el mundo en sus manos, pero yo tengo el mío en las mías. Es mentira, pero la vida está hecha de mentiras. El secreto es saber mentirse a uno mismo para luego poder mentirle a los demás. Eso es la realidad. Eso es la verdad.

El presidente me dijo algo como que lo que yo cargaba siempre como si fuera parte de mi cuerpo, en realidad era la caja de Pandora que cargaba muchas plagas, esas cosas que cada tanto el Señor decide liberar haciendo uso de una mano elegida. Reconozco mis debilidades. No pude contener un temblor al escuchar eso de la mano elegida. Tal vez el presidente ni lo advirtió. Simplemente continuó con sus pensamientos en voz alta: “Porque si Dios envía una peste, ¿quiénes somos nosotros para contradecirlo? Tal vez se trata de un mensaje y la peste no es un castigo sino una señal, una bendición. Tal vez lo que Dios quiere decir es que yo debo abrir la maleta que guarda el código de oro con la solución a todos los problemas de la humanidad”.

Más o menos eso fue lo que me dijo o eso es lo que recuerdo ahora. El presidente nunca habla de Dios, pero últimamente se nota cierta espiritualidad. Desde entonces, no dejo de pensar que algún día, por lo menos antes de dejar el cargo, no podrá resistir la tentación o la orden divina de abrirla. De abrirla, en el mejor de los casos. Cuando el presidente me la pida no preguntaré para qué ni por qué. No es mi trabajo cuestionar ni controlar ni vigilar al presidente y mucho menos negarme a poner en sus manos el código que activa el arsenal atómico que podría hundir el planeta en una nueva Era de hielo.

Ayer mismo me armé de valor y decidí tocar el tema del virus para comunicarle mi idea. Yo sabía que él la repetiría ante los micrófonos de los medios como si fuese su idea, sin siquiera mencionar mi nombre, el que nunca aprendió, pero a mí nada de eso importaba. Yo sólo quería salvar a la humanidad y que el Señor lo viese. ¿A quién podría importarle la fama cuando lo espera la Paraíso eterno?

Para distraer al presidente de su mirada pensativa en mi maleta negra, le pregunté si ya tenía alguna idea para combatir el virus. Como siempre, el presidente señaló su cabeza con un dedo y dijo: “Muchas, pero siempre hay una solución final para imponer la ley y el orden”.

Desde entonces no he podido dormir bien y hasta he llegado a jugar con la idea de romper la ley y el orden cambiando los códigos de mi maleta. Al fin y al cabo, es mía, y da lo mismo que la existencia de la humanidad dependa de un hombre que duerme en el ala Oeste de la Casa Blanca que de uno que no duerme en el ala Este.

Pero como ciudadano y servidor de la Nación más grande de la historia, nunca violaré ninguna ley. El Señor no me lo perdonaría y, al fin y al cabo, la vida aquí en la Tierra es breve, transitoria e insignificante.







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