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Entre Hegel y la Kwanzaa




Por Carlos Micó


En los últimos años asistimos al resurgimiento de las reivindicaciones sociales y políticas de africanos y afrodescendientes. Sin embargo, no es este el único escenario en el que se juega la dignidad del continente y de sus ciudadanos. La historia también debe una explicación rigurosa al papel de África en nuestro mundo.



El eurocentrismo ha situado ­tradicionalmente a África en un lugar marginal de la historia. Para muchos académicos, su papel era poco menos que irrelevante. Sus culturas eran arcaicas y apenas habían pasado del estadio tribal. En otras palabras, África no tenía historia. Era, por tanto, un lugar para el antropólogo o el naturalista, no para el historiador. Otros, por el contrario, han sostenido –amparados en los descubrimientos realizados en el campo de la paleoantropología– que no se puede entender la historia de la humanidad sin África.
El filósofo prusiano Georg ­Wilhelm Friedrich Hegel (1770–1831) hablaba de tres Áfricas: la septentrional, Egipto y lo que llamaba el África propiamente dicha –­subsahariana–. Describía esta última región de la siguiente manera: «El África propiamente dicha es la parte más característica del continente. Carece de interés histórico ya que sus habitantes viven sumidos en la barbarie y el salvajismo en una tierra que no les proporciona ningún elemento cultural. Desde el principio de los tiempos, África ha permanecido aislada del resto del mundo, es la tierra de la inocencia que, apartada de la historia autoconsciente, se encuentra envuelta en el oscuro manto de la noche».

La descripción de Hegel incluye varias de las claves que se emplearon para definir y explotar al continente y a sus habitantes durante más de un siglo. En primer lugar, se hace patente la división racial. Para él, los norteafricanos –especialmente los egipcios– eran «menos negros» y por ello superiores. Estos africanos sí poseían una historia propia de la que carecían los negros subsaharianos. El África negra se encontraba aislada del resto del mundo y, por lo tanto, su papel en la historia universal era periférico. Finalmente, Hegel hablaba de la inocencia de los negros. En una justificación paternalista del dominio europeo, los presentó como seres inmaduros, necesitados de la dirección de una inteligencia ­superior ­encarnada en la figura del hombre blanco.



Esculturas africanas en el Museo de África (Tervuren, Bélgica). Fotografía: Arterra/Getty



El tiempo de la colonia

La expansión colonial europea inició una nueva fase en las relaciones entre África y el resto del mundo. Los europeos arrebataron el control económico del Índico a los árabes. Desde allí, los exploradores blancos penetrarían hasta el interior del continente. La costa atlántica también caería en sus manos, y desde allí se iniciaría el sórdido comercio ­transatlántico de esclavos con destino a América, fruto del cual se establecieron grandes masas de poblaciones negras subsaharianas en América, lo que tendría consecuencias sociales y culturales permanentes. Por tanto, es probable que el momento en el que los africanos son arrancados de África rumbo a América sea cuando el continente se empieza a integrar en la historia universal.

Paradójicamente, la africanidad y el panafricanismo surgen fuera de África, en concreto en las Antillas y como consecuencia de la esclavitud. Esa conciencia de pertenecer a África no parece haber existido antes de la colonización y la diáspora. Gracias a personajes como Marcus Garvey, los descendientes de africanos empiezan a proclamar el orgullo de ser negros y manifiestan su deseo de volver al hogar de sus antepasados. En 1920, Garvey anunció que un rey negro sería coronado en África y que su proclamación marcaría el inicio de la liberación de los africanos sometidos y sus descendientes. La profecía se cumplió el 2 de noviembre de 1930 cuando Tafari ­Makonen fue coronado como emperador de Etiopía bajo el nombre de Haile ­Selassie I. La visión de Garvey y la figura de Makonen se convirtieron en los ejes vertebradores de un movimiento religioso panafricanista conocido como rastafarismo que tendría en el músico Bob Marley a su principal predicador. Como soberano etíope, Haile Selassie debía ser el encargado de liberar de la opresión a los afrodescendientes del mundo y permitir que estos pudieran volver a África. De hecho, en 1948, el emperador donó 500 acres de tierra para que los rastafaris retornaran a su tierra prometida (ver MN 639, pp. 36-41). Si se presta atención a las letras de Marley, se encuentran continuas referencias a la esclavitud y al retorno de los descendientes de la diáspora a territorio africano. Pese a la popularidad del jamaicano, de la música reggae y de su peso en la cultura popular, la profundidad y el origen de su discurso a menudo pasan desapercibidos en Occidente, donde son solo vistos como una representación musical más, asociada al consumo recreativo de marihuana y a una estética determinada. Esta visión reduccionista del panafricanismo contenida en el reggae demuestra nuevamente la deliberada simplificación de la compleja historia del continente y del discurso panafricanista.



Viñeta satírica sobre la discusión entre un blanco y un negro publicada en la Revista de Geografía, viajes y trajes (1877) / Getty


Sin cambios

A medida que avanzaba el siglo XX, el elemento civilizador fue ganando espacio en los círculos académicos en detrimento del componente racial. Sin embargo, la concepción de África no mejoró. Seguía siendo vista como un lugar incivilizado y atrasado. Sin embargo, a partir de los años 50, el discurso eurocentrista dominante empezó a mostrar tímidas señales de cambio. En Estados Unidos empezaron a surgir grupos africanistas de estudios subvencionados por el Gobierno de ­Washington. A lo largo de esa década, se desarrolló en paralelo en Europa, África y Estados Unidos una metodología interdisciplinar destinada a arrojar luz sobre la historia africana. La nueva corriente se apoyaba no solo en los documentos escritos, como se había hecho principalmente hasta entonces, sino también en la oralidad, la lingüística y la arqueología. La nueva y abundante historiografía impedía seguir manteniendo la afirmación de que los africanos no tenían historia. A partir de ese momento, se empezó a gestar la contestación al discurso dominante –en el que primaban la blancura y la civilización– que habían elaborado los primeros historiadores universales. Las primeras voces surgieron de un grupo de académicos afroamericanos de la Universidad de Harvard liderados por Carter G. Woodson y William Edward Burghardt Du Bois. Woodson, fundó The Journal of Negro History. Du Bois, por su parte, fue uno de los escritores más prolíficos de su tiempo y confrontó directamente el concepto de supremacía occidental en varias de sus obras.

En África, el debate sobre el posible origen subsahariano de la civilización egipcia formó parte de un proceso en el que un grupo de historiadores africanos impulsaron la revalorización de la historia del continente y sus pueblos. Dicho proceso supuso el nacimiento de una nueva corriente historiográfica conocida como Escuela de Dakar cuyo principal objetivo era revisar los trabajos elaborados por los historiadores coloniales y reformularlos desde un punto de vista africano. No es casualidad que el nacimiento de esta corriente revisionista –y hasta rupturista– coincidiera con el gran proceso descolonizador durante la década de 1960. La cabeza visible de la Escuela de Dakar fue el senegalés Cheikh Anta Diop (1923-1986). Físico nuclear de formación, ejerció como historiador, antropólogo y finalmente como político, intentando realzar el valor de la historia y la cultura africanas, reivindicando la originalidad, riqueza y complejidad de sus sociedades y su papel dentro de la historia universal. Diop defendía que la antigüedad egipcia supuso para la cultura africana lo que la grecolatina para la occidental. Afirmaba que muchos de los elementos presentes en las sociedades africanas –el totemismo, la arquitectura, la cosmovisión, los instrumentos musicales y un largo etcétera– eran compartidos con el antiguo Egipto. Así mismo, estudió y defendió la relación entre lenguas africanas actuales y del antiguo egipcio. El ­aspecto más polémico de su trabajo fue el que abogaba por la negritud de los antiguos egipcios.

Tarjeta de metro de Washington para coleccionistas con el rostro de Barack Obama. Fotografía: Paul J. Richards/Getty


La cuestión egipcia

El año 1974 brindó la oportunidad a Diop de defender su teoría en un marco de relevancia internacional. Entre el 28 de enero y el 3 de febrero se celebró en El Cairo el coloquio Población del antiguo Egipto y descodificación de la escritura meroítica. Durante esos seis días, Diop y su colega congoleño Théophile Obenga defendieron su teoría ante la egiptología occidental. Finalizado el encuentro, la africanidad de Egipto quedó totalmente reconocida debido a su lengua, arte, ­pensamiento y sistema social. Sin embargo, el término «africanidad» resultaba problemático. Para Diop y los partidarios de su teoría, el término tenía un significado étnico-cultural. Para los egiptólogos, en cambio, ilustraba una cuestión más bien geográfica. Sea como fuere, el principal objeto de discusión, referente al carácter africano del antiguo Egipto, quedó plenamente reconocido.

La cuestión de la africanidad egipcia puede parecer baladí, pero no lo es si tenemos en cuenta que durante demasiado tiempo se negó sistemáticamente la historicidad de las culturas del África subsahariana, su complejidad política o económica y su capacidad inventiva. Reconocer a un pueblo admirado y respetado por Occidente –el antiguo Egipto– como eminentemente africano, suponía una poderosa forma de reivindicar que África y los africanos tenían, en efecto, una historia equiparable a la de cualquier otro territorio o grupo humano.

Pese a que su discurso no ha superado la prueba del tiempo, llegando incluso a ser tildado de seudocientífico, lo cierto es que Diop abrió una nueva puerta para una joven generación de historiadores africanos que empezaron a estudiar sin el filtro colonial y a reivindicar sus orígenes sin complejos. En este aspecto, uno de los discípulos de Diop, Maulana Karenga, profesor de Estudios Africanos, creó en 1966 la Kwanzaa, una fiesta de carácter cultural –tiene lugar cada año entre el 26 de diciembre y el 1 de enero– que celebra la herencia africana de los afrodescendientes repartidos por el mundo, especialmente la de los residentes en Estados Unidos.

El 20 de enero de 2009, ya en el siglo XXI, los afrodescendientes vivieron un nuevo episodio de cohesión equiparable a la coronación de Haile Selassie I. Barack Hussein Obama se convertía en el primer presidente afroamericano de la historia de Estados Unidos. De padre keniano, su nombramiento hizo que proliferara la producción científica y artística que abordaba el período esclavista de la primera potencia ­mundial.


Kamora Shambley enciende una vela durante el primer día de Kwanzaa en el centro recreativo Martin Luther King de Minnesota (Estados Unidos). Fotografía: Jerry Holt/Getty


Panafricanismo académico

A consecuencia de los procesos históricos y sociales citados, las últimas décadas han asistido al desarrollo de un panafricanismo académico, cuya máxima expresión es la elaboración de la colección Historia General de África, publicada por la UNESCO. Se trata de una magna obra elaborada durante tres décadas largas por más de 350 especialistas, bajo la dirección de un comité científico internacional en el que el grueso de sus miembros son africanos, como su presidente, el arqueólogo camerunés Augustin Holl, profesor de la universidad china de Xiamen, quien ha señalado que «este proyecto supone una nueva página en la historia de África. Su vocación es permitir que los jóvenes de África y de la diáspora comprendan mejor su historia para que puedan proyectarse más hacia el futuro y hacerse dueños de sus propios destinos». La obra, que actualmente cuenta con ocho volúmenes, sigue en proceso de elaboración al estar pendiente la publicación de tres nuevos tomos.

Este revisionismo histórico ha producido, entre otras consecuencias, un movimiento que aboga por la devolución del patrimonio saqueado por las potencias coloniales. En este sentido, el pasado 22 de octubre, se produjo un incidente en el Museo del Louvre cuando el activista congoleño Emery Mwazulu Diyabanza, miembro del colectivo panafricanista Unité Dignité Courage, reivindicó la devolución del patrimonio cultural africano mientras tomaba un antiguo tótem exhibido en una de las salas del famoso museo parisino. Estos incidentes, cada vez más comunes, ponen de manifiesto que todavía hay cuentas que saldar con África y los africanos.

Pese a los notables avances, los manuales de Historia Universal siguen siendo, en su mayoría, escandalosamente eurocentristas. En un mundo globalizado como el actual y con sociedades cada vez más multiculturales, semejante planteamiento de la historia del mundo es sencillamente, falaz, inservible e injusto.


Para saber más



Por Alfonso Armada




Trifonia Melibea Obono (La bastarda o La herencia de Bindendee), me confesó en una entrevista: «En España me llaman “la negra”, y en Guinea Ecuatorial, “la españolita”». Los colores están cargados de ideología. El supremacismo blanco es una ideología basada en una superstición que atribuye rasgos superiores a unas razas sobre otras, obviando el hecho de que hay una sola raza –la humana– y diferentes pigmentaciones de las que no cabe deducir ningún valor, aunque históricamente se haya utilizado como arma política cargada casi siempre de odio.

Quienes acuñaron la expresión negritud pretendían celebrar un color y rescatar a la parte de la humanidad que había sido esclavizada y degradada. Lo hicieron el senegalés Léopold Sédar ­Senghor (Cantos de sombra) y el martiniqués Aimé ­Césaire (Cuaderno de un retorno al país natal).

Otro martiniqués, Frantz Fanon, analiza el colonialismo en Piel negra, máscaras blancas o Los condenados de la tierra. El rastafarismo, surgido en torno a Haile Selassie, es en parte fruto de las ideas del predicador y periodista jamaicano Marcus Garvey. El sociólogo e historiador W. E. B. Du Bois firmó libros cruciales como Las almas del pueblo negro. El panafricanismo encuentra sus raíces en estos teóricos de la diáspora, descendientes de esclavos. Fue llevado a la política por figuras como Kwame ­Nkrumah (Ghana), Patrice Lumumba (RDC) o Julius ­Nyerere (Tanzania). La africanidad tiene gran peso en el historiador senegalés Cheikh Anta Diop y el etnógrafo maliense Ahmadou Hampaté Ba (El extraño destino de Wangrin), y en obras como Mi carta más larga, de Mariama Ba; El sol de las independencias, de Ahmadou Korouma, y el Llanto por la tierra amada, del surafricano Alan Paton.

Nuevos movimientos trazan estrategias más allá de las fronteras coloniales y de los discursos caducos de la Guerra Fría: el nigeriano Chinweizu Ibekwe habla de la necesidad de «descolonizar el alma africana»; la finlandesa de origen nigeriano Minna Salami hace una crítica feminista del patriarcado y el imperialismo en El otro lado de la montaña, y Chimamanda Ngozi Adichie expone en Americanah cómo se ve la piel en su Nigeria natal y su país de acogida, EE. UU.En una vertiente más controvertida, Stephen Smith (Negrología o La huida hacia Europa) reconoce que mientras Europa envejece y se despuebla, África rebosa de jóvenes, y cree que la gran migración al Norte será uno de los grandes éxodos de este siglo.



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