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El Catatumbo, un río de voces

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Colombia Informa. Editora Medellín– Después de cruzar el río Zulia empiezo a sentir la temperatura que irradia el Catatumbo. Palma africana, gasolina barata y minas de carbón. Vamos a casi a 60 kilómetros por hora, y en una recta, a un costado de la carretera, logro ver un mural fondeado de amarillo que dice en letras grandes, blancas y verdes: “Glifosato y vida no son compatibles”.

En la vía que va de Cúcuta a Ocaña las paredes gritan, los graffitis son un conjunto de siglas y declaraciones que celebran el amor y la guerra: “Silvina y Marce”, “AGC” -Autodefensas Gaitanistas de Colombia-, “Ángela te amo”, “ELN” -Ejército de Liberación Nacional-, “Lady y Brayham”, “EPL -Ejército Popular de Liberación- presente”, “Erika y Yahir x 100pre”. Entre todas las pintas solo hay una que me desconcierta, es una rosa roja realizada con la técnica del stencil, la del entonces partido político -FARC- Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, pero tiene una particularidad; una mano traviesa y disidente le agregó un bélico detalle: EP, que significa Ejército del Pueblo. 

El trayecto de Cúcuta a Ocaña es de unas 5 horas. La van en la que viajamos es estrecha y junto a mí hay una mujer con un niño de seis años sentado sobre sus piernas. La incomodidad, el aburrimiento y las curvas despiertan una rabieta en el infante, la madre le entrega el celular para distraerlo y él con gestos bruscos logra abrir la galería y reproducir, una y otra vez, un video de tres jóvenes campesinos deshojando un cultivo de coca a toda velocidad. El video ha sido editado, de fondo musical suena un corrido que reza: nosotros los jornaleros raspando coca sobrevivimos, en las selvas colombianas nos internamos con mis amigos, buscando que la suerte un día nos cambie y así de pobres algún día salirnos. 

***

Abandonamos la planicie de Cúcuta y nos trepamos en la cordillera oriental. Por fin llegamos a Ocaña, una de las puertas de entrada al Catatumbo. Ese día, 11 de octubre, en horas de la mañana, en la Universidad Francisco de Paula Santander, se realizaba un encuentro con las comunidades de 11 municipios de la zona de influencia del Catatumbo. ¿El motivo?  la recolección de aportes para la construcción del Plan Nacional de Desarrollo. Aprovechamos entonces la oportunidad y casualmente entrevistamos esa tarde a once líderes campesinos.

La voz grave de Aníbal Castillo Barón, presidente de la Junta de Acción Comunal -JAC- de San Martín de Loba, municipio Sardinata, se adueña de una de las habitaciones del antiguo hotel donde conversamos con los líderes. Castillo Barón es un campesino que bordea los sesenta años; un bigote plata le cubre el labio superior y un sombrero vueltiao de ala ancha le ensombrece el rostro, haciendo que su piel quemada por el sol se vea más oscura. Es un hombre recio, de pocas palabras, pero aun así, uno de sus compañeros en tono burlón me dice: de Barón solo tiene el apellido. Él, inexpresivo, le contesta: “Tú tranquilo. A diferencia de otros líderes, Castillo no le teme a la cámara” y contesta como si se tratase de una conversación de cafetería.  

Al preguntarle cómo nació su vocación de trabajo con las comunidades, el hombre del sombrero vueltiao responde: “desde que estaba en el vientre de mi madre he sido un luchador social y creo que me muero con eso. Nosotros los luchadores sociales no sabemos cuándo nos toque. Si me toca morirme me muero… pero luchando por la gente”.

Para don Aníbal la deforestación es uno de los problemas ambientales más serios de la región. Las cifras oficiales lo confirman. Según el último monitoreo de superficies de bosques y deforestación realizado por el Ministerio de Ambiente y el IDEAM -Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales-, para el año 2021 Norte de Santander fue el tercer departamento con mayor aumento de hectáreas deforestadas en todo el país, presentando un incremento de 2.786 hectáreas frente al año 2020, siendo el Catatumbo el epicentro de esta deforestación. Por ello, el  acento de su lucha está en el cuidado de la naturaleza, pues además de ser presidente de la Junta, Castillo también trabaja con la fundación Humedales Catatumbo, organización cuya labor principal es concienciar a los campesinos para preservar las fuentes hídricas del territorio. 

No obstante, Castillo reconoce la contradicción en la que viven él y muchas familias campesinas al no poder subsistir de la ganadería o la agricultura de pancoger. En el caso de los campesinos organizados, esto significa mediar sus convicciones con la necesidad, así sea raspando coca o cultivando palma en sus parcelas. “Yo siembro algo de palma en la finca. Soy consciente que ella es dañosa porque chupa mucha agua, por eso no la tengo al lado de las quebradas como hacen en los monocultivos. Ellos por avaricia secan todo, como pasó en Campo Dos, Tibú”, relata Castillo en tono sobrio.

La estigmatización y el rigor de la guerra en el Catatumbo tienen una estrecha relación con los recursos naturales que hay en la zona. Primero fue el petróleo, con la Concesión Barco y su posterior cesión en los años 30 a la empresa norteamericana Colombian Petroleum Company, luego, en los 90 llegó la hoja de coca, después, con el paramilitarismo, se enraizaron los monocultivos de palma africana aceitera, y hoy la explotación de carbón mineral avanza a paso acelerado. El último impulso que recibió esta industria fue el aumento de la demanda como consecuencia de la guerra en Ucrania.

Quien me explica con detalle la cronología de los commodities es Rosalba Beltrán, una mujer risueña que tiene un cabello brillante y negro como el plumaje de un cuervo.

Con cierto pudor, pues le cuesta encontrar las palabras para hablar del impacto de la prostitución en el territorio, comenta en voz baja: “¿Cómo te dijera? Donde hay economía de coca, palma y carbón se propagan las cantinas. En esos lugares llegan a trabajar las mujeres por plata, y eso nos afecta a los hogares, pero también a las mujeres que trabajan ahí; es muy complicado porque a las mujeres siempre nos han visto como mercancía”. 

Doña Rosalba es una de las lideresas del proceso Juntas Unidas de Sardinata y Zulia, una asociación de juntas de acción comunal,  y su mayor preocupación en el movimiento social son los asuntos de género. En este momento está articulada a los procesos productivos de mujeres; ellas hacen cremas y ungüentos medicinales de origen natural que vienen de las huertas que ellas mismas trabajan.

—¿Cómo ha sido la lucha de las mujeres en los procesos sociales del Catatumbo para ganar espacios propios?

—Nuestro trabajo es desde el feminismo campesino popular. Ha sido una lucha muy berraca, pero hemos ganado mucho. Primero no podíamos hacer parte de la junta de acción comunal por ser mujeres y yo logré ser presidente de una durante siete años. Algunas hemos tenido la oportunidad de que nuestros esposos nos dejen organizarnos con más mujeres. Hoy hay compañeros que nos miran como iguales, pero todavía hay los que no aceptan que tenemos los mismos derechos.

Uno de los últimos líderes campesinos que entrevistamos es Javier Navarro. Fue víctima de desplazamiento forzado por los paramilitares en el Cesar, luego migró al Catatumbo y ahora es miembro del CNA -Congreso Nacional Agrario-, dice que es el único de sus 18 hermanos que lleva en la sangre la lucha social. Es un tipo de chistes constantes y  gestos amables, pero en definitiva no es alguien que se ande con rodeos: “El gobierno de nosotros son tres matas de coca; de ahí sale para la educación, la salud, la comida, la casa y hasta pa’l puente que se llevó el río”.  

Las respuestas de los líderes entrevistados son apenas pinceladas de un cuadro de múltiples colores, pero todos ellos coinciden en tres puntos: 1) El abandono estatal, el extractivismo y la represión han sido las relaciones predominantes entre el Estado y las comunidades del Catatumbo, 2) Todos temen perder la vida por defender el territorio de los grupos armados o los intereses del capital minero energético y 3) El arraigo al paisaje, la tierra y las gentes del Catatumbo, son los motivos por los cuales estos diez hombres y esta mujer no abandonan la resistencia.  

***

Es de noche. El cielo amenaza con llover pero luego se arrepiente y le ordena a sus nubes romper filas. Salimos del hotel y buscamos la sede del CISCA -Comité de Integración Social del Catatumbo-, recorremos las calles coloniales de una ciudad que sobrevive a la demolición dirigida por el capital inmobiliario. No es difícil dar con las indicaciones, es una edificación moderna rodeada de casas centenarias de tapia pisada, tiene un papayo y una frondosa veranera en el antejardín y está ubicada en una callejuela empedrada conocida por su estrechez como la calle del Embudo.  

El CISCA es una organización social de base que lleva 18 años formando líderes y lideresas sociales en el Catatumbo. Quien nos abre las puertas de su sede es un muchacho de una barba cuidadosamente delineada. El tipo habla con un acento misterioso, una suerte de seseo paisa que se mezcla con el joteo típico de los ocañeros. Darinson Amaya es economista de formación, comunicador del CISCA, y sus gafas y finos ademanes recuerdan el perfil de un seminarista. La casa del Comité es una construcción de una sola planta con jardín y una chimenea en el patio interior, el espacio es amplio y la decoración sobria; se respira un aire sereno que me hace sentir en una casa de retiros espirituales, pero en vez de haber imagines religiosas colgadas sobre las impecables paredes blancas, hay  artesanías de colores hechas a mano por las mujeres del proceso; cuadritos de los zapatistas y fotos del mítico sacerdote Camilo Torres. En el comedor, una profesora de la Universidad Nacional realiza un taller de educación popular con lideresas del CISCA, en su mayoría jóvenes y mujeres rurales; al lado de ellas estamos nosotros, el equipo de Colombia Informa, tomando tinto mientras bombardeamos con preguntas al hombre del acento misterioso. 

Para comprender cómo funciona la economía del Catatumbo es preciso entender el ciclo de producción de la cocaína ¿Cómo inicia la cadena? Los campesinos siembran distintas variedades de una planta cuyo nombre científico es Erythroxylum coca; aproximadamente cada dos o tres meses el cultivo se puede cosechar, es un trabajo arduo de deshoje manual; las personas que hacen esta labor se llaman raspachines y se les paga por la cantidad recogida durante el día. Una vez recolectada la hoja, se pica y después se extrae el alcaloide en un proceso artesanal que requiere gasolina, cemento, ácido sulfúrico y amoniaco ¿El resultado? Bloques de una masa amarillenta conocida como pasta base de coca; esta mercancía es el insumo que los narcotraficantes compran a los campesinos para  posteriormente procesar en sus laboratorios, allí obtendrán el apetecido clorhidrato de cocaína que pagarán las ansiosas narices de diferentes metrópolis del mundo.   

— Oíste, Darison ¿Es buen negocio para el campesino sembrar coca para vender la pasta base? 

— Si lo comparamos con la venta de cebolla, plátano, café no es mal negocio. Los precios de la base son más estables que los productos de pancoger, que muchas veces dan apenas pa’ recoger lo invertido y en otras a pérdida, pero los suelos ya no dan el rendimiento de hace diez años, el precio de los insumos ha subido mucho, la calidad de la coca del Catatumbo ha disminuído, haciendo que su demanda caiga y últimamente hay sobre oferta porque en la región no se está comprando. De hecho, en este momento el campesino está cautivo del cultivo.

La expresión de Darinson no es metafórica. En los últimos meses los medios locales de comunicación han informado de varios casos de campesinos capturados fuera del Catatumbo por transportar pasta base, riesgo que corren para venderla en ciudades donde sí la compran. La bonanza cocalera de otras décadas se empieza a teñir de color recuerdo.

Colombia Informa





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