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Gonzalo Martré, el escritor satírico de excelencia de los siglos XX y XXI, en sus 97 años (II)

COMENTARIO A TIEMPO

Por Teodoro Rentería Arróyave


 

SEGUNDA Y ÚLTIMA PARTE

 

Concluimos la crónica del “hechicero, poeta y traficante en hongos José Tlatelpas”, titulada “Gonzalo Martré, años de danzar las letras y los significados”; nos quedamos cuando el autor transpone la puerta de la “pirámide escondida bajo la piel de la metrópoli”, lugar hipotético donde se lleva a cabo la fiesta homenaje en honor del escritor satírico de excelencia por su XCVII NONAGÉSIMO SÉPTIMO cumpleaños:

 

“En el centro, con el libro en la mano, estaba Gonzalo Martré. No el ingeniero que alguna vez dirigió una preparatoria, ni el argumentista prolijo de Fantomas, ni el cronista condecorado en Bellas Artes, sino el mismo que inventó a Chanfalla, escribió Los símbolos transparentes como un gran banquete de porquería y memoria, investigó la ciencia ficción mexicana como quien hace arqueología de futuros posibles y llenó La Avispa Roja y La Rana Roja de poemas y panfletos sangrientos contra el “Feudo” de la cultura oficial.

 

Le dio dos tragos a su vaso, miró a la audiencia con esa mezcla de picardía y cálculo que da estar a salvo de los favores de las instituciones, y soltó la bomba: ¡La edición completa se la robaron!.

 

Hubo un murmullo, un breve silencio de incredulidad, dos o tres risas que no supieron en qué tono salir. Luego explicó, sin dramatizar demasiado: las cajas ya impresas, el tiraje entero listo, el traslado, el asalto. La realidad mexicana haciendo lo suyo. Todo robado. Todo, menos un ejemplar que, por capricho del destino, había quedado resguardado en manos de un comentarista de ciencia ficción, una especie de archivo humano de mundos improbables.

 

No hubo llanto, ni actas con la aseguradora, ni discursos solemnes sobre la tragedia del libro impreso. Gonzalo, que ya había sido vetado, ninguneado, pirateado y celebrado en la misma proporción, sonrió como quien reconoce una broma vieja del país y dijo:

 

-Si ya desaparecieron el tiraje, por lo menos no vamos a desaparecer la lectura. Abrió el libro como si abriera un expediente judicial. Empezó a leer “Gooool, el día en que México ganó el Mundial”.

 

El relato contaba, con absoluta serenidad, cómo la selección mexicana levantaba por fin la copa. No por trabajo en equipo, ni por mística, ni por “creer en grande”, sino por algo mucho más lógico dentro del sistema nervioso de este país: ingenieros locos, conspiradores, una alianza improbable entre ciencia ficción y deseo colectivo. Dos cyborgs invencibles, infiltrados en la alineación, destrozaban a todas las defensas que se les ponían enfrente. Las narraciones deportivas sonaban a manifiesto de insurrección tecnológica. Las oficinas de apuestas ardían. Los comentaristas no sabían qué hacer con tanto milagro que no cabía en el guión oficial.

 

Entre risa y risa, uno no podía evitar pensar en el ingeniero químico que había detrás de esa historia, en el argumentista de Fantomas que había pasado años imaginando complots internacionales, en el autor que había convertido el 68 en una cena romana de cuerpos y desperdicios, en el cronista que bailó con los rumberos de Veracruz y con los danzones del Centro, en el satírico que le dedicó versos escatológicos a los mandarines del Fondo de Cultura.

 

El fragmento terminó, se hizo un silencio cargado, y luego estallaron los aplausos, como si la selección acabara de meter un gol en tiempos extras. La imagen se disolvió en el tambor de la Alameda. De nuevo estaba caminando entre los danzantes, las parejas de domingo, los vendedores de globos. Pero la noche del libro robado seguía pegada bajo la piel, como si hubiera ocurrido hace veinte años o hace veinte minutos. En la dimensión de la memoria, todos los “ahora” se ponen de acuerdo ahora.

 

Seguí las pistas invisibles que me había dado Gonzalo. La puerta de la pirámide, por supuesto, no tenía forma de pirámide: era un viejo cabaret reciclado en salón danzonero, con un letrero apagado, una cortina pesada y un pasillo que olía a historia derramada. En la entrada estaba la agente Lupiskaya, -la esposa de Matré-, vestido ajustado, sonrisa peligrosa, aroma a ron.

 

-¿Vienes a la fiesta? -preguntó, como si ignorara que todo el parque sabía del festejo.

-Vengo a donde haya música, pulque y un señor de 97 años que se sigue riendo de todos- contesté.

Ella hizo una seña discreta, la pared se corrió apenas lo necesario y se abrió el acceso a la pirámide.

 

Dentro no había piedras grises ni escalinatas: había mesas de madera, tarros de pulque, botellas de champaña sobrevivientes de otras guerras, un conjunto tocando danzón con trompetas cansadas y saxofones felices. En el centro, bailando con una naturalidad que desmentía el calendario, estaba Gonzalo Martré, girando con la Lupiskaya al ritmo de un danzón que mezclaba Pérez Prado con tambores mexicas y un eco remoto de himnos ferrocarrileros.

 

En una mesa cercana, un tipo de lentes gruesos, torvo y profundo, parecido al maestro José Luis Colín, discutía con alguien sobre las mejores formas de balconear a un funcionario cultural sin caer en la autocensura. Más allá, un lector de Fantomas enseñaba a un grupo de jóvenes una vieja historieta donde la amenaza elegante derribaba dictadores, mientras ellos se preguntaban por qué demonios ya no se imprimen cosas así. En un rincón, alguien leía en voz baja una página de Los símbolos Transparentes, como si recitara un conjuro para que ningún 2 de octubre se olvide.

 

Alguien pidió silencio para brindar. Se callaron las trompetas, los danzantes del parque hicieron un pequeño alto, los siglos se acomodaron un momento para escuchar. Levantamos los tarros de pulque, las copas, las botellas supervivientes, los vasos de plástico.

 

Y entonces, como si la frase viniera de una esquina de Tepito, de una mesa de la Guirnalda Polar, de una página escaneada de La Avispa Roja y de la boca de todos los que hemos leído a Martré a la vez, se escuchó: ¡Feliz Navidad 97! ¡Felices transcursos de los siglos y muchas obras más curadas de guayaba! 

 

Brindamos. La pirámide vibró, apenas. Afuera, la Alameda siguió girando sus cinco siglos de gente que va y viene. Adentro, un ingeniero químico convertido en hermeneuta del cuerpo mexicano seguía bailando, como si el tiempo no fuera una línea, sino un danzón interminable donde caben Tenochtitlan, la selección de los cyborgs, los libros robados, los panfletos, los rumberos, las costureras bajo los escombros y todas las historias que nos faltan por soñar. GONZALO MARTRÉ, EL ESCRITOR SATÍRICO DE EXCELENCIA DE LOS SIGLOS XX Y XXI, EN SUS 97 AÑOS.

 





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