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La tolerancia es el vino de los pueblos

Por  Jorge Majfud.- Mi padre era el cuarto o quinto hijo de una docena que dio al Uruguay un matrimonio de inmigrantes libaneses, cristiana ella y probablemente 茅l tambi茅n. Toda su infancia la vivi贸 en la miseria, escarbando ra铆ces del campo para comer, poniendo los pies descalzos en el esti茅rcol de las vacas para aliviar el fr铆o de las madrugadas con escarcha, pele谩ndose con otros pobres por los huesos que desechaba el Frigor铆fico Tacuaremb贸.

Era un ni帽o de escuela cuando con sus hermanos ya trabajaba amasando barro para hacer ladrillos o plantando verduras que luego vend铆a en el pueblo. Cuando un hermano volv铆a de la escuela, el otro lo encontraba a la salida del pueblo para ponerse sus zapatos.

Con el tiempo, all谩 por los a帽os cincuenta, mi padre logr贸 irse a la capital para estudiar carpinter铆a y radiofon铆a y al volver a su pueblo levant贸 su F谩brica de Muebles, como la llamaba 茅l, adem谩s de iniciar diversos negocios y de fundar un Rotary Club y alguna cooperativa bancaria con cierto 茅xito. Durante el d铆a trabajaba en su farmacia o buscaba alguna vaca perdida en alguno de sus campos y por las noches, durante treinta a帽os, daba clases en la escuela t茅cnica. Sus colegas se re铆an de su habilidad de quedarse dormido sentado o aun de pie.

“Si volviera a vivir, trabajar铆a menos y disfrutar铆a m谩s”, fue una de las 煤ltimas cosas que me dijo por tel茅fono, no por amargura sino para darme un nuevo consejo, que result贸 ser el 煤ltimo. Nuestra 煤ltima conversaci贸n fue en tono de bromas, porque uno nunca sabe el significado de cada momento.

Un d铆a despu茅s de su funeral, caminando por los viejos rincones de la ciudad de mis vidas anteriores, como si sacara a pasear la tristeza con la secreta esperanza de que se perdiera en alguna esquina, me cruc茅 con muchas personas, demasiadas para el momento, la mayor铆a de las cuales no conoc铆a o no alcanzaba a reconocer despu茅s de tantos a帽os. Uno de ellos me dijo:

–La mejor etapa de mi vida la pas茅 cuando trabaj茅 con tu padre. El hombre sab铆a c贸mo conseguir obras en cualquier ciudad y all谩 铆bamos todos.

–Yo fui alumno de tu padre –me dijo otro se帽or, a quien s铆 recordaba de a帽os atr谩s–. Yo era un muchacho perdido cuando lo conoc铆. El me dio mi primer trabajo y me ense帽贸 a ser gente. Si no fuera por 茅l, hoy no ser铆a el que soy ni tendr铆a la familia que tengo.

Mi perspectiva, como la de cualquiera, no es neutral. Para m铆 era un hombre austero, generoso con propios y ajenos, aunque seguramente muchos opinar铆an lo contrario. “Para unos soy un buen tipo –dec铆a 茅l–, y para otros seguramente un miserable. No se puede estar bien con Dios y con el diablo.” No era dif铆cil encontrar defectos en 茅l, no porque se destacara especialmente en esta particularidad humana, sino porque nunca es dif铆cil encontrar defectos en los dem谩s. Si dicen que ya hubo un tipo perfecto, que se la pasaba predicando amor democr谩tico hasta para sus enemigos y lo crucificaron igual, ¿qu茅 m谩s se puede esperar?

Esto era a煤n m谩s evidente en el mundo de las pasiones ideol贸gicas. Siempre discut铆amos de pol铆tica. El, aferrado a sus principios conservadores y yo, aferrado a rebatirlo. Nuestras discusiones eran intensas, pero siempre se resolv铆an de una forma sencilla:

–Bueno, ya veo que no nos vamos a poner de acuerdo –dec铆a–; vamos a tomar un vino, entonces.

Claro, alguien dir谩 que la tolerancia no es el vino, sino el opio de los pueblos. No menos verdad es que su ausencia es la muerte de los pueblos y, peor, la frustraci贸n de cada una de las vidas concretas que conforman esa abstracci贸n mitol贸gica.

Yo lo quer铆a much铆simo, como cualquier buen hijo puede querer a un buen padre. Pero un hijo nunca quiere tanto como un padre. Toma una vida entera llegar a esta verdad; algunos, incluso, necesitan dos para comprenderlo y una m谩s para llegar a aceptarlo. As铆, uno va descubriendo en los recuerdos antiguos otros significados, cada vez m谩s profundos.

Por ejemplo, en varias elecciones pol铆ticas el viejo integr贸 las listas de su partido. Yo nunca lo vot茅. Recuerdo que en mi primera vez, a fines de los a帽os ’80, vot茅 a un incipiente partido ecologista. Cuando llegu茅 a casa le dije a mi padre que no lo hab铆a votado a 茅l. Como siempre, 茅l lo recibi贸 con una sonrisa y me dijo que hab铆a hecho bien.

Ahora que ha muerto, me pregunto para qu茅 diablos sirvi贸 toda aquella honestidad idealista de la que presum铆 aquel d铆a de elecciones. ¿Para qu茅 sirvi贸 toda esa peque帽a crueldad? ¿Para qu茅 sirvi贸 toda aquella peque帽a verdad, aquella sospechosa honestidad?

¿Para qu茅 sirvi贸 todo?, me pregunto mientras miro un mazo de un centenar de cartas escritas en 谩rabe que sus padres escribieron y recibieron hace casi un siglo atr谩s. No s茅 lo que dicen. Apenas puedo sospechar historias de amores y desamores, de encuentros y desencuentros que mi padre tampoco lleg贸 nunca a saber porque los suyos tambi茅n le ocultaron sus frustraciones, como le ocultaron todos los secretos del idioma que s贸lo usaban en lo m谩s profundo de sus dos desoladas intimidades en un rancho de barro, en medio de un campo ajeno que apenas daba para sobrevivir.

¿Para qu茅 sirvi贸 todo?, vuelvo a preguntarme.

Entonces miro a mi hijo mirando por la ventana, como yo sol铆a mirar mientras mi padre trabajaba en cosas m谩s 煤tiles y me doy cuenta de que s茅 la respuesta. La respuesta, no la verdad. Porque una cosa es el deber, lo que debe ser, y otra simplemente lo que es. De una no hay dudas y de la otra, de la verdad, probablemente nadie sabe ni su nombre.


* Escritor uruguayo. Profesor en la Jacksonville University

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