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Notas sobre la violencia delictiva

OPINI脫N de Nils Castro, Panam谩   

Este no es un ensayo acad茅mico, sino apenas un conjunto de observaciones suscitadas por la lectura de despachos noticiosos y peri贸dicos centroamericanos, entre finales del 2011 e inicios del 2012.

Aunque los pa铆ses centroamericanos, salvo una reciente excepci贸n, no son productores de drogas il铆citas sino territorios de tr谩nsito, esto no es prueba de inocencia y tiene diversas implicaciones. Una,ser parte de una cadena cuyos motores est谩n fuera del 谩rea; otra, darles zonas y medios de trasiego (de recepci贸n, custodia, reembarque, reclutamiento de personal, castigo de desleales, facilidades para operaciones marinas, a茅reas y terrestres, lavado y movimiento de ganancias, etc.). Eso conlleva tanto actividades de agentes for谩neos y colaboradores nativos, como de corrupci贸n y complicidad de funcionarios locales.

La ilegalidad de esas actividades, junto con las rivalidades entre las bandas e individuos que las llevan a cabo, dinamiza una violencia criminal que llega m谩s all谩 de los personajes directamente implicados. Eso incrementa la delincuencia organizada y la violencia criminal en Centroam茅rica, pero no las explica en su totalidad; porque esos problemas ya ocurr铆an antes del auge del tr谩fico de drogas, que ahora los involucra y agiganta. En otras palabras, resolver la cuesti贸n implica combatir al narcotr谩fico pero incluye m谩s que esta necesidad inmediata.

Por otra parte, el asunto no radica apenas en las pandillas. En el pasado V Encuentro Internacional sobre la Sociedad y sus Retos frente a la Corrupci贸n, el representante regional de la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito (ONUDD) para M茅xico, Centroam茅rica y el Caribe, Antonio Mazzitelli, destac贸 que el crimen organizado transnacional est谩 diversificado, alcanza proporciones macroecon贸micas y sus mercados, rutas de tr谩fico y din谩micas no tienen fronteras.

Agreg贸 que su incidencia invade a m煤ltiples instancias y sectores: comerciales, financieros, pol铆ticos, sociales, culturales, entre otros, se帽alando que el crimen organizado y la corrupci贸n generan flujos de dinero de unos 2,1 billones de d贸lares por a帽o. Al respecto, Mazzitelli observ贸 que en 12 meses el sistema financiero internacional puede lavar sumas equivalentes al 2,7% del Producto Interno Bruto mundial.

El Estudio Global sobre el Homicidio 2011 –de la misma ONUDD– atribuye al narcotr谩fico el aumento de la violencia en Centroam茅rica. Destaca por ejemplo que en 2010 en Honduras se registraron 6 mil 200 asesinatos en un poblaci贸n de 7,7 millones de habitantes, y en El Salvador hubo 4 mil asesinatos entre 6,1 millones de habitantes.

Es decir, en Honduras la tasa llega a 82,1 homicidios por cada 100 mil habitantes, y en El Salvador a 66. A escala mundial, siguen Costa de Marfil, Jamaica, la vecina Belice (con 41), Venezuela y enseguida Guatemala (con 41,4). Por consiguiente, el “Tri谩ngulo del Norte” centroamericano es una de las zonas m谩s mortales del mundo. En contraste, los pa铆ses centroamericanos menos inseguros son Costa Rica (con 11,3 y tendencia en aumento) Nicaragua (con 13,2 y tendencia a la baja). Su vecina Panam谩 est谩 bastante peor, con 21,6 y subiendo. La OMS considera “epidemia” a cualquier tasa superior a 10.

Las implicaciones de tales cifras se agravan con los altos 铆ndices de impunidad que las acompa帽an. Seg煤n Ram贸n Custodio, Comisionado Nacional de Derechos Humanos de Honduras, “muy pocos de esos asesinatos son castigados”.

Esa situaci贸n contrasta con que en los 煤ltimos 15 a帽os la tasa de homicidios disminuy贸 en Asia, Europa y Am茅rica del Norte. Como dato de referencia, la tasa de Estados Unidos es de 5.

El estudio de la ONUDD atribuye el aumento de la violencia en Centroam茅rica y el Caribe a las crecientes disparidades de los ingresos y a la disponibilidad de armas de fuego. Una explicaci贸n que no es falsa pero dista de ser suficiente. No est谩 de m谩s recordar que, seg煤n la CEPAL, Honduras, El Salvador y Guatemala –en este orden, que es el mismo de sus respectivas tasas de homicidio– aparecen entre los pa铆ses latinoamericanos con peores 铆ndices de pobreza, a lo que deben a帽adirse los de desigualdad.

El tri谩ngulo fat铆dico: un ejemplo b谩sico

Decir que Centroam茅rica es un canal de tr谩nsito de drogas que fluyen hacia el norte, y de armas y dineros que bajan al sur es una verdad a medias, que esconde otra parte del asunto. Lo mismo ocurre al afirmar que el aumento de la persecuci贸n al delito en M茅xico y Colombia motiv贸 que los narcotraficantes mudaran sus operaciones a Centroam茅rica. Esas verdades incompletas sirven de excusa a algunos funcionarios que no cumplieron oportunamente sus tareas.

Panam谩 y Costa Rica est谩n m谩s contiguas a Colombia. Pero, aunque en estos pa铆ses situaci贸n sociopol铆tica ha venido deterior谩ndose, eso obedece a causas internas. En ambos, la criminalidad vinculada al narcotr谩fico ha crecido pero est谩 lejos de alcanzar los dram谩ticos extremos del tri谩ngulo del norte. A su vez Nicaragua est谩 en medio del istmo centroamericano pero tiene menores tasas de violencia. La mayor gravedad del problema se concentra en Honduras, el Salvador y Guatemala donde, sin embargo, el asunto difiere de una a otra naci贸n.

En otras palabras, ese g茅nero de explicaciones ayuda a resignar al p煤blico (aunque no a tranquilizarlo), sin aportar mucho a la soluci贸n del asunto.

En Honduras, con la peor tasa mundial de homicidios, es claro que la situaci贸n social ‑‑especialmente la pobreza y la ignorancia masivas, el empleo precario y la desigualdad‑‑ est谩 en la base del problema, sin que ello signifique que es su causa inmediata. Una subcultura de machismo y violencia, alimentada por muchos decenios de exclusi贸n, despojo, represi贸n y resentimientos, contribuye a traducirlos en violencia y criminalidad. Las conductas violentas de los correspondientes lastimados sociales son anteriores a la proliferaci贸n de armas de fuego y el narcotr谩fico, que luego han potenciado esas formas de actuaci贸n social y personal.

Y un factor que despu茅s contribuye a incrementar este efecto es la utilizaci贸n de dichos individuos y grupos, contratados como matones y sicarios por miembros de las 茅lites del poder, para prop贸sitos de imposici贸n, despojo o represi贸n. Ese v铆nculo con la 茅lite le otorga a esos individuos y grupos cierto estatus y mayor impunidad. No es lo mismo ser un criminal de mala muerte que hacerlo al servicio de ciertos potentados; en la subcultura de los marginales, esto dispensa una peculiar “legitimaci贸n”.

El extremo se da al emplear asimismo a agentes de 贸rganos del Estado para cumplir funciones similares, lo que desvanece la diferencia entre las entidades represivas p煤blicas y privadas. Esa degeneraci贸n ya estaba muy extendida en Honduras cuando dos cosas la aceleraron: la penetraci贸n del narcotr谩fico como un actor adicional, y la crisis institucional precipitada por el golpe de Estado del 2009. Uno de sus efectos ha sido la incapacitaci贸n del Estado para controlar varios estratos sociales y 谩reas territoriales, e incluso a algunas de sus propias instituciones.

Eso amenaza la sostenibilidad del pa铆s y hace imperativo introducir correctivos. Sin embargo, la capacidad de emprenderlos est谩 en entredicho por la degeneraci贸n de los instrumentos necesarios para llevarlo a cabo, como la polic铆a, el ej茅rcito y el sistema judicial, as铆 como el sistema pol铆tico tradicional, como lo dejan ver las dificultades del gobierno hondure帽o para cumplir su papel, aun bajo la presi贸n de organizaciones, personalidades y medios de prensa, que pagan un alt铆simo costo por sostenerla. Lo que ha convertido a Honduras en un inquietante problema regional.

El tri谩ngulo fat铆dico: diferencias

Es sobre ese piso de precariedades, exclusiones y resentimientos sociales, de 茅lites codiciosas y degradaci贸n institucional –con sus respectivas derivaciones culturales y morales– que el narcotr谩fico y otras modalidades de delincuencia internacional hallan d贸nde insertarse. En consecuencia, para desarraigarlos no bastar谩 chapear la mata, sino remover sus ra铆ces, lo que no pocas veces incluye depurar instituciones p煤blicas y allegados a la 茅lite, as铆 como satisfacer urgencias sociales y reincorporar sectores marginados al quehacer econ贸mico formal.

Los tres pa铆ses del tri谩ngulo del Norte son la parte m谩s integrada de la regi贸n centroamericana. Sin embargo, al observar la violencia criminal en Honduras se ve que el fen贸meno ocurre de otras formas en Guatemala y en El Salvador. Aunque el sustrato de 茅lites olig谩rquicas e indignados sociales tenga semejanzas, sus manifestaciones difieren.

En el Salvador y Guatemala hubo cruentos procesos insurreccionales que culminaron en unos acuerdos de paz que buscaban sanear y reformar la institucionalidad gubernamental. En el primer caso buena parte de ese prop贸sito se cumpli贸; en el segundo ello qued贸 lejos de conseguirse, agregando un saldo de decepci贸n. Por su parte, Honduras no pas贸 por all铆, sino que fue plaza de armas de la contra nicarag眉ense. En consecuencia, all铆 la opci贸n de arregl谩rselas a tiros prolifer贸 sin las aspiraciones ni la disciplina de las organizaciones revolucionarias.

En adici贸n, Guatemala y Honduras tienen territorios mayores y complicados, m谩s poblados –en el primero con una composici贸n 茅tnica muy compleja–, as铆 como costas en ambos oc茅anos, mientras que El Salvador, “el pulgarcito de Am茅rica”, carece de ribera en el Caribe. Esto no es poca cosa cuando en la mayor parte de Centroam茅rica hay m谩s atraso, aislamiento y descuido estatal en la vertiente atl谩ntica y el subdesarrollo capitalista se concentra en las zonas ribere帽as al Pac铆fico, salvo en Honduras donde la costa caribe帽a se divide entre la intrincada y abandonada Misquitia y el polo mercantil de San Pedro Sula.

Como tampoco es poca cosa cuando el c谩rtel mexicano de los Zetas trabaja las rutas costeras e isle帽as del Caribe, mientras que su rival de Sinaloa predomina en las del Pac铆fico.

Esas circunstancias definen roles: las costas y haciendas de la Misquitia son el asiento m谩s activo del contrabando mar铆timo y a茅reo de la coca铆na que transita de Sudam茅rica hacia Estados Unidos a trav茅s de Belice, Guatemala y M茅xico. Mientras, en Guatemala ese papel lo cumplen la boscosas zonas de Alta Verapaz y el Pet茅n, contiguas a Belice y M茅xico. A la vez en Guatemala 煤ltimamente ha empezado a detectarse otra actividad: la producci贸n de drogas sint茅ticas, que algunos relacionan con el c谩rtel de Sinaloa.

En cambio, en virtud de su ubicaci贸n geogr谩fica, en El Salvador el narcotr谩fico es menos significativo, con lo cual la violencia criminal es cuantiosa por otros motivos. Lo que hace ver que el pandillerismo y dicha violencia tambi茅n pueden darse –en cada uno de esos tres pa铆ses– incluso donde hay menor presencia del narcotr谩fico.

Las “maras”, s铆 o no

Los corresponsales de prensa suelen atribuir la feroz tasa de homicidios de los pa铆ses del tri谩ngulo del Norte a las pandillas juveniles o “maras” (por su inicial calificativo demarabuntas). Este es uno modo esquem谩tico de abordar el tema, que igualmente encubre la ineficiencia de los funcionarios que no se ocuparon a tiempo del problema.

El origen y propagaci贸n de estas pandillas es anterior al arribo del narcotr谩fico. El fen贸meno surgi贸 en El Salvador, con la repatriaci贸n de miles de j贸venes expulsados de California –donde hace mucho hay numerosos trabajadores salvadore帽os–, que llevaron a su pa铆s los h谩bitos organizativos de las gangas de Los 脕ngeles. El fen贸meno pronto se extendi贸 a Guatemala y Honduras, pero suele omitirse que no arraig贸 en Nicaragua ni Costa Rica.

Las maras no son apenas pandillas de maleantes. Son cofrad铆as que acogen y dan identidad y formas de vida y de expresi贸n a numerosos j贸venes que carecen de otros espacios, incentivos y oportunidades donde encajar. Agrupaciones con sus propios liderazgos, lealtades, subcultura y formas de diferenciarse –como la abundancia de tatuajes–, celosas guardianas de los territorios que se toman, por cuyo control rivalizan tambi茅n con violencia. Son comunidades cuya explicaci贸n antropol贸gica falta estudiar.

Sus actividades delictivas m谩s comunes son la extorsi贸n, los robos y asaltos, y en menor escala el sicariato, esto es, las lesiones o asesinatos por encargo. Le cobran “protecci贸n” a los tenderos, le exigen cuotas a los transportistas y, desde el arribo del narcotr谩fico, venden drogas al por menor. A su vez, son blanco de abusos policiales y medios para eludirlos o enfrentarlos.

Por el otro lado, los narcotraficantes tienen sus propias estructuras, bandas y matones, que igualmente act煤an sin el concurso de las maras. En Honduras y Guatemala, donde la incidencia del narcotr谩fico es alta, las maras son un campo donde cooptar mulas, custodios y sicarios. Pero en El Salvador, aunque esa incidencia es menor, ellas mantienen activa presencia. Es decir, son dos cosas distintas que existen por s铆 mismas y que eventualmente se pueden asociar, sin que perseguir una baste para eliminar a la otra.

Seg煤n las tasas de homicidios reportadas por la ONUDD, al comparar los casos de estos tres pa铆ses se evidencia que la criminalidad puede ser alta donde el narcotr谩fico tiene una presencia menor, como en El Salvador. Ello obedece a que en cada pa铆s la violencia es m谩s com煤n donde los niveles cr贸nicos de pobreza, abuso, desigualdad y conflictividad social son m谩s fuertes. Y donde esos males son menos agudos, dicha tasa es m谩s baja, como en Costa Rica. Adem谩s, cuando los servicios de polic铆a y el sistema judicial son m谩s expeditos, la tasa es m谩s baja, como en Nicaragua.

Un alto representante del nuevo gobierno guatemalteco afirm贸 que se combatir谩 la criminalidad acabando con las maras. Pero ellas solo son la parte m谩s visible del asunto. Esa tesis igualmente menudea en el discurso pol铆tico hondure帽o y en la derecha salvadore帽a. Ciertamente, cuando el problema se comienza a atender despu茅s de haberlo dejado degenerar hasta los actuales extremos, se requiere determinado rigor para frenarlo. Sin embargo, a corto, mediano y largo plazos la situaci贸n solo podr谩 revertirse erradicando la corrupci贸n institucional, as铆 como las causas y efectos de la injusticia y la crispaci贸n sociales.

No obstante, reducir el asunto a “acabar con las maras” es simplista y omite la parte del reto que en Guatemala y Honduras ha sido m谩s dif铆cil de conseguir: la de erradicar las estructuras y bandas del narcotr谩fico, introducidas y dinamizadas por factores externos ‑‑los de la producci贸n y el consumo– que no tienen origen en la regi贸n pero que agravan el tema al involucrar a personajes y pandillas locales. Por sus articulaciones externas, la eliminaci贸n de los gestores de esta actividad est谩 fuera del alcance de los programas sociales, y en cada caso requiere la necesaria inteligencia y acci贸n policial, as铆 como de eficaz cooperaci贸n intrarregional e internacional.

Confianza p煤blica y criminalidad

Julieta Castelanos, fundadora del Observatorio de la Violencia y hoy rectora de la Universidad Nacional de Honduras, denuncia que en su pa铆s el Estado se encuentra “en estado de calamidad”, pues ya no puede controlar todo el territorio ni a sus propias instituciones. La corrupci贸n policial, junto al descr茅dito de las autoridades judiciales, lo inhabilita para cumplir su misi贸n b谩sica de dar seguridad a los ciudadanos. Como alguna vez el jurista puertorrique帽o Fernando Mart铆n indic贸, refiri茅ndose a Hait铆, esto marca la diferencia entre una naci贸n o un mero territorio poblado.

La vigencia del respectivo sistema pol铆tico y la confiabilidad que el pueblo a煤n le reconoce tiene mucho que ver con la calidad del orden p煤blico. El sistema pol铆tico hondure帽o ya se encontraba desfasado cuando –para evitar todo cambio– se perpetr贸 el golpe de Estado de 2009, que acab贸 de degradar la situaci贸n. La curva que describe este atraso y colapso es paralela al crecimiento de la delincuencia y la criminalidad. La situaci贸n en Guatemala pareciera evolucionar en sentido similar, como lo demuestra la frecuente incidencia de los linchamientos con que los aldeanos se toman la justicia por sus manos, puesto que no hay agencias del Estado o ya no queda motivo para confiar en las autoridades judiciales.

A contrav铆a, en Nicaragua la violencia delictiva se ha mitigado. Y a su vez, donde el sistema pol铆tico tradicional, otrora exitoso, da signos de agotamiento, el problema tiende a crecer, como lo sugiere Costa Rica. Sin embargo, no cabe sacar conclusiones precipitadas: ese ingrediente pesa pero no es el 煤nico. As铆 lo prueba El Salvador, donde el sistema pol铆tico y la eficiencia institucional mejoraron al implementarse los Acuerdos de Paz y donde 煤ltimamente se robusteci贸 la eficacia institucional, sin que esto haya bastado para revertir dicha violencia.

Eso reitera que tambi茅n hay de por medio un importante factor cultural, en el que la confianza en el sistema pol铆tico y sus instituciones es una pieza capital pero dista de ser suficiente. La violencia propia del car谩cter del r茅gimen social –de explotaci贸n, despojo, desigualdad, marginaci贸n, empleo precario, desatenci贸n, ignorancia y atraso, de arrogancia de los poderosos y humillaci贸n de los despose铆dos– surte efectos de acumulaci贸n hist贸rica donde la percepci贸n de que no se pertenece a la sociedad que “s铆 cuenta”, y la correspondiente crispaci贸n social, contribuyen a alimentar y reproducir una subcultura de la cual esa violencia forma parte.

No hay por qu茅 extra帽arse: quienes se perciben excluidos de la sociedad debidamente reconocida tienden asimismo a considerarse excluidos de sus normas y valores.

Ese aspecto de dicha subcultura no solo se manifiesta en la creciente brutalidad del asalto o del ajuste de cuentas pandillero, sino tambi茅n en la de la violencia dom茅stica, el femicidio, el abuso contra menores o ancianos, la reyerta callejera, el linchamiento aldeano y otros excesos, que igualmente inciden en la tasa de homicidios. La elevada proporci贸n de asesinatos que se cometen por estrangulaci贸n, arma blanca u objetos contundentes as铆 lo demuestra. En 2011, en Honduras fueron muertas cerca de 300 mujeres, mayormente en manos de sus parejas, no del crimen organizado. En Guatemala, seg煤n c谩lculo oficial el 60 por ciento de los asesinatos son perpetrados por las maras y los narcotraficantes, lo que significa que un cuantioso 40 por ciento –sobre un total de 6 mil homicidios al a帽o– es cometido por ciudadanos corrientes.

Eso la “mano dura” no lo puede corregir. Antes bien requiere un poderoso trabajo educativo. Por supuesto que es indispensable tener muy buena polic铆a, mejores jueces y eficiente reeducaci贸n, as铆 como tambi茅n es perentorio recuperar los territorios conquistados por las bandas –incluso por medios militarizados, como en Rio de Janeiro–, tanto para desarticularlas y asegurar tranquilidad a sus habitantes, como para deparar mejores oportunidades a los j贸venes. Como es obvio, se requiere una cobertura de vigilancia, disuasi贸n y prevenci贸n. Pero la violencia del Estado, por si sola, no remedia la violencia social –ni la cultura de la violencia– sino que a la postre la llega a exacerbar.

Ninguna batalla cultural se gana r谩pidamente, ni mucho menos con meras pr茅dicas, sean laicas o m铆sticas. Solo podr谩n vencerla las pr谩cticas incluyentes de un r茅gimen no apenas leg铆timo por su elecci贸n, sino legitimado por el sostenido 茅xito de sus capacidades para acabar con la injusticia y la exclusi贸n y, especialmente, para reincorporar a toda la gente ‑‑a todos los grupos sociales– al r铆o principal de las esperanzas fruct铆feras.

*Nils Castro es escritor y catedr谩tico paname帽o

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