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Palma africana en Guatemala, una planta que empobrece aún más a comunidades campesinas

OPINIÓN
Ollantay Itzamná

Cultivo de palma africana en Guatemala

A simple vista, las plantaciones de palma africana en Guatemala ofrecen una imagen de modernidad y progreso: un mar verde y ordenado que se extiende hasta el horizonte en la Costa Sur, Petén e Izabal. Sin embargo, bajo esa apariencia de productividad se esconde una profunda herida socioambiental, una historia de despojo y una valiente resistencia comunitaria que se niega a desaparecer.

El cultivo de la palma africana (Elaeis guineensis), originaria de África Occidental, no es nuevo en Guatemala. Fue introducido a mediados del siglo XX, pero su expansión agresiva comenzó a finales de los años 90 y se aceleró en el siglo XXI, impulsada por la creciente demanda mundial de aceite de palma para biocombustibles y productos de consumo masivo. Esta expansión encontró un terreno fértil en un país con una institucionalidad ambiental y agraria débil, a menudo ocupando tierras que históricamente pertenecieron a comunidades campesinas e indígenas, muchas de ellas con una tenencia aún precaria tras el fin del Conflicto Armado Interno.

Los impactos de este monocultivo han sido devastadores. Ambientalmente, ha provocado la deforestación de vastas áreas de bosque tropical, fragmentando ecosistemas y aniquilando la biodiversidad. El uso intensivo de agroquímicos contamina las fuentes de agua, y el procesamiento del fruto genera efluentes (conocidos como POME) que, al ser vertidos sin tratamiento adecuado en los ríos, causan ecocidios como el tristemente célebre caso del Río La Pasión en 2015, que aniquiló la vida acuática a lo largo de más de 150 kilómetros. Además, la palma es una planta sedienta que consume ingentes cantidades de agua, secando los pozos y dejando sin acceso al vital líquido a las comunidades aledañas, que ven morir sus propios cultivos de subsistencia como el maíz y el frijol.

Socialmente, el avance de la palma ha significado el desplazamiento forzado de familias campesinas, la pérdida de la soberanía alimentaria y la transformación de agricultores en jornaleros con condiciones laborales precarias y salarios insuficientes. La promesa de desarrollo rara vez se cumple para las mayorías; en su lugar, se profundiza la desigualdad y se generan conflictos por la tierra y el agua, rompiendo el tejido social comunitario.

Frente a este modelo extractivista, han germinado y crecido valientes procesos de resistencia. Comunidades campesinas e indígenas, organizadas en asambleas, comités y frentes de defensa, han levantado su voz para proteger sus territorios ancestrales. Sus luchas son por el agua, por la tierra para cultivar sus alimentos, por los bosques que les dan vida y por un futuro digno. A través de manifestaciones pacíficas, bloqueos para detener la maquinaria, denuncias públicas y batallas legales, estas comunidades defienden su derecho a existir.

Sin embargo, la respuesta de las empresas y, lamentablemente, de sectores del Estado, ha sido la criminalización y la persecución. Defender un río o un bosque se ha convertido en un acto de alto riesgo. Líderes y lideresas comunitarias son estigmatizados como «terroristas» o «enemigos del desarrollo». Se les fabrican delitos, enfrentan órdenes de captura y largos y espurios procesos judiciales diseñados para desgastar su lucha y silenciar sus voces. En los casos más extremos, la protesta se paga con la vida, sumándose a la trágica lista de defensores de derechos humanos asesinados en Guatemala.

Por todo lo anterior, hacemos un llamado urgente a la comunidad académica, a los medios de comunicación independientes y a las organizaciones de derechos humanos a investigar y denunciar sistemáticamente los abusos y violaciones cometidos por la agroindustria palmera en Guatemala. Es fundamental visibilizar las historias de las comunidades afectadas y la violencia que enfrentan.

Asimismo, exigimos al gobierno de Guatemala que cumpla con su deber de proteger los derechos de sus ciudadanos y el patrimonio natural del país, en lugar de facilitar un modelo de negocio que despoja y contamina. Debe garantizarse el acceso a la justicia para las comunidades y cesar la criminalización de la protesta social.

Finalmente, hacemos un llamado a los gobiernos de los países que son los principales compradores de aceite de palma guatemalteco —en Europa, Norteamérica y otros lugares— a asumir su corresponsabilidad. Deben exigir a las empresas importadoras y a sus proveedores en Guatemala el cumplimiento irrestricto de los más altos estándares internacionales en materia de derechos humanos y protección ambiental. La debida diligencia no puede ser una opción, sino una obligación. No podemos seguir consumiendo productos cuya producción se sustenta en la violación de derechos y la destrucción de ecosistemas vitales. La sostenibilidad del planeta y la dignidad de los pueblos no son negociables.





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