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El maravilloso realismo de Gabo

Por Raúl Wiener, Perú.- “Cien Años de Soledad” es un ballenato de 350 páginas" (Gabriel García Márquez)

En 1958, Gabriel García Márquez contó en una revista la historia de un ingeniero alemán que en una Caracas que sufría una aguda crisis por falta de agua, abrió una lata de durazno y usó el jugo para afeitarse.

Pero según se supo más adelante, el ingeniero que se menciona en la nota no había existido y el que había recurrido al ingenio de afeitarse con el jugo dulce de la conserva había sido el mismo Gabo.

Vargas Llosa en “Historia de un deicidio”, afirma que lo que sedujo a Gabo del periodismo era el trabajo de reportero "que se moviliza tras la noticia y, si no la encuentra, la inventa".

Tal vez algunos no entiendan la diferencia de lo que era inventar, en la manos de García Márquez, de lo que es mentir que es el peor pecado de la prensa.

En una famosa anécdota del año 1958, Gabo, como periodista de El Espectador, viaja a un pueblito remoto del Chocó, llamado Quibdó, en el que se había reportado una violenta protesta contra el gobierno, y al llegar después de dos días atravesando la selva, se encuentra con que la información era falsa.

Entonces, ante la posibilidad de tener que reconocer que había perdido su tiempo, decide organizar una protesta que efectivamente se produce y que se alarga los días siguientes y en las que el propio periodista toma parte.

Esto luego aparece consignado en un reportaje denominado “Historia íntima de una manifestación de 400 horas”, en la que se dice que las manifestaciones se prolongaron por 13 días, “nueve de los cuales estuvo lloviendo implacablemente”.

En su pequeño cuento “El ahogado más hermoso del mundo”, publicado en 1972, dentro de la selección “La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada”, Gabo hace exactamente lo inverso del reportaje sobre el Quibdó.

Invade la ficción con las técnicas del periodismo y nos relata una noticia en la que un hombre muerto es varado en una playa y las mujeres del pueblo se impresionan de su belleza, lo bautizan con un nombre que inventan, y empiezan a fantasear con sus virtudes de macho que nunca conocieron. Los hombres le temen y las mujeres lo aman, y cuando finalmente lo hunden en el mar, todos quedan aplastados por el recuerdo del gran muerto que realmente no ha hecho nada.

“A veces se olvida que la mejor noticia no es la que se da primero, sino la que se da mejor”, escribe Gabriel García Márquez para los que quieran seguirlo como el gran periodista que siempre fue.

El escritor

El libro que más he leído en mi vida, catorce veces, una de ellas en voz alta, parado y sin nadie que me escuchara, se titula “Cien años de soledad”, y el segundo, que debo haber repasado unas cinco veces, una de ellas a dúo con mi compañera, en una crisis de amor, se llama “El amor en los tiempos del Cólera”.

Estoy seguro que ya no podré batir estos récords excesivos, que pueden parecer un contagio del estilo de Gabo. Después de todo, por decisión personal, el tiempo que pude usar para leer otros libros, lo emplee para profundizar en las frases mágicas del colombiano que me entusiasmaron desde que lo oí una tarde lejana en una conversación con Vargas Llosa en el auditorio de la facultad de Arquitectura en la UNI, y supe que tenía que leer esa historia desbordada que nos había dicho que ya estaba publicada y a punto de llegar a Lima.

A García Márquez el descubrimiento de sí mismo, le llegó el día en que abrió las páginas del libro de Kafka y se encontró con la frase: “una mañana después de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó transformado en un monstruoso insecto”. Ahí supo que la escritura no tenía límites y que las historias fantásticas que había escuchado en su niñez de las mujeres de la casa de sus abuelos en Aracataca, eran tan verdaderas y razonables como las del infortunado Samsa convertido en cucaracha.

Para mí, sin que todavía supiera de la conexión con Kafka, al que leí en mi adolescencia, lo que ocurrió con imagino las primeras 28 palabras de “Cien años de soledad”, fue un deslumbramiento semejante. Por fin había encontrado la manera como se puede explicar el significado de ser latinoamericano. Imaginar al coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento, que al final no llegaría a fusilarlo, recordando en ese momento la tarde cuando conoció el hielo, era como decir que tragedia y lo cotidiano estaban superpuestos hasta la exageración en la vida de cada uno de nosotros.

Por García Márquez sabemos que en esta parte del mundo se puede emprender 32 guerras y perderlas todas, y salir vivo de 14 atentados, 73 emboscadas y un pelotón de fusilamiento, es decir ser derrotado toda la vida y sobrevivir hasta morirse sentado junto a un tronco. Se puede amar cincuenta años y soportar los desdenes más brutales para terminar en una rendición de amor en un barco que no podía llegar a las costas por la cuarentena del cólera, y que sugería que recorrería los ríos con el amor de dos ancianos hasta el final de los tiempos.

En nuestros pueblos las bellas se van al cielo de cuerpo entero mientras sacuden la cama, que como nos dijo Gabo en la UNI podría ser la manera elegante de contar que fueron violadas y asesinadas; las solteronas cosen su mortaja hasta el día de su muerte, pero no rinden su virginidad endurecida; los hombres mueren jóvenes y las mujeres viven cien años; y los obreros muertos viajan en vagones de carga, mientras en Macondo la población borra de su memoria que alguna vez hubo una compañía bananera al lado de la ciudad y que los huelguistas fueron asesinados a golpe de metralla en una matanza que nunca existió.

Gabo siempre fue un escritor de izquierda, no se peleó con Cuba a pesar de los vaivenes de la historia. No dejó de enseñar periodismo, literatura, cine, que eran sus pasiones. Y se fue del mundo de los vivos en jueves santo. Calladito, como si estuviera a lado de un tronco en el que se había sentado a beber un mate, como su abuelo el coronel, que no tenía quién le escriba.





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