Por Belén Rosa de Gea .- Subo a un autobús urbano una tarde cualquiera. El conductor esboza una sonrisa, aunque solo sea para devolver con cortesía mi saludo inicial. Es invierno y sopla el viento. Muy atrás quedaron los días efervescentes de la Navidad, con sus algarabías artificiales y sus brindis, sus caprichos brillantes en envoltorios de celofán, sus borracheras y sus ilusiones efímeras. Al otro lado del pasillo un matrimonio mayor acaba de sentarse. En silencio los dos, él sujeta un carro de la compra del que asoman varios cartones de leche; ella mira al otro lado del cristal y comprueba cómo empieza el cielo a encapotarse y a dejar caer las primeras gotas. “Qué tarde más mala se está poniendo”- le dice a su marido, que simplemente asienta sin mirarla apenas con su cabeza gris. El viento arrecia fuera. Una mujer empuña su paraguas resistiendo con una mano los envites del vendaval mientras con la otra arrastra a un niño recién salido del colegio. En el umbral de un taller un