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La fuerza del viento

Por La extranjera de Mantinea     

Hemos sabido que el viento está dispersando las partículas radiactivas escapadas de las centrales nucleares dañadas por el seísmo en Japón. Se fugan hacia el mar a expensas de las condiciones meteorológicas, y ante esta situación sólo resta vigilar el curso de su movimiento a través de satélites y otras fuentes tecnológicas de información. Es el recurso que nos queda para hacer frente y paliar la fuerza de la naturaleza cuando irrumpe en este mundo –tan lleno de objetos- de los seres humanos, por muy grandes y avanzados que éstos sean.

Cuando la naturaleza ruge, enmudecemos. Es como un silencio de fondo sobre el que hablan los teléfonos móviles de última generación, las cámaras de vídeo con sus megapíxeles registrando en directo la catástrofe, los informativos radiofónicos y las pancartas solidarias desplegadas en los campos de fútbol; hablan las redes sociales a través de conexiones japonesas o de youtube, donde los aficionados muestran en silencio sus pequeñas retrasmisiones en primera persona. Hablan reyes y presidentes de todas las latitudes, obispos y estudiantes, instituciones y blogueros. Ante la devastadora fuerza de la naturaleza, el ser humano se sobrecoge y enmudece. Enmudece ante los hogares destrozados y los seres desaparecidos, ante la muerte retransmitida minuto a minuto. Cuando se nos recuerda nuestra liviandad, enmudecemos.

Y ante este silencio de vorágine he recordado otras muertes, otros seres sin hogar, otros desaparecidos. Veinticinco mil personas morirán hoy en el mundo porque son pobres o porque tienen hambre. Otras ocho mil lo harán antes de que acabe el día a causa de enfermedades que pueden curarse. En este minuto que has consumido leyendo esta nota nueve niños y niñas han muerto por desnutrición; y cuando te vayas a la cama esta noche cuatro mil más habrán muerto de sed. Veintiséis millones de desplazados huyen en este momento de zonas de conflictos o persecuciones civiles, y a ellos no les ha destrozado el hogar una ola gigantesca. Y luego están los desaparecidos, a los que solamente algunos ojos se atreven a mirar de frente, y que solamente en Colombia, en los últimos años, son varias decenas de miles.

Enmudecemos ante el ímpetu devastador de la naturaleza, y entonces nos afanamos en paliar un daño que parece infinito. Y a la misma vez, al mismo tiempo, conseguimos que aquello que pertenece al ámbito de lo contingente, a lo humanamente posible, aquello que podría y puede ser de otra manera -y sin que dependa de la dirección o la fuerza del viento-, parezca lo realmente inevitable.




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