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“Tuvimos que tirarnos al suelo para refugiarnos mientras tratábamos de atender a los heridos”

República Centroafricana, un país donde la normalidad es la impuesta por las armas 

Johan Berg, médico de Médicos Sin Fronteras en Bangassou, relata una semana de violencia extrema. Los enfrentamientos imposibilitan ofrecer asistencia médica y muchos heridos están escondidos sin poder recibir el tratamiento que necesitan. Algunos trabajadores están desaparecidos.


El doctor Johan Berg visita a un paciente en el hospital de Bangassou.Borja Ruiz Rodriguez/MSF



Johan Berg trabaja como doctor para MSF en Bangassou, una pequeña localidad en el sureste de República Centroafricana (RCA) justo en la frontera con República Democrática del Congo (RDC). Entre otros proyectos en el país, gestionamos un hospital y tres centros de salud en colaboración con el Ministerio de Salud centroafricano.
"El sábado [20 de mayo], nuestro responsable de logística me despertó a las 6 de la mañana y me informó de que había enfrentamientos abiertos en la localidad. No me esperaba que ocurrieran de forma tan repentina, aunque sabíamos que el riesgo era alto.
No escuchamos ningún sonido salvo los disparos; nadie se atrevió a salir de su casa. Todos los puentes que llevaban al hospital habían quedado destruidos, fue imposible llegar al hospital en coche.
Tras evaluar la seguridad, decidimos enviar un equipo al hospital para hacernos una idea de la situación allí. Nuestra ambulancia, aparcada al otro lado del río, esperaba que cruzáramos a pie. Así lo hicimos, pero la gravedad de la situación no me permitió ir al hospital ese primer día. Me resultó muy difícil quedarme al margen si poder hacer nada para ayudar.
Escondidos y sin tratamiento
El domingo sí pude ir al hospital. El barrio de Tokoyo es próximo y había sido incendiado. Todavía se escuchaban las balas. Las únicas personas que se atrevían a ir al hospital eran las que no tenían otra elección: los heridos, muchos de ellos con lesiones de bala.
Normalmente, unos 100 pacientes al día llegan a nuestra sala de emergencias, la mayoría niños. Pero ese día no vino ninguno y, hasta donde sé, la mayoría de los centros de salud estaban operativos. Los pacientes que vienen a nuestro hospital normalmente están muy enfermos, sobre todo en plena estación de la malaria, como ahora.
Era duro saber que todos estos pacientes que normalmente deberían venir a nuestro hospital estaban en los pueblos y en el bosque escondidos sin ningún tratamiento. Esto significa que morirán y que, aquellos que sobrevivan, estarán muy enfermos cuando finalmente se atrevan a venir.
Graves traumas emocionales
El lunes [22 de mayo], los heridos seguían llegando; muchos estaban gravemente heridos. También lo hicieron unas pocas personas enfermas con otras dolencias. Vimos a niños convulsionando por malaria grave, inconscientes porque tenían poca azúcar en la sangre y/o anemia. También vimos a personas en grave shock emocional.
Una embarazada de cinco semanas había visto asesinar a su marido delante de sus propios ojos. Después de eso, la ataron y golpearon con la culata de un fusil. Al igual que cientos de personas más, huyó al hospital en busca de protección. Tenía 20 años y estaba allí con sus cuatro hijos. El estrés era demasiado para ella. Apenas se podía mantener en pie, y mucho menos caminar.
Tanto el domingo como el lunes hubo enfrentamientos justo fuera de las puertas de nuestro hospital. Tuvimos que tirarnos varias veces al suelo para refugiarnos mientras tratábamos de dar atención médica a nuestros pacientes.
Trabajadores desaparecidos
Muchos de nuestros colegas nacionales estaban desaparecidos. Poco a poco fuimos recibiendo noticias de su estado y ahora tenemos información de casi todos. Algunos trabajadores permanecen en el hospital; muchos de ellos llegaron con sus hijos y no se atreven a marcharse. Muchos también han huido de la violencia y están escondidos.
Nos faltan muchas de las personas cruciales para garantizar que los servicios del hospital sigan funcionando en un momento de tanta necesidad: enfermeras, pero también personal de apoyo como el de limpieza. Algunos trabajan las 24 horas. Después de eso, duermen unas pocas horas y comienzan a trabajar de nuevo. Dado que todos los mercados están cerrados y la situación de seguridad hace imposible que los aviones aterricen, es difícil para nosotros encontrar suficiente comida tanto para los pacientes como para el personal.
Solo tenemos un cirujano que está trabajando tan rápido como puede. Sin embargo, con tantos pacientes, muchos tienen que esperar para poder ser operados. Un ejemplo es un niño de 15 años con una herida de bala penetrante en el pecho. Tratamos a nuestros pacientes lo mejor posible con antibióticos, suero y transfusiones de sangre hasta que pueden ser operados. Esperamos tener refuerzos en cuanto los aviones puedan aterrizar.
Nos han informado de varias muertes a causa de los combates, pero no sabemos cuántas, no está claro. Cruz Roja nos tuvo que pedir bolsas prestadas para cadáveres y así poder enterrar a algunos de los muertos.
Deshidratados y sin comida
Además, una buena parte de la población está desplazada. Algunos están escondidos en el bosque, otros en el pueblo. Hemos enviado un equipo a un lugar donde más de 1.000 personas están escondidas; muchas de ellas deshidratadas por el calor. Carecen de comida y agua potable y están viviendo en condiciones pésimas con alto riesgo de propagación de enfermedades. Hemos podido darles algunas sales de rehidratación, nutrición de emergencia y atención médica, y les estamos ayudando a establecer instalaciones de saneamiento.
La ciudad está un poco más tranquila, pero aún no es segura. Aunque cada  vez más pacientes llegan al hospital, aún vemos sobre todo a aquellos que están gravemente enfermos, la mayoría de ellos niños.
Las salas se están llenando y carecemos de personal. No hay suficiente espacio. Algunos de los heridos están en tiendas de campaña en el recinto del hospital donde la temperatura alcanza los 40 grados durante el día. También yacen apretados, unos contra otros, en colchones en nuestras oficinas.
Es probable que los enfermos sigan llegando y que el hospital siga llenándose. El personal está agotado. Y los brotes de violencia podrían empezar de nuevo en cualquier momento.
La población necesita seguridad, atención médica, agua potable, tratamiento contra la malaria y apoyo psicológico. Seguiremos haciendo nuestro trabajo".

María Simón, coordinadora de Médicos Sin Fronteras en el país, relata cómo los grupos en conflicto arman peligrosamente a la población civil. La situación en el país “puede desencadenar en una espiral de violencia mucho mayor”, alerta.

María Simón ha sido coordinadora general de MSF en República Centroafricana (RCA) hasta hace escasos días. Ahora, ya de vuelta, compara la actual situación de tensión con los momentos más álgidos del conflicto que marcaron al país entre 2013 y 2014.

Si entonces el conflicto derivó en un enfrentamiento inter-confesional en el que los grupos armados eran adscritos a una religión (Seleka, musulmanes; Antibalaka, cristianos), en la actualidad son diferentes fracciones de los antiguos Seleka los que se baten entre ellas. Hemos observado que los grupos enfrentados están armando a la población civil y que el país vive un repunte de la tensión que recuerda, siniestramente, a los años más violentos de la crisis.
María Simón, coordinadora de MSF en RCA.Juan Carlos Tomasi/MSF


“En este último año, las tensiones entre grupos Antibalaka y grupos ex-Seleka  se habían reproducido esporádicamente. Sin embargo, desde hace unos meses, el conflicto ha cambiado y diferentes grupúsculos ex-Seleka comienzan a enfrentarse por el control del territorio.
A todo esto hay que sumar que, ahora, se da un componente, de persecución étnica hacia la población Peuhl, seminómadas y, muchos de ellos, trashumantes ganaderos, con una tensión ancestral con las comunidades agrícolas. Los grupos ex-Seleka han llegado a aliarse con los Antibalaka para luchar contra el UPC (Unidad por Centroafrica, en siglas en francés), un grupo armado de mayoría Peuhl.
Unos y otros están, asimismo, entregando armas de forma masiva a la población civil, un hecho especialmente preocupante que puede desencadenar una espiral de violencia mucho mayor.
Estamos viendo un incremento de tensión que no habíamos visto desde los momentos más terribles de la guerra en 2013 y 2014.
Fue en esa época cuando llegué por primera vez a RCA, en octubre de 2013. Entonces mi trabajo se desarrollaba en los proyectos en el norte, cerca de la frontera con Chad. En esos momentos, se sucedían los episodios de violencia inter-confesional en Bangui, la capital, cuando se atacaban a los cristianos y, posteriormente, a los musulmanes. La ciudad estaba engullida, al igual que la población, en la falsa dicotomía ‘o Seleka o Antibalaka’.
Pese a que nuestros proyectos vivían una relativa calma, era difícil mantener la moral de nuestros compañeros, muchos de ellos procedentes de Bangui, muchos de ellos cristianos, que tenían que olvidar lo que estaban pasando sus familiares para tratar a pacientes musulmanes o a combatientes Seleka.
Fueron momentos duros también cuando Kabo se convirtió en zona de paso de los centenares de camiones que transportaban a musulmanes que tenían que ser evacuados de Bangui, amenazados de muerte. Miles de personas, mujeres, niños, ancianos, apilados en un viaje de días que los llevaba de la capital al exilio como refugiados en Chad o a campos de desplazados en el norte de RCA.
Muchas mujeres estaban embarazadas. Algunas habían llegado a dar a luz en el camión. En nuestro hospital tuvimos que atender a víctimas de los grupos Antibalaka que habían disparado contra los camiones. Por fortuna, las armas que portaban entonces eran rudimentarias, de caza y los heridos que llegaron no presentaban lesiones de extrema gravedad. En caso contrario, hubiera muerto mucha más gente. Los desplazados llegaban exhaustos, deshidratados, hambrientos, y sobre todo, aterrorizados. Fue horrible.
Un episodio horrible
Y desde luego tengo que recordar que, al final de mi primera misión en el país, se produjo uno de los sucesos más complicados para MSF: la masacre del hospital de Boguila, en abril de 2014, causada, creemos, por un grupo de combatientes incontrolados, cuando el país se estaba ya dividiendo en dos áreas de influencia y cuando los Seleka ya habían sido oficialmente disueltos. En el robo al hospital fueron asesinadas 19 personas, tres de ellos compañeros nuestros. Fue un mazazo muy duro.
Así, suspendimos temporalmente nuestras actividades en los proyectos, excepto las intervenciones de emergencia. Hay que recalcar que, cuando se ataca a un hospital, se agrede a toda la comunidad a la que sirve, a las mujeres que están de parto, a los afectados por malaria o a los propios combatientes si resultan heridos.
Casi me sorprendió comprobar la situación a mi regreso en 2016. Con Bangui en una seguridad relativa, con elecciones generales que se habían celebrado en cierta calma gracias a un pacto de no agresión firmado por los grupos armados. Se había producido un regreso paulatino de ONG que durante la guerra y el golpe de estado de los Seleka habían evacuado a su personal.
La mitad de la población depende de la ayuda
Pero, pese a todo, y pese a un conflicto latente que eclosionaba en episodios de violencia, nunca se han reunido los fondos necesarios para cubrir las necesidades humanitarias del país. Naciones Unidas calcula que más de dos millones de personas, casi la mitad de los habitantes del país, dependen de ayuda externa, y que para facilitarla se requieren unos 400 millones de dólares. Sin embargo, no se ha llegado a completar ni el 13% de esta cifra.
La reproducción del conflicto actual —del que somos es testigos tanto del incremento del número de heridos o de desplazados y, como lo fueron nuestros equipos el mes pasado, de ejecuciones a machetazos—, supone y hace prever más sufrimiento y penuria para la población. Una población ya muy desmoralizada, desesperada y al límite de sus fuerzas, con ganas solo de que la violencia se detenga, de que todo esto termine, para aspirar a una vida normal, suspendida desde hace años.
Y eso no sucederá en un país donde la normalidad es la impuesta por las armas. Esta normalidad inaceptable también tiene sus consecuencias para los trabajadores humanitarios: RCA ocupó el pasado año el segundo lugar de países del mundo en que más incidentes violentos sufrieron (solo después de Siria), un síntoma evidente de cuán difícil es la situación. Si el personal humanitario es víctima de la violencia, solo cabe imaginar cuál es el alcance de esta entre la población civil.  Hay que recordar que la tensión actual ha creado 100.000 nuevos desplazados. El número de quienes han huido de sus casas asciende a 400.000, casualmente el mismo número de refugiados que han buscado protección en otro país. Hablamos pues de casi un millón de personas, en un país que no llega a los cinco millones de habitantes. Es inaceptable e inasumible”.   




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