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Excluid@s del Bicentenario peruano

Roxana Loarte, desde Perú/ El Furgón – Doña Adela Campos, con 64 años, está sentada frente al río Chillón mientras se distrae tejiendo a croché. Hace tres meses perdió su casa, sus animales y todo lo que pudo llevarse el río, enfurecido por el fenómeno del niño costero en Perú. Vive en un lugar que es tierra de nadie y ni siquiera el lote de terreno que pagó es suyo. Para el municipio de su distrito, Comas, ella y sus vecinos no existen, más aún en un país donde el más pobre tiene que sobrevivir, aunque sea en las faldas de un río o en lo empinado de un cerro.


El Perú tuvo años de crecimiento económico, pero a los bolsillos del pueblo poco o nada le benefició. Los índices de pobreza se encubren con mediciones superfluas para hacer creer a la opinión internacional que ésta se redujo en más de 50 por ciento en 10 años. Sin embargo, el poder adquisitivo de la población cayó: los sueldos no cubren la canasta básica familiar, el desempleo y la informalidad, que alcanza al 75 por ciento de la población, cunden por todos lados, y a eso se suman las consecuencias que dejaron los recientes fenómenos climáticos en el país.


La economía peruana no repunta desde hace casi cinco años; desde el 2013 a hoy el panorama es desolador. El Perú vive sumergido en el neoliberalismo desde hace treinta años, y aunque este modelo fracasó, la clase dominante persiste en continuar imponiéndolo a rajatabla. El gobierno de ultraderecha de Pedro Pablo Kuczynski, en colusión con el fujimorismo, decretó leyes para reactivar la economía, destrabar los proyectos de inversión privada y llevar a cabo una reforma tributaria. Los resultados fueron negativos y las proyecciones de crecimiento cada vez más reducidas. Las repercusiones de la crisis global, los problemas de corrupción del conglomerado brasileño Odebrecht y los desastres naturales causados por el fenómeno costero generaron que las nuevas proyecciones bajen de 3,5 a 2,5 por ciento para el 2017, según el BBVA Research. Cifras desalentadoras que repercuten en la deteriorada economía familiar y la aplicación de medidas que el pueblo tendrá que cargar para que los explotadores salvaguarden sus intereses.

Doña Adela no conocerá de estas cifras, pero sí de la pobreza en la que vive a diario. Sin ninguna esperanza de que reconozcan su derecho a la vivienda, uno de sus nietos trabaja la tierra que usará de relleno para volver a construir su casa de madera. Ambos no saben cómo será el plan de reconstrucción, del que tanto contienden las facciones de la ultraderecha peruana, pero como la historia lo demuestra, el pueblo de los escombros se levanta y así lo hace doña Adela y su familia. Su historia no dista mucho de la realidad de otros peruanos que permanecen en el círculo de la pobreza, con leyes que recortan sus derechos fundamentales y a los que se reprime si osan cuestionar al capitalismo.



Se persigue a los que luchan, se impone penas excesivas a los dirigentes populares, se arman juicios truchos para satanizar a los maoístas presos por las consecuencias de la guerra interna y se atemoriza al pueblo con la excusa que le ha dado más réditos políticos a la derecha recalcitrante: el fantasma del terrorismo. La historia de doña Adela tiene tanto que ver con el Bicentenario de la Independencia peruana como todos aquellos problemas que el Estado no quiere resolver para seguir explotando a gran escala. Es decir, que el Perú llegará a los 200 años como una República fragmentada, donde la derecha campea como se le da la gana, manteniendo al pueblo en el olvido y orquestando campañas para ennegrecer a todo matiz de la izquierda, principalmente a la que propone una amnistía y reconciliación en el Perú. Si en 1821, José de San Martín lo proclamó libre e independiente, este Bicentenario ya no será el de las libertades, sino el de una República dirigida por quien dice considerarse el perro simpático del imperialismo norteamericano.

Se vienen años difíciles, más aún, cuando se acerca una tercera guerra mundial. Y en Latinoamérica, las potencias imperialistas refuerzan sus vínculos con los países a los que consideran sus colonias.



El llamado milagro económico peruano fue para los más pobres una pesadilla. El boom de las materias primas trajo conflictos sociales en defensa de la tierra, el agua y los derechos fundamentales para el pueblo. Se dictaron leyes para sentenciar a los dirigentes y luchadores sociales. No existe una cifra exacta de cuántos ciudadanos están siendo procesados penalmente a causa de las luchas contra la explotación capitalista; pero los hay y el número crece.

Se usa la legislación antiterrorista para condenar a cadena perpetua, o a más de veinte años en prisión, a los que luchan. De esta nefasta ley se extienden otras para acallar y amordazar a toda voz que discrepe con el régimen. Hace veinticinco años que acabó la guerra interna y el tema sigue siendo un tabú; por más de dos décadas sólo se conoce la versión del Estado, mientras que la voz de los vencidos se oculta, se la trasgrede y se infunde el odio para no conocerla. Sólo la voz del vencedor es la oficial. En cambio, decir algo en contra o cuestionarla, con la nueva Ley de apología que está por aprobar el Congreso peruano podrá costar una condena de hasta 12 años en prisión. ¿Qué país puede prosperar si no es capaz de analizar su historia y comprender su pasado?



La pobreza azota al pueblo. Si se continúa sin atender sus demandas, restando libertades económicas y democráticas, arrasando cada vez más derechos, ensalzando el odio y la persecución, lo único que le espera a doña Adela y al resto de ciudadanos que viven explotados será una vida de miseria.

En Nuevo San Juan, al norte de Lima, cae la noche. Doña Adela y sus vecinos se alistan para regresar a sus cuartos alquilados. Allí pernoctan mientras remueven la tierra y reconstruyen sus casas al lado del río. Las autoridades de su localidad brillan por su ausencia. Son los pobladores quienes del lodo y las piedras volverán alzar sus casitas sobre el mismo lugar que se llevó el río. Como no existen para el Estado, la esperanza de que los reubiquen a una zona segura es casi un sueño. Ellos y otros miles de peruanos serán los excluidos del Bicentenario.




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