Por Salvador Briceño Dicta el adagio que los pueblos tienen sólo a los gobernantes que merecen. ¿Pero no será que llegan al poder —no digamos únicamente en el caso de México— los hombres más embaucadores, habilidosos, tramposos, bandidos, vendidos, corruptos, mediocres, títeres o incluso los traidores; y no los más congruentes, preparados, inteligentes, coherentes, dignos, fieles, honestos, con principios, democráticos, incorruptibles, comprometidos, etcétera? ¿Pero acaso la sociedad es más lo uno que lo otro? Ya sabemos que la política como tal no es una perita en dulce, porque las vendettas y los golpes bajos están a la orden del día desde el ejercicio de la misma al interior de los partidos políticos, como agrupaciones dedicadas para luchar por el poder. Pero eso mismo hace que los hombres con principios le huyan, más que rápido, a la política y a los partidos. No obstante todo individuo tiene frente a sí una posición política por la sociedad a la que pertenece, y el poder o el