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El nobel y el Conrad

Por Emilio Cafassi

Los años ´60 fueron tan fructíferos en ilusiones, desafíos y renovaciones que quedarán inscriptos en la historia como una década de irrigación fertilizante, cicatrices culturales indelebles y radicalizaciones ocasionalmente trágicas. Buena parte de las artes, de la sexualidad, de la estética corporal y de la concepción de la naturaleza, del conocimiento, del rol de los intelectuales y, obviamente, de la historia y de las ideas políticas, se vio conmovida y aún hoy extraña semejante sinergia revolucionaria y optimismo transformador. Tanto como se incomoda (a mi juicio con sustento y justificación) frente al simplismo maniqueo, la delimitación linealmente campista y la (a)tracción política del conjunto de las manifestaciones estéticas y culturales que acompañaron aquellos destellos y experimentaciones.

Fue una época cuyo espíritu emergió con el vigor de la progresión capilar libre y la asociación entre mutilaciones, orden, prolijidad y represión contra las que desplegó sus mejores esfuerzos críticos. Trazar una cartografía, aún a mano alzada, de las complejas mutaciones del relieve topográfico sociocultural que produjo el sismo sesentista, excede a este artículo. También el de poder predecir cuánto de sus raíces continúan excavando en busca de humedades y más sólidas implantaciones. Baste subrayar aquí, a fin de reapropiar la idea central para este comentario, aquel resguardo ideológico-aduanero de fronteras polarizadas con el consecuente debilitamiento del pluralismo, el sincretismo, la duda y la complejidad. O si se prefiere, en términos marxistas, el olvido práctico del aufheben hegeliano y del diálogo con la negación.

Y si bien las delimitaciones inficionaban al conjunto de las manifestaciones estéticas o populares, lo hacían más fuertemente conforme se aproximaban al arte en general y a la literatura en particular. La impronta de un realismo estético groseramente esencialista, tal vez heredero de la peor vulgata stalinista, o de atajos foquistas, resultaba el apresurado complemento de aquella disputa contrahegemónica. Afortunadamente había algunos ámbitos de interés masivo ajenos a estas determinaciones mecanicistas y apasionamientos viscerales. Poco importaba la ideología de Pelé para los amantes del futbol. Pero no sólo por ser una industria deportiva de incipiente masividad, sino por el propio reconocimiento de la destreza y la virtud en ese campo que sus aficionados supieron reconocer. Tampoco hoy, afortunadamente, nos interrogamos por las opciones ético-políticas de Messi o Forlán y ninguna de las tonterías discursivas de Maradona podrá opacar el recuerdo de su zurda mágica y su inspiración subrepticia. Pero no sólo porque el deporte no es un arte, sino porque en ese ámbito se ha podido aislar relativamente la compleja sutileza de la artesanía feliz y sus resultados irrepetibles de los posicionamientos personales de los protagonistas.

Sin embargo, la delimitación del arte en función de sus parámetros ideológicos no es un adhesivo exclusivo de las izquierdas. Mucho antes de los años ´60, si algo contribuyó a la difusión de asociaciones ideológicas simplistas en materia estética, fue el proceso de industrialización del arte (y su consecuente asfixia) o la constitución de lo que Walter Benjamin denominó la industria cultural. Es decir, la intromisión del capital en el proceso de producción y valorización mercantil de la esfera estético-cultural, su masificación y espectacularidad, tanto mayor cuanto más colectivo y tecnologizado resulte el arte en cuestión. Si bien todas las formas del arte están finalmente sometidas a los procesos de comercialización capitalista, la propia producción requiere altas dosis de capital fijo y circulante en varias de ellas como el cine, las superproducciones teatrales, los monumentos arquitectónicos, inclusive ciertos géneros musicales, a diferencia de otros en los el artista produce en soledad y con rudimentarios medios técnicos como el pintor, el escultor o el escritor, que ya sea ensayista o de ficción dependerá exclusivamente de la pluma (sea de ganso o de Apple, lo mismo da) y de su talento.

En mi época adolescente de acompañamiento militante en la algo aristocrática Sociedad Argentina de Escritores (SADE), un muro político nos obligaba a adoptar opciones estéticas campistas y por lo tanto a ubicarnos en zonas más proteicas y ejercer la circulación que toda crítica y debate supone. La admiración por la pluma de Borges era interpretada entonces como una concesión a la derecha y una lesión del campo popular (al menos hasta después de su muerte, cuando la izquierda comenzó a reconocerlo aunque a regañadientes). Sólo era lícito encumbrar a Cortázar y así con oposiciones de segundas y terceras líneas en el reconocimiento de la escala literaria. Siempre me opuse a esta moda política ya que de ese modo es imposible discutir sobre literatura. No por poner en duda el carácter disparatado de las concepciones políticas borgianas, de culto al despotismo ilustrado mezcladas con cierta dosis de anarquismo infantil. Ni menos del peligro que encierran tales supuestas inocencias descabelladas. Tampoco porque las creyera disimuladas en su perfil último de viejito inválido reblandecido, atento al humor y a la ironía efectiva. Borges no podría nunca haber encubierto un pasado político siniestro sólo con simpatía. Pero tampoco se puede desvalorizar su inventiva metafórica y precisión lingüística por ese pasado.

Tal era el clima de radicalización y simplismo, que un joven autor latinoamericano aprovechó a fines de los ´60 la recepción de un premio para lanzar una suerte de manifiesto sobre el rol del escritor y su época presentándose del siguiente modo: “....nosotros, los escritores, los profesionales del descontento, los perturbadores conscientes o inconscientes de la sociedad, los rebeldes con causa, los insurrectos irredentos del mundo, los insoportables abogados del diablo”, concluyendo en otra declaración que “el único recurso es el de la lucha armada”.

Cuando supe que el último premio nobel de literatura dictaría una conferencia en Uruguay sentí una particular expectativa, aunque al principio me llamó la atención que la cita fuera en ese complejo hotelero a cuya estética de dorados plastificados, falsos caireles y neón formateado en Las Vegas dediqué algunas líneas hace un tiempo. Pero al leer el discurso de aceptación en el Stockholms Konserthus del Premio Nobel de Literatura 2010, Mario Vargas Llosa, titulado “Elogio de la lectura y la ficción”, comprendí no sólo la razón del escenario escogido, sino los prejuicios sobre los que basé aquellas consideraciones de hace un año atrás. Esa pieza oratoria, tan pobre y genérica en delimitaciones literarias aunque profusa en politiquería barata y simplista, me dio la clave. Porque en las pocas alusiones literarias de su discurso y al referir a sus maestros no faltaron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, Flaubert, Faulkner, Cervantes, Balzac, Tolstoi, y, he aquí la clave de la convergencia, fáctica: Conrad.

Allí comprendí que fue el fino interés literario de los accionistas del monumento hotelero el que los llevó a bautizarlo en homenaje al notable escritor Joseph Conrad, y seguramente a su diseñador a honrar aquella biografía emulando la silueta de un buque en su arquitectura, ya que Conrad fue, además de un genial narrador, un gran marino. Y por último, es probable que esos cultos empresarios se hayan visto forzados a instalar una sala de juegos, un lugar en el que bajas tentaciones egoístas atraen a los hombres, degradándolos, también en honor a Joseph Conrad, que quedó en la miseria por su afición al juego y su, probablemente nada casual, aversión a Dostoievski. Después de todo Hemmingway tiene su museo en la habitación del hotel de las islas Bimini donde escribió “El viejo y el mar”.

No asistí a la conferencia-almuerzo a pesar de no estar muy lejos, remitiéndome a leer los resúmenes de la prensa. Acostumbrado a dictar o concurrir a conferencias gratuitas, me pareció que el ahorro de U$S 250 me permitiría comprarle a Alfaguara su última novela, “El sueño del celta” y completar con alguna reedición el resto de la colección de su obra. Un carro de Cativelli puede ofrecer una opción al paso no sólo para mitigar el hambre sino también para meditar sobre el nuevo rol del intelectual en las sociedades del giro progresista e inclusive para sentarse a leer.

No cualquiera recibe un premio nobel por el simple hecho de escribir. Además de cuestiones de azar, de lobbismo y de éxito comercial, incluyendo la difusión de traducciones y la elección de buenos agentes literarios, es necesario tener talento y oficio, indiscutibles en el laureado escritor peruano. No es casual que haya logrado ficcionar de modo atrapante momentos lacerantes de la historia humana, opresiones y miserias que llevaron al jurado a fundamentar su dictamen en “su cartografía de las estructuras del poder y sus mordaces imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota”. Es el Vargas Llosa que dispara su pluma sofisticada y denunciatoria para el lector sensible. El que no asistió al Conrad, dejando paso a su otro yo ezquizoide.

Su discurso en Punta del Este olvidó su interés por la opresión humana, por los derechos humanos y por los públicos eruditos para lanzarse a una exaltada difusión militante de sus nuevos descubrimientos ante empresarios ávidos de seguridades y plusvalor: el neocolonialismo, el neoliberalismo encarnado en los líderes hegemónicos actuales.

No debería llamar sin embargo la atención. Es el mismo simplismo de siempre, sólo que hoy bajo la figura del converso, del renegado. Quién expuso el exabrupto citado líneas arriba que concluye con la exaltación de la lucha armada fue precisamente el mismo Vargas Llosa, en ocasión de recibir el Premio Rómulo Gallegos de novela, en 1967. No abandonó las armas, ni sofisticó un ápice su mirada política. Sólo se mudó de trinchera con el mismo fanatismo de su juventud. Pero ello no desacredita su obra literaria que, como toda obra, de Foucault para aquí, nos pertenece a todos quiénes queramos reapropiarla y reinterpretarla.

Entretanto seguramente siga agitando empresarios en los casinos.




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