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La calle árabe. "Crear imitando"

Por Antonio Hermosa

La dignidad prosigue su imparable andadura por la calle árabe, saltando de una acera a otra, de un pabellón a otro, con el claro objetivo de limpiar las madrigueras en las que se refugian los tiranos, protegidos por alambradas de prejuicios, superstición, fatalismo y violencia. No importa si para ello ha de afrontar amenazas de diversa ralea, habituales embajadores con los que se anuncia la muerte, o desafiar fuerzas que la superan en todo salvo en amor a la vida, engalanadas a veces unas y otras con serpientes de perversidad que, en el caso libio, casi parecería de un género desconocido de no existir la historia.
La calle árabe, a pesar de las agresiones que de continuo sufren sus ocupantes -hombres y mujeres de hábitats, edades, ideologías y profesiones diversas-, sigue llena, y persiste con determinación en su objetivo de realizar sus ideales. Y recordemos, pues no está de más, que no llegaron allí declamando consignas antioccidentales en general, ni antiestadounidenses o antiisraelíes en particular, que no fue Mahoma quien les convocó en su defensa y que, no obstante el recuerdo de Iraq, es decir, de una democracia impuesta a cañonazos, lo que en ella se reclama es precisamente la libertad y su régimen político, así como los derechos sociales que forman igualmente parte indispensable de su séquito.
El espectáculo de una calle árabe exigiendo derechos, libertad y democracia encierra una paradoja al tiempo que rompe una infinidad de esquemas, pues no es cosa baladí contemplar a quienes sólo hace dos meses no paraban de congregarse contra el aludido maligno rendirle ahora culto: he ahí la venganza no programada del mefistófeles occidental. ¿Cuál es el significado de dicha paradoja y cuál el secreto de sus rupturas?
Con independencia de cuáles sean los diferentes resultados a que conducen los procesos revolucionarios en curso, y de que se cumplan o no los temores que tanto han soliviantado los ánimos de la dirigencia europea y de la consiguiente colitis moral que visiblemente la aqueja, lo cierto es que la citada exigencia ha completado ya una revolución cultural colectiva en el conjunto de los reclamantes y otra en cada uno de ellos a título personal. Cuando se aspira a reordenar la propia sociedad implantado en ellas normas, prácticas e instituciones que configuran la cadena axiológica de la democracia, tan ajena a la propia tradición cultural, el deseo de imitación en que se plasma brota a partir de una memoria que nada tiene que ver con el propio fondo histórico, incluido el fundacional, sino que pertenece a otra historia. De otra manera: la calle árabe que exige democracia está así exigiendo abandonar su tradición como fuente normativa, esto es, adoptar la historia de otros al objeto de reordenar su sociedad.

Lógicamente, ese deseo originario, germen de la nueva refundación aspirada, comporta nuevas rupturas, tanto en el ámbito común como en el personal, siendo el principal, en ambos casos, la restauración del poder de la voluntad en el ámbito del querer y el plus de individualización y responsabilidad que lleva consigo. Me explico; habitualmente nos hallamos inmersos en la lógica de la rutina, esto es, en una estructura del desear en el que los pasos están, por así decir, preestablecidos, y aun la novedad misma resulta por entero previsible. En esa jaula el deseo no necesariamente fenece; incluso hasta le cabe la posibilidad de multiplicarse siguiendo el principio infantil del culo veo, culo deseo propio de las sociedades consumistas, pues al respecto tan sólo se requiere que proliferen los objetos sobre los que volcarse y los medios de realizarse. En ese modo de ser, desear un coche nuevo, un televisor mejor, comprar la casita de la playa, que gane er Beti, etc., forma en realidad un conglomerado único al que el tiempo va dando sucesivamente forma, y en el que la voluntad que aparentemente lo rige ha perdido su condición de órgano para convertirse en una función más del proceso del consumir (perdón, del desear). Hasta sería posible añadir aquí que hoy, en Occidente, nos hemos olvidado de los peligros que acechan a la democracia cuando dándola por asentada hacemos de su conservación un proceso natural más.
Con ese predominio de la rutina que momifica el horizonte tanto como diseca la sensibilidad ha dado al traste la calle árabe al restablecer el poder de la voluntad: al desear libertad en el cortijo político de un tirano más o menos legitimado por una tradición liberticida; porque entonces ha decidido, y obrado en consecuencia, hacerse dueña de su destino, y cada integrante ser dueño de su persona, dotándose de un contenido extraño de derechos y libertades al que llama dignidad. Todo ello, desde luego, significa que la sociedad y el sujeto pierden la armonía inherente a la continuidad entre el deseo y la tradición cultural en la que opera, entre el fin y, por así decir, los medios psicológicos y éticos desde el que satisfacerlo, y en lugar de las certezas osificadas de antaño sistematizadas por la religión, optan por la incertidumbre consustancial a la novedad. Pero todo ello, desde luego, significa también que a partir de ahora su voluntad cuenta, los poderes tendrán que limitarse, las libertades sancionarse legalmente y los gobernantes responsabilizarse de su conducta, etc.
Ahora bien, la voluntad que satisface su deseo de reordenar políticamente la sociedad acudiendo a otra tradición significa varias cosas más, y quizá de mayor calado para las relaciones internacionales entre los diversos pueblos. De nuevo asistimos a la proeza de la voluntad personal y colectiva de imponerse a la propia historia de la que emerge, vale decir, a la constatación de que la cultura política de un país no es un destino para el mismo; dicho con otras palabras, es posible volver a comprobar que la cultura se convierte en humanidad, y que el sujeto local es simultáneamente universal, razón por la cual el cosmopolitismo deviene un ideal factible y la generalización de los derechos humanos, sencillamente, una obligación (con aquí paz y allí gloria para comunitaristas y raleas adyacentes). Se demuestra, por último, que la libertad preserva intacta su primacía ideológica sobre las conciencias y su capacidad de movilización, pero que ese poder es mucho más grande del atribuido por Maquiavelo, quien creía que era necesario haberla conocido, aunque fuera por nuestros antepasados, para amarla y luchar por ella; e infinitamente mayor que el reconocido por Rousseau, incluido el Rousseau polaco, que o bien creía que la corrupción haría la vida imposible a la libertad en un Estado extenso y muy poblado, o bien, cuando descubre Polonia y cambia –a regañadientes, todo hay que decirlo- registro, que cuando es posible fijarla en una constitución, como en ese caso, una consecuencia y un principio inmanentes al proceso es legitimar la historia del país que quiere la libertad. Lo que nos enseña la calle árabe, por el contrario, es la –cumplida- revolución moral de querer otra historia para poder ser libres.
Empero, en este punto es posible atenuar la radicalidad del deseo, y con ello el alcance revolucionario que significa postular otra tradición al desear la democracia y sus valores, si tenemos en cuenta que, al hacerlo y acudir en pos de ella sacrificando incluso la vida de sus moradores, la calle árabe se lanza a lo nuevo sin por eso lanzarse ciegamente a lo desconocido. El demonio que Gadafi ve en internet ha hecho, en efecto, junto a la globalización en la que se inserta, que las experiencias ajenas estén al alcance de la mano, y sean en ese sentido también propias. La calle árabe ha visto de cerca el funcionamiento de la democracia, y una gran sabiduría, más un deseo aún mayor de libertad, la han llevado a discernir con claridad entre sus manifestaciones espurias y las bondades –siempre imperfectas, por humanas- que la constituyen; de ahí que un tirano amenazando con la muerte no haya conseguido arredrarla o que un Bush y sus tanques queriendo supuestamente imponerla a la fuerza no hayan logrado disuadirla.
La democracia, lo sabemos, no es un resultado seguro del proceso revolucionario emprendido por la calle árabe, pero su deseo sí lo es. Con todo, en este punto, cuando aún no sabemos con certeza ni si se derrocarán a los tiranos ni, en caso de lograrlo, cuál será la constitución que emerja del proceso, la autonomía que conceda al poder judicial, qué leyes electorales la acompañarán, la legislación normas sobre los partidos o su organización interna, la regulación de los medios, etc.; ni si los ciudadanos sabrán dar vida a la tolerancia o determinar cuál será el papel a jugar por el Islam en un nuevo Estado que si es democrático tendrá que ser oficialmente laico; o si el creyente sabrá conciliar derechos y tradición, fe y libertad, razón y religión. En este punto, digo, en el que hemos aprendido que las masas con su revuelta pueden derrocar un tirano pero –aún- no institucionalizar una democracia, quizá debería sonar la hora de Europa en el proceso.
No obstante, lo que observamos al mirarla produce vergüenza y consternación: la princesita es una jubilada y está doliente; sufre porque los malos, que tenían que seguir siendo malos para que ella justificara su invalidez sin sonrojo, se han vuelto peores reclamando libertad; sufre porque, previsora ella, ya está viendo el terrorismo alzarse sobre la cabeza del proceso revolucionario y amenazar con sus fauces ensangrentadas su seguridad y su vida (o sea, el petróleo y el gas); sufre porque siempre con la lengua llena de derechos y democracia mediante las que ocultar el insolente pragmatismo de una clase política provinciana y egoísta, ahora que la calle árabe la pone ante su propio espejo teme no poder gozar en paz de su cinismo, su hipocresía y su codicia. Por eso se muestra tan comedida en sus juicios, tan buenecita con todos, tan vaticana, en fin, en sus formas y su fondo. Como parecía más contenta antes, cuando la libertad era cosa de la cultura, se me ocurre una solución que la dejará satisfecha y en la que, quizá por miedo, aún no ha pensado: dado que los libios están hartos de Gadafi pero no de Mubarak, podríamos poner a Mubarak en Libia y a Gadafi en Egipto; podríamos también intercambiar a los Alí de Estado, etc., y una vez embocado el principio articular un refinado sistema de carambolas que deje felices a todos. Quizá una hermosa consecuencia absolutamente impensada del proceso revolucionario sea que éste se extienda más allá de la región, hacia Venezuela o China, o bien saque de su letargo a la propia Europa, asustada por ver sus proclamados deseos universales en bocas de otras gentes. De este modo podría volver a recuperar la cordura y la fiabilidad que da el acuerdo de la boca con las manos, como enseña el Mío Cid, de palabras y acciones; y si no, claro está, podría seguir como hasta ahora: siempre le quedará el Papa.




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