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Paisaje de mi calle

Por Eduardo Pérsico

Atardece. Mi vecino José Juan cruza por su nieto a la escuela de enfrente y luego vendrá a conversar unos minutos. Hoy con certeza me hablará del terremoto en Japón, del riesgo de una lluvia radioactiva más la guerra del petróleo y las fortunas inhumanas que acumulan futbolistas y famosos. Esas cosas.

La luz se adelgaza en la tarde y desiste de obstinar su brillo. Quizá se repliegue sutil bajo el ocaso hasta volver el día sobre el mundo. Que no cambió es verdad y está en su sitio. Es muy sabia la luz, vale creerle que de medir el universo no justamente pero al menos en millones de tiempos imprecisos, esta esfera vagando el infinito no parece de mucha relevancia. Una porción modesta de universo que ni los más fanáticos en milagros y cielos aciertan en decirnos lo contrario.

Es que acaso habitemos una brizna que el infinito ni percibe y el girar diminuto de este planeta nuestro, por miles de centurias no inquietó ni un segundo al gigantesco espacio. Y a pesar del anuncio que nos vendrán dioses que ‘se la saben todas’, nadie arriesga si la inmortalidad anda cerca del barrio o es lejano infinito, como al fin nos parece.

Ya pasó mi vecino José Juan con su nieto, sonriendo, y prometió decir algo que leyera ‘de las deudas perpetuas de los países pobres’. En verdad, no con ansiedad aguardé su llegada si cuánto bien vendría charlar con algún dios de esos que nos imponen ajustar cuentas a nosotros, seres comunes que respiramos en este sur del mapa y por siempre nos aprietan matones vestidos a la moda que nos envían unos divertidos banqueros. Y José Juan predice que admitiendo por siempre ser deudores de cuentas desprolijas nos evitamos futuros de pólvora y calibre; ‘nosotros tan pobres seres vivos ayudamos al ciclo de quienes siempre cumplen al acreedor fantasma que eternamente cobra, deudas que no sabemos quien contrajo’, redondeó mi vecino. Nos reímos, charlamos otro rato y lo ayudé a salir al comenzar con frases que a él lo divierten demasiado. Son estilos.

Las sombras ya se apropian de la calle abierta y esa penumbra anuncia cierto otoñal encanto. La yunta de aguiluchos apareados de vuelo retorna a la torre de la escuela y acalladas las voces, la tarde amaga cierta leve tristeza en el entorno. El silencio convoca a un concilio de sombras y mi jardín ya opaco sin madres y sus chicos trajinándole cerca, me dice hasta mañana. Hay un tiempo más tiempo que sugiere esta calle, un diálogo constante o al menos, simulado libreto guardado en su memoria. Es la calle en que vivo y no se si contemplo o ya imagino el mundo.

Por aquí no transcurren multitudes esclavas ni eternos ganadores exhibiendo riquezas o panfletos de moda; es un sitio hasta esquivo a esos vendedores de la fe en iglesias mezquitas sinagogas y varios. ‘A quienes hay que liquidarles tanta impostura de eternidad y cielo prometido; cada pibe muerto de hambre en el mundo es una derrota de sus dioses; y ustedes no sigan haciéndose los giles, che’. Parrafada que recién esquivé que pregonara José Juan y gritada por una multitud cambiaría el ensoñado paisaje de mi calle.




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