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MÉXICO. Legalizar la militarización

Por Eduardo Ibarra Aguirre  

El tiempo pasa –dice la canción-- y uno de los gobiernos que más militarizó la vida pública de México está urgido en respaldar, en la legislación, las prácticas y los abundantes excesos que cometió con el Ejército, la Fuerza (débil) Aérea y la Marina, cuando se encuentra en plena cuenta regresiva.

Está documentado hasta la saciedad, incluso por el duopolio de la televisión, que el de Felipe Calderón Hinojosa es un gobierno que no se explica sin el protagonismo creciente de la milicia en ámbitos que están reservados, nada más y nada menos que por la ley de leyes, para los civiles.

A esta altura del sexenio, cuando le quedan 19 meses, ya no es “políticamente incorrecto” sostener, como aquí se ha hecho, que sin el decidido respaldo de las fuerzas armadas –particularmente del Estado Mayor Presidencial, el ejército de elite de Los Pinos, y la entonces Policía Federal Preventiva--, resulta impensable la toma de posesión del hombre de “las manos limpias”, el 1 de diciembre de 2006, y menos aún que su administración esté en vías de concluir un mandato que al no ganarse en las urnas, como opinan millones de ciudadanos, fue y es apuntalado por los verdes.

Justamente de tal apuntalamiento deriva la militarización que día a día se consuma y que por las torpezas y abusos –como agredir y robar al presidente de la Comisión de Gobierno del Congreso de Guerrero o asesinar al médico Jorge Otilio Cantú Cantú--, multiplica a los ciudadanos que exigen: “¡El Ejército a los cuárteles!”, en Juárez y Cuernavaca, Monterrey y Torreón…

Cuando el hoy empleado de lujo de varias trasnacionales, pero empleado al fin, despachaba como presidente de México, las organizaciones civiles alertaban sobre la creciente capacidad de hombres en armas, de los cuerpos policiacos estatales que estaban bajo la dirección de generales en retiro, quienes por supuesto tienen derecho a trabajar. Concluían que por el número de efectivos dirigidos por militares eran superiores a los adscritos a las secretarías de la Defensa y de Marina.

Lo que sucedió con Ernesto Zedillo fue un proceso incipiente que hoy está en plena consolidación y desenvolvimiento con el abogado, economista y administrador público que busca legalizarlo, para que los altos mandos siempre impunes, como en 1968, estén mejor protegidos por la Ley de Seguridad Nacional, darse atribuciones metaconstitucionales como comandante supremo de las fuerzas armadas, casualmente a propuesta de sus subordinados en la Sedena.

Los amarres alrededor de la iniciativa de ley entre los legisladores de los partidos Acción Nacional y Revolucionario Institucional, y las prisas por aprobarla, son tan notorios que algunos subrayan como “la moneda de cambio” la elección de los consejeros del Instituto Federal Electoral.

No se percatan los diputados que se oponen, entre ellos los del Partido Verde Ecologista, que aparte de beneficios coyunturales, el PRI está actuando en la perspectiva de gobernar al país a partir de diciembre de 2012. No quieren repetir la pifia del panismo que se opuso a la reforma eléctrica de Zedillo porque no les beneficiaba desde la oposición, pero a partir de 2000 les urgía como gobierno federal.

Mas el problema no es quien despache en Los Pinos hoy o a partir del 2012 y de que partido provenga, sino que a nadie, por más presidente que sea o se sienta, el Legislativo le dé atribuciones para sofocar con el Ejército movimientos sociales, políticos, laborales y electorales, y decretar el estado de excepción, como aseguran los críticos. Y tampoco que sólo una de las cinco comisiones legislativas vote el dictamen y las demás se allanen. Si tienen la razón a qué temen.




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