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José Tomás, la reaparición del matarife

Por Julio Ortega   

“Decíamos ayer” – con muy poca convicción – que tal vez tu encuentro en México con Navegante, hace ya más de un año, haría que a partir de ese momento dejases de surcar aguas tan rojas como a las que estabas acostumbrado. Fue una equivocación, José Tomás, has regresado a ese mismo mar de arena en el que los que obligatoriamente han de acompañarte en cada travesía, la comienzan con sus pisadas dirigidas por un cerebro vivo y la finalizan convertidos en la huella dejada por un cuerpo desvencijado que es arrastrado. Ese es tu cometido, marinero siniestro, llevar a los vivos a una muerte prematura. Qué papel tan mezquino escogiste para representar durante tu existencia y qué a gusto te encuentras en él.

Los medios de comunicación se han entregado a fondo en la difusión de tu reaparición en Valencia en lo que además de la labor informativa, también forma parte de una operación publicitaria repetida para salvar in extremis a un paciente que sólo parece alentar con el suero de tu presencia, retornando cuando tú desapareces a lo que no si no es su muerte – donde de ser por sus propios medios llevaría ya mucho tiempo – es porque lo mantienen en una constante agonía subvencionada rota tan solo cuando se escribe tu nombre en la lista de verdugos y el de algún otro tan capaz de alimentar morbo, filias y fobias como tú, características imprescindibles para llenar alguna vez una plaza y siempre vuestros bolsillos.

En el coso valenciano te esperaban aficionados a la tauromaquia, tomasistas incondicionales - de esos tan necesarios para alimentar tu inconmensurable ego - personajes que nunca se pierden un acontecimientos como éste por aquello del “dónde y con quién debe ser uno visto”, y la habitual colección de famosos que van cuando tú vas, porque más que la tauromaquia lo que a ellos les seduce es la foto allí donde saben que no van a faltar las cámaras. Y para todos ellos toreaste José Tomás, arrancando tanto elogios como enfados en función no de tu faena, sino de la mayor o menor incondicionalidad de cada uno, pues hay quienes no te soportan y otros que se revolcarían sobre tus heces. La cuestión es que satisfechos o disgustados, todos ellos salieron por su propio pie de la plaza, algo que no se puede aplicar a los toros a los que torturaste y mataste. Para estos animales no existe la gloria o el fracaso del hombre, sino su padecimiento y su muerte en nombre del espectáculo y del negocio. Y esa es la realidad por encima de todo, torero, que ayer acudiste a Valencia a acabar con la vida de criaturas inocentes y lo hiciste, como siempre, sin compasión ni remordimientos.

Y ahora parece que la más grave y trascendental de las discusiones es saber si te merecías o no la segunda oreja, esa que el Presidente de la corrida te negó. Ya ves tú: le desgarras músculos y tendones a un animal vivo, le atraviesas vísceras, le provocas hemorragias y un dolor espantoso, lo llevas a una muerte lenta y terrible, y el asunto se reduce a saber si su mutilación posterior tendría que haber sido un poco más o menos. Algo así sólo nos traslada la ruindad moral de quienes permiten, alientan y practican una atrocidad de tal envergadura, y de cómo un crimen cobarde se puede vender – con el apoyo económico y mediático adecuados – como una tradición digna, necesaria y hasta sublime.

Ahora que corra la tinta en términos como naturales, manoletinas, verticalidad o quietud; que alcancen algunos si así lo desean el paroxismo de la aberración con las descripciones que te han brindado: “José Tomás, el mesías redivivo” o “el ser humano que reúne los ideales aristotélicos del héroe”. Pueden decir cuanto quieran, que por encima de apreciaciones subjetivas y de adulaciones harto apetecidas por un personaje con dosis tan elevadas de endiosamiento y soberbia como las tuyas, más allá de toda esa parafernalia perversa, lo que es tan real como incontestable utilizando la razón y la ética que debería de mostrar el ser humano en el Siglo XXI, es que no constituyes más que un trágico ejemplo de cómo la crueldad y la ambición pueden enfundarse – legitimándose de paso - en un traje de luces para embadurnarlo con la sangre de las víctimas que van dejando a su paso. Tal eres tú: un semidios para algunos, pero para muchos más, no lo olvides, un individuo que se recrea espiritual y materialmente en el sufrimiento ajeno. Eso se llama sadismo interesado. Hay numerosos paradigmas de personalidades así a lo largo de la historia, hoy casi todas ellas desenmascaradas y despreciadas. Y no te aferres a la mentira de que tus seguidores dignifican tu comportamiento, pues compartes ignominia con actividades humanas todavía consentidas en algunos lugares del planeta y que cuentan también con su correspondiente afición cada vez que se producen: las peleas de perros o las lapidaciones humanas son un par de ejemplos que ilustran lo que te digo, “maestro”.

Sólo una cosa más, matador: observo en muchas de las fotografías que te realizan una mirada perdida hacia el infinito que al menos a mí, se me antoja bien entrenada para esa imagen que pretendes ofrecer de ser ensoñador con un destino reservado para unos pocos: los escogidos. Tú sabrás qué es lo que realmente se esconde detrás de esa pose estudiada de romántico visionario, pero hay algo que te puedo confirmar: los ojos de los toros que matas cuando bajas de ese etéreo pedestal para empuñar el acero y convertirte en un despiadado matachín, están velados para siempre porque tú los cegaste sin importarte que ellos, al igual que el “gran José Tomás”, sientan la legítima necesidad de vivir, relacionarse, reproducirse y disfrutar de una libertad que les has arrebatado para siempre. Y lo más estremecedor es que cada noche duermes tranquilo, torero.




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