OPINIÓN de Antonio Hermosa
Ahí estaba ella.
Es cierto que, sepultada en su burka,
podía ser cualquiera; con un poco de suerte, incluso un jefe talibán o algún
imán de ésos que predican, y con verdad,
que el Corán prescribe pegar a la
mujer, aunque sin pasarse (prohíbe
golpearla en la cara, por ejemplo; eso, ni a los animales). Pero no; era ella, la adúltera: aquélla a cuyo marido
el mismísimo Alá concediera el derecho a asesinarla por haberse fugado con
otro, y él, ¡cómo sustraerse a tan divino mandato!, kaláshnikov en mano, disparó contra la fornicadora a menos de dos metros; aquélla que cayó como si de un pelele
se tratase tras el tercer disparo, entre los aplausos y vítores de un centenar
largo de espectadores que de pie o sentados asistían a la carnicería y cerraban
el espectáculo con sus viva el islam
y Alá es grande de rigor, no se sabe
si por la gratuidad de la entrada en el improvisado coliseo en el que aquél se
celebraba, o por la certera puntería del galardonado gladiador contra la fiera o, más bien, por la justicia con
la que Alá y el Islam premian a sus crédulos.
Lo curioso es que
el propio Corán, cuando sanciona el
adulterio, castiga por igual, “con cien azotes”, al marido y a la mujer (bien
que en algunas lecturas, por supuesto
desinteresadas, al hombre sólo si lo
practica en casa, mientras con la mujer se muestra mucho más generoso: para ella no hay reserva de
ningún tipo y la castiga sin más por practicarlo), impidiendo tanto que éstos
contraigan matrimonio entre sí una vez llevado a cabo el adulterio o que lo
hagan con un “creyente”-creyente: sólo se les permite con otro adúltero o con
un pagano, que para eso sí sirven (XXIV, 2-3).
Claro que, como
es sabido, dios propone y el hombre
dispone. Y al igual que tampoco al apóstata Alá le tiene dispuesta una
muerte inmediata -tan sólo una promesa de tormentos tales tras su muerte que
hasta el papa se haría musulmán si temiera que le confundiesen-, pero sus
creyentes no tienen reparo alguno en adelantar el plan de Alá mediante la
lapidación del tránsfuga religioso, tampoco en el caso del adúltero –o mejor,
de la adúltera: no hace falta engañarse- para esos mismos caballeros representa
estorbo alguno acabar con él a las primeras de cambio, aun a sabiendas de que
es otro el castigo prescrito. Y aunque el omnisciente Alá olvidara -oiga, que
un momento de distracción lo tiene cualquiera-, enumerar el kaláshnikov entre los instrumentos a
usar por sus fieles para la aplicación de la pena, eso es algo que se soluciona
con una simple nota a pie de página en la próxima edición de tan pudoroso
libro; y bien mirado, se trata de un procedimiento infinitamente más civilizado
que su precedente, y menos fatigoso para el santo verdugo –perdón, quería decir
varón- que la aplica, y mucho más
limpia, todo hay que decirlo, pues luego no tiene que salir disparado para la
ducha a lavarse los trocitos de piel impura o las manchas de sangre contaminada
procedente de las víctimas. Ahora en un plis
plas se acabó todo, por el módico precio de unas balas que, compradas al
por mayor, hasta te las regalan con las armas o te las venden en oferta, y que
aportan la prueba definitiva de por qué Alá es denominado el “clemente” y el
“misericordioso”. Al fin y al cabo, tampoco hay por qué regodearse con el
espectáculo, que siempre hay niños delante y luego les da por practicar los exempla de sus maiores, que diría algún severo historiador romano.
Fanatismo no es
sólo creer a pie juntillas, e intentar poner en práctica, la letra de un libro
supuestamente revelado por un ídolo inventado por el hombre al que, sea cual
fuere el nombre otorgado a la deidad, se la supone creadora del universo,
incluida la parte de la costa; el fanático, por su parte, más papista que el
papa en cualquier religión, se halla de continuo dispuesto a dejar rastro por
doquier de su fe sustituyendo la letra
del libro de marras por la acción en
nombre del autor, o sea, haciendo él mismo las veces del dios de turno. Se
trata de una plaga especialmente contagiosa que crece y se propaga al calor de
cualquier religión monoteísta, y a la que riega con igual fecundidad la sangre
del que mata como la del que muere en nombre de su dios específico y único; una
plaga por completo inmune al tiempo y los cambios que en él se suceden,
incluidos aquéllos que afectan a la propia razón, que también fortalece su
musculatura a su paso.
Por eso, cuando
el presidente afgano Hamid Karzai juzga el crimen como “odioso e imperdonable
en la sagrada tradición del islam y en las leyes del país”, lo mejor que cabe
pensar es que se trata sólo de un trabalenguas, y que lo que verdaderamente
quería decir es que la fe, en su
punto álgido de fanatismo, produce crímenes así de execrables; por eso, cuando
la periodista firmante del artículo en el que leímos la noticia explica que “lo único seguro es que
quien sigue pagando los platos rotos de la ignorancia, la pobreza y las luchas
de poder es la mujer afgana”, uno no sabe si reír o llorar: ¿qué hubiera
ocurrido en un casi apaciguado Afganistán con una adúltera culta y rica: acaso
la habrían convertido en hurí? ¿Por qué en la peor de las democracias a nadie se le ocurre no ya asesinar, sino
simplemente penalizar a una adúltera? ¡Y hasta se lamenta la susodicha de que
diez años de presencia occidental no hayan servido casi para nada en ese país!
No es esa presencia lo que es menester fomentar, sino el cerebro de los nativos
para que deje de ser un incolmable agujero negro religioso.
Y por eso tampoco
importa en el fondo que las mutuas acusaciones entre autoridades legítimas
afganas y talibanes descarguen a cada uno de su responsabilidad cargando la
culpa en el de enfrente. Ambos son responsables por igual de generar monstruos
como el asesino y quienes le jaleaban al fomentar una religión en la que si
bien el Corán concedió ciertos
derechos a las mujeres, como el de poseer bienes propios, retener su dote
matrimonial en caso de repudio, etc. –lo que tampoco es como para tirar
cohetes, dicho sea de paso-, éstas se encuentran frente al hombre en la misma
sumisión absoluta que todos los seres humanos se hallan frente a su dios; en la
que el hombre puede llegar a tener hasta cuatro esposas legítimas y un número
indeterminado de concubinas, pero nunca al revés; en la que el marido se halla
facultado para golpear a su mujer, pero no la mujer al marido (y todo ello por
obra y gracia de Alá, lo que hace sospechar que el dios en cuestión no era
mujer); en la que aquélla, a falta de instrucciones desde lo alto –ni del Corán ni de Mahoma-, es en el matrimonio
un objeto de cambalache más. Sin contar con que jamás ha ocupado el espacio
público, y si ahora empieza a hacerlo no es gracias a su religión sino a pesar
de ella.
Quizá valga la
pena añadir aquí que en este punto, como en el de las relaciones sexuales, la
mujer islámica se hallaba en un nivel más alto que el de su correspondiente
cristiana al principio de los tiempos, según se desprende de la lectura, en el
primer caso, de la Primera Epístola a los
Corintios (14, 34-35) y en la Epístola
a los efesios (5, 22) de Pablo de Tarso; y, en el segundo, la misma
conclusión viene a deducirse del primero de los dos textos citados (7, 1 ss).
De lo que cabe deducir, en suma, que el pobre Saulo jamás se recuperó de la
caída del caballo, y que con una lógica como la allí empleada en el desarrollo
de sus tesis hubiera podido acceder a cualquier cargo eclesiástico, desde
Cardenal Primate de España hasta algo
peor, como papa o Enigma Vaticano; o
a cualquier título religioso antiguo o por inventar, como Virgen María, Rabino Profeta o Redentor Mesiánico y tiro porque me
toca. Una nueva deducción, y de lejos más positiva, es que el desarrollo de un
ambiente secular es garantía contra la impunidad de ciertos crímenes y la
propagación de cierta especie criminal; y que, mientras llega dicho ambiente,
al simple contacto con él, aunque siga habiendo castigos bárbaros para las
adúlteras, ya hay menos barbarie en el castigo.
A uno, como buen idealista, le habría encantado oír los
gritos sagrados de los creyentes
islámicos propagándose por doquier en contra de ese asesinato a sangre fría
contra una mujer que, en mi peor pesadilla, de puro sumisa casi parecía
cómplice, si bien es cierto que poca resistencia cabe frente a la fuerza bruta;
a uno le habría gustado que, por una vez, las amenazas y su rabia contra el
demonio occidental se hubieran trocado en gritos de apoyo contra la víctima del
crimen, fuera del contexto por la justicia social y la democracia que
sacudieron a algunos países islámicos del norte de África y que aún hoy plantan
cara al régimen asesino de Bachar el Assad. No por ello habría creído ni un
ápice más en el islam, pero al menos sí habría pensado que en la horda
religiosa afgana una parte de los creyentes son recuperables para la humanidad.