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Presidenciales mexicanas: la sombra del fraude


OPINIÓN de Antonio Hermosa   

Puntualmente, como tras cada elección presidencial en México luego de que en las de 2000 el PRI perdiera su auto-arrogado derecho a la omnipotencia, y como en algunas ocasiones anteriores a tan magno acontecimiento, como en las que en 1994 Ernesto Zedillo venció a Cuauhtémoc Cárdenas, la opinión pública mexicana asiste al doble y simultáneo espectáculo del resultado de las mismas y de las sospechas de fraude, que le acompañan como su sombra. También en las del pasado día 1 ha pervivido la tradición.

No deja de resultar llamativo, como nos recuerda con insistencia Enrique Krauze, que mientras el poder presidencial pierde gas y, de consecuencia, ganan fuerza los demás poderes constitucionales; que mientras se ha resquebrajado la unicidad del poder central y la antaño mayestática figura presidencial se vea hogaño contestada por un Congreso y una Corte Suprema más independientes, unos poderes regionales más libres y un Banco de México más autónomo, etc., el espectro de la corrupción en cada elección del máximo mandatario del país cobre cuerpo al punto de darse por descontada. Con el durísimo peaje en prestigio internacional que ello supone para el país. ¿Qué es México? ¿Por qué a pesar de los avances democráticos que pasito a pasito, como se diría allí, se dan, perviven sin embargo todos los grados de la desconfianza personal e institucional, desde los simples tics hasta las posiciones anti-sistema?

Quizá una primera respuesta provenga del hecho de que los efectos del presidencialismo no desaparezcan, ni al unísono ni, a veces, en absoluto con la causa. El Presidente, cierto, se halla algo más maniatado en su acción, y su voluntad no es la del monarca absoluto de siempre. Su figura se reprodujo en cada ámbito, por insignificante o ínfimo que fuera, en el que había una relación vertical entre quienes lo componían. Y, en especial, en el gobierno de los Estados o en la alcaldía capitalina, quizá la segunda magistratura del país –pese a lo cual, y como recuerda Samuel Schmidt, salvo en el caso de López Obrador, nunca ha servido de trampolín para la presidencia-, donde los correspondientes números 1 adquirían la vitola presidencial sin mayor esfuerzo, como si se tratara de una derivada ley natural de la política mexicana. (Quizá no fuera una consecuencia demasiado atrevida empezar a pensar a partir de aquí las necesarias reformas del sistema electoral, que lleve a una transformación radical de los poderes de los gobernadores y les impida de hecho lo que les prohíbe de derecho: la acumulación de poderes. Un cambio hacia un sistema político parlamentario, ya sea en los Estados o en el gobierno central quizá no sea una solución descabellada, pues el mayor reparto del poder facilita el control de su ejercicio).

Esto, o no ha cambiado, o lo ha hecho a un ritmo infinitamente menor que en la política central, razón por la cual los vicios del sistema continúan reproduciéndose a su aire y el clientelismo, por señalar al más corruptor, ha aumentado en la periferia mientras se erradica en el centro. La compra de votos, o la instalación de muchas más mesas electorales en las zonas rurales por parte del IFE al tiempo que disminuía la población en las mismas y aumentaba en las ciudades, resultan fenómenos no sólo lógicamente contradictorios con las tendencias sociológicas poblacionales y con las consecuencias electorales derivadas de las mismas, como el aumento del precio del voto del diputado de la ciudad en relación con el del campo, sino sospechosamente significativos cuando se recuerda que fue el PRI el vencedor en dichas zonas durante las pasadas elecciones. Cierto, lo anterior no prejuzga lo actual, pero -aparte de que estamos en México- las tendencias no cambian de la noche a la mañana, máxime cuando allí la influencia del poder político es más clara y directa sobre la población y las encuestas, en su interesada neutralidad muchas de ellas, van mostrando la permanente dirección del acontecimiento.

Otra respuesta procede de que la compra de votos es una práctica habitual de todos los partidos políticos mexicanos, aunque naturalmente sus modalidades difieren y, por otro lado, la capacidad de corromper es mayor donde más dinero hay, y en las elecciones del 1 de julio el PRI parece haber casi triplicado el gasto legalmente permitido. No es una operación lógicamente complicada intuir a donde ha podido ir parte de ese gasto ilegal, cuya denuncia harto probablemente concluirá con una multa al partido, pero sin anular los presuntos efectos electorales, a no ser que López Obrador muestre las pruebas que dice tener del chantaje, esto es, demuestre fehacientemente que el viejo ogro ahora supuestamente renovado ha comprado los cinco millones de votos de que le acusa.

Un factor explicativo más, quizá presente en el interior de la respuesta anterior, es que la opinión de la izquierda mexicana, proclive a decantarse por el reconocimiento del clientelismo cuando lo practica la derecha, cierra con fuerza los ojos, los de la mente tanto como los del alma, cuando lo ejecuta la izquierda: ¿cuántos de los miles y miles de ciudadanos que se han manifestado días atrás contra Peña Nieto habrían siquiera admitido algo similar de haber sido su candidato el triunfador y el PRI el denunciante, y ello aunque afirmara poseer pruebas irrebatibles? Las consecuencias de una creencia semejante son devastadoras: presupone un maniqueísmo que reparte el bien y el mal en dos frentes antagónicos, que separa a los buenos de los malos por una sima, esto es: crea dos Méxicos imposibles de conjuntar salvo por el patrioterismo de pacotilla que siempre hallará ocasión de mostrarse en la vida pública o en los sentimientos privados. Pero la realidad que de ahí se desprende es la existencia de dos Méxicos: y ambos pre-democráticos. Si a ello unimos la cultura política clientelista que antes nos apareció observaremos que el trecho por recorrer hacia la democracia en México es aún bastante largo.

Otro factor que amplía la sima entre la política democrática y la oficialmente llevada a cabo en México es la naturaleza profundamente egoísta y gremial, vale decir, anti-institucional, de sus partidos políticos, la cultura de la confrontación que les relaciona en lugar de la búsqueda de la negociación, vista como una debilidad y, en cualquier caso, un lugar común cuando la verdad cae de un lado y la mentira o el vicio de otro. Kant diría aquí que, pese a todo, la naturaleza quiere algo distinto de lo que ha votado el electorado mexicano, incluso aunque cambiaran los candidatos pero se mantuvieran los porcentajes. Ha ganado el PRI la presidencia, pero es minoritario en el Congreso y la voluntad del Presidente ya no es la absoluta del monarca del Ancien Règime que ha prevalecido durante casi todo el siglo XX; es decir, y por continuar con Kant, la naturaleza quiere el cambio en el sistema político mexicano, empezando por la práctica cotidiana de la política, situándolo en un contexto, en unas circunstancias, en las que la cooperación es obligada para impedir el retroceso económico y el estancamiento político, que conduciría al mismo lugar. Y el aprendizaje de la cooperación política es probablemente la summa política del sistema, el mecanismo que antes o después va engranando y armonizando todas sus partes, sin excluir el cambio de valores.

Observemos que cuanto llevamos dicho hasta aquí se da, por así decir, antes incluso de entrar en el detalle de los programas electorales de cada candidato presidencial y de sus respectivos partidos. En cualquier caso, y aunque no creo que la naturaleza kantiana haya llevado su plan mexicano tan lejos como para exigir la formación de un gobierno nacional ampliamente mayoritario, no es menos cierto que los grandes problemas sociales, como el del desempleo juvenil, y las grandes lacras del sistema como la corrupción, la pobreza y la violencia terrorista del narcotráfico sí exigen para su erradicación una estrecha cooperación entre todas las fuerzas políticas, además de mucha limpieza en el interior de las mismas.

Por todo ello, además, es urgente resolver la cuestión del fraude y reconocer la justeza del legítimo ganador. Y si para ello hubieran de repetirse las elecciones, pues que se repitan. En bien de la democracia mexicana, su futuro debe partir de un grado cero democrático, sin que las sombras del fraude puedan servir como un chantaje permanente para el resto de la legislatura.




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