OPINIÓN de Antonio Hermosa
¡Otra vez la deformación profesional! Porque lo que
más me ha gustado del viaje, más allá de paisajes y castillos, de grutas y
bastidas, y muy por encima de todos los sabores
de Francia, ha sido el
reencuentro con Etienne de la Boëtie, a quien no veía desde hace más de treinta años, luego de la primera lectura de
su imponente Discurso sobre la
servidumbre voluntaria. Y treinta años después, con mucho más sosiego en
las venas y muchas más dudas en la mente, su relectura renueva pasadas
emociones y eleva el alma hasta las cimas señeras del espíritu. Escrito a los
18 años, aunque muchos niegan el dato dada la madurez de que hace gala el
intelecto del autor, o incluso a los 17, como defiende su amigo íntimo
Montaigne, el discurso pertenece -en una Francia secularmente llena de talento,
y con nombres tan grandes como Descartes, Molière, Voltaire, Montesquieu,
d’Holbach o el propio Montaigne entre muchísimos otros- al segundo, tras
Rabelais, de los cuatro genios que, en orden temporal, ha producido la historia
humanista de Francia (sobre el pensamiento estrictamente científico mi ignorancia me obliga a mantener la boca sellada), y
anterior a Racine y Tocqueville. Ésa es, al menos, mi opinión.
Deambulando por
las callejuelas del casco viejo de la antigua ciudad libre de Sarlat uno no
tarda en toparse con la bella mansión que poco a poco había ido convirtiéndose
en el símbolo del poder social de una familia de mercaderes, y en la que el 1
de noviembre de 1530 nacería nuestro protagonista, en el seno de una familia
que, con su padre, había empezado ya a aristocratizarse, al desposar a la hija
de un noble cortesano. En los treinta y tres años que separan dicha fecha de su
muerte, Etienne de la Boëtie acabaría siendo la encarnación del futuro lema con
el que Kant resumiría la Ilustración, sapere
aude, en cuyo origen no sería en exceso atrevido situar precisamente al
ciudadano de Sarlat; y también el punto más lejano al que en su época se podía
llegar siendo tal encarnación. ¿Qué nos dice pues su Discurso?
El texto tiene
otro nombre: Contr’un, es decir, Contra Uno. ¿Y quién es ese Uno contra el que se debe ir? En tiempos en los que la monarquía
se volvía cada vez más poderosa en Francia absorbiendo y centralizando gran
parte del poder político repartido por la sociedad, es precisamente el Rey ese Uno: el Rey es el Tirano contra el que todo pueblo debe
levantarse. La naturaleza, al dotarnos de derechos, sólo nos prescribe
obediencia a nuestros mayores, que no es sino el amor a los mismos, y la
sumisión a la razón: y sólo a ella. Así encontraremos el camino de la virtud,
esto es, de la generosidad para con los necesitados, incluso a costa de un
cierto sacrificio personal, y de la gratitud con respecto a nuestros
bienhechores; y así encontraremos el genuino tesoro de nuestra vida en tanto
seres libres: “los deberes respectivos de la amistad”. Ninguna otra servidumbre, forzada o voluntaria, es aceptable. Y menos que
ninguna la que alegremente se pone al
servicio de “UNO SOLO”. Es ésta la voz original cuyos ecos escucharemos siglos
después en Rousseau en su radical crítica del Ancien Règime.
Imagine el lector
que vive en un país donde surge “uno de esos hombres raros” que sólo les ha
deparado beneficios: previsión para mantenerles en una situación de bienestar,
audacia en su defensa, prudencia para gobernarlos (casi cae uno en la tentación
de pensar en alguien en grado de defendernos de los banqueros y de sus hámsters políticos, uno de esos
hombrecillos-títere que nos hunden en el abismo y nos siguen gobernando
después, y cuya veleta-voluntad, por mucho que gire, acaba siempre en la misma
jaulita en la que los famosos mercados
la manipulan casi a placer). ¿Qué haría? Ya sé que la tentación de restaurar el
auto de fe con gente así es grande, pero qué haría mi gentil lector, ¿le
otorgaría de inmediato su poder a fin de librarnos de manera sempiterna de
gente así?
Desde luego,
argumentos no le faltarían, y posibilidad de justificarlos aún menos. ¿Pero
pensaría en las posibles consecuencias de semejante reducción de su condición
humana, de esa disminución de su persona por ceder su poder, de esa solución
mediante terceros de problemas propios, en suma: de esa reducción de la
política a obediencia? La Boëtie sí lo pensó, al punto que su respuesta es tan
gallarda como ejemplar y conmovedora: “si se habitúan a obedecerle de modo
imperceptible; si aun se le entregan al punto de acordarle una cierta
supremacía, no sabría decir si no sería actuar con sabiduría el quitarle de
allí donde puede hacer bien para situarle donde podría hacer mal”. Palabras
devastadoras contra la tiranía, contra el poder de uno solo, que cuadran a la
perfección con las iniciales del discurso, en las que apunta a una voluntad
incontrolada como el peor peligro para la convivencia; con las siguientes, en
las que deduce que alinear a la monarquía entre las formas de gobierno no hay
que tomarlo siquiera en consideración; y que concluyen en este portentoso
alegato contra el ejercicio del poder de Uno
Solo incluso si le respalda un buen
motivo, que profundizan la crítica de Polibio al basiléus aristotélico, ya que significan la deshumanización del ser
humano: la renuncia a ser el señor de su destino. No hay que esperar a tres
buenos amos consecutivos, como pensaba Diderot, para que el pueblo se transmute
en un rebaño eclesial, esto es, de
ganado: una sola experiencia llegaría a bastar en ciertas condiciones para
semejante mutación en el orden natural.
Y si ni siquiera
un amo así es aceptable, ¿qué decir de todos aquéllos, que sólo son todos, que cambian el bienestar de su pueblo por su grandeur propia, que pisan su cabeza
para caminar ellos cómodos, que cortejan la riqueza a costa de su ruina, que de
un campesino sacan un soldado merced a ese culto necrófilo que les lleva a
adorar la muerte en cuanto medio para su gloria, pero a quienes su cobardía
personal les mantiene lejos del combate? Todos ellos son sólo uno, un único individuo con dos pies y
dos manos; no sobresalen en inteligencia respecto de los demás y a menudo son
el más cobarde: ¿por qué entonces su voz es la única que se oye, su deseo el
único que se realiza? Es lo que La Boëtie no entiende, lo que le hace enloquecer conceptualmente, y para lo
que busca explicación, lo cual es al tiempo la búsqueda del remedio contra una
situación semejante.
Para ella, no hay
palabra en el idioma. Que Uno Solo
mande sobre todos y destruya sus bienes y sus vidas según su capricho no se
explica por “la falta de ánimo”, ni por “la falta de valentía”, y ni siquiera
por “cobardía”. Lo inconcebible, lo innombrable
de un hecho tal es que se deba a la “servidumbre voluntaria”. Y para llegar ahí
ha de recorrerse un largo camino; un pueblo no deja de amar su objeto más
sagrado, la libertad, ni los restantes dones de la naturaleza, porque sí, sino
porque se le “constriñe” o se le “engaña”, y a partir de ahí empieza, al tiempo
que se embrutece, a cambiar por placer la libertad por el yugo. Y, aun así,
tienen que suceder más cosas: primero, que el pueblo se envilezca, y esa es la
obra de todo tirano, cualquiera que sea su forma de acceso al poder, pues las
tres acaban hermanándose en un ejercicio idéntico del mismo.
Ya Maquiavelo nos
había enseñado que el poder daba poder, y de Hamilton aprenderíamos algún siglo
después que el tiempo es uno de los factores del poder; La Boëtie, al
mostrarnos la paulatina –aunque reversible- degradación de la humanidad de los
siervos de Uno, torna a mostrarnos
los efectos del paso del tiempo sobre la sociedad, en este caso en una tiranía.
Ese paso del tiempo se llama “habitude”; es el efecto servil que la educación
del tirano va surtiendo sobre la convivencia, y su producto final consiste en
la conversión sin más de la servidumbre en esclavitud, estadio final de la
degradación de la Humanidad en la que ésta ya sólo preserva su aspecto en
relación con su configuración originaria.
A pesar de todo
esto, La Boëtie considera que es posible el retorno a la naturaleza, al mundo plenamente humano de la libertad, la
virtud, la fraternidad. Y para ello ni siquiera se precisa el abuso de la libertad, es decir, su
conversión en ideología o su instrumentación violenta contra quien ejerce el
poder contra sus legítimos propietarios; a la renuncia que un día hicieron
puede seguir otro en el que se reclame la donación, para lo que basta
determinación: “mostraos pues resueltos a no servir y seréis libres”, les dice
a todos los hombres. O, con otras palabras, abandonad las dulzuras de la esclavitud, el vicio
de la obediencia, abandonad sobre todo el miedo
que os atenaza y os insta a la división entre vosotros y el tirano no será sino
un perro que huye con el rabo entre las patas.
Leído desde hoy,
ese Discurso-apología de la libertad
no deja de quedarse corto a causa de las numerosas conexiones indebidas presentes en él, como las
establecidas entre naturaleza y humanidad -y en su interior con la libertad y
la amistad-, o entre la libertad y la virtud, la maldad y el vicio, etc.; de la
incomprensión de los mecanismos de funcionamiento de la tiranía; del poder casi
natural del interés sobre la libertad; o, más simplemente, de las perversidades
a que puede dar lugar la defensa a ultranza de la igualdad, entre ellas la
extinción violenta del pluralismo. Pero analizado en la época en que nació el Discurso es una revolución teórica,
escrito en ese francés viril, como le
llamaba Tocqueville y que éste tanto echaba de menos en su época -¡qué no
hubiera dicho en la nuestra después de ver un telediario en cualquier cadena de
televisión francesa!-, que llamaba al pan, pan, y al vino, vino, y que se alza
poniendo el dedo en la llaga contra las injusticias estructurales que la
organización post-feudal del poder introduce en el orden social.
Por lo demás, su
advertencia contra los peligros de una voluntad pública sin control o la
incompatibilidad entre libertad y miedo, que privan al sujeto de ser el destino
de su razón, continúan preservando todo el poder de seducción original y a su
autor en el olimpo a partir del cual la democracia forjaría entre los hombres
los cimientos de su leyenda.