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Egipto, velado


OPINIÓN de Antonio Hermosa   

Casi una eternidad después del inicio de lo que se dio en llamar la primavera árabe, un hecho banal podría ser la trompeta con la que se anuncia en Egipto el advenimiento del invierno musulmán, desde hace tiempo presente por doquier en todo el territorio primaveral. Las decenas de millares de gargantas que rugían exigiendo trabajo y libertad, que apostaron su vida a la esperanza de un cambio, y que tuvo su momento álgido en el derrocamiento de Mubarak de su trono, han dado paso tras las elecciones vencidas por los Hermanos Musulmanes al nuevo rostro del mimo: una periodista de televisión tocada con el hiyab. Las decenas de vidas segadas en el camino de la lucha por el cambio, por la transformación social y política de Egipto, han muerto así por segunda vez.

Claro que, según las nuevas autoridades político-religiosas, no hay motivo alguno de inquietud: ¿por qué alarmarse de que una chica televisionaria aparezca con esa prenda tan sexy cuando la usan aproximadamente el 70% de las damas egipcias? (Lo que no se dice al respecto es cuántas lo hacen libremente, pero tampoco hay que entrar en minucias). Además, en tiempos de Nasser, todo el vestuario femenino relacionado con la tradición era objeto de mofa, y en los de Mubarak estaba literalmente prohibido salir por la tele enseñando sólo la (más)cara; ahora ya, finalmente, son libres, ya pueden ellas mismas elegir voluntariamente su indumentaria. Visto así, no queda sino aplaudir. Y el hiyab hasta se convertiría de un solo golpe en continuidad y símbolo del cambio iniciado en la Plaza Tahrir.

Y hay muchos más argumentos, no crean, a favor de tan delicado taparrabos cabellero. Prescindiendo de que si los indios tan amados por John Wayne vieran la televisión egipcia no sabrían si debajo del velo hay cabezas rapadas o cabelleras por cortar, sino que verían sólo barbas reforestando híspidamente las mejillas de la entera varonía del entorno, lo que les disuadiría, ¡puaf!, de invadir el país; prescindiendo de esa potencial invasión que casi nadie parece tener en cuenta, digo, el hiyab, ¡palabrita de niño-jesús musulmán!, es una prenda más de las de andar por casa; vaya, por la casa pública que es la ciudad, y si a nosotros, los occidentales, no nos devoraran ni nuestro orgullo ni nuestros prejuicios, ni quisiéramos imponer a todo ente respirante nuestra visión del mundo, seguro que ya sabríamos desde hace siglos y más siglos que nada se dice del mismo ni en El Corán ni en los Hadizes del Profeta, y que por lo tanto nada tiene que ver con la religión. Más claro: que de símbolo machista, señal de sumisión de la mujer al hombre, nada de nada. Más aún cuando feministas como Fátima Mernissi sí creen encontrar alguna referencia sagrada al mismo es para proteger a la mujer de toda agresión sexual. ¡Palabrita de adultitos tolerantes musulmanes!

Todo esto está muy bien, sin duda. ¿Pero dicen algo El Corán o los Dichos del Profeta acerca de Clinton o, en general, de los Estados Unidos? ¿Y dejan de considerarlos por eso muchos musulmaníacos como las oriflamas del demonio, o del infierno, o de algún cruce entre ambos? Pues no señor, tampoco. Y ya ven lo religiosos que resultan. Por lo demás, si de lo que se tratara en la cuestión del hiyab es del fundamento sagrado de la sumisión de la mujer al hombre, simplemente nos habríamos confundido de tecla, pero me da en la nariz que igual daríamos con otra en grado de justificarla. Tampoco me queda clara otra cosa: pero entonces, qué, ¿aparece o no aparece en el libro sacro alguna referencia al pañuelito de marras? ¿O es que se pretende emular chapuceramente las antilogías de Protágoras, y no aparece cuando se trata de sumisión, pero aparece cuando se trata de proteger sexualmente a su portadora?

La cosa no acaba ahí; los Hermanos Musulmanes, los Musulmanes sin Hermanar, los Primos de unos, de otros o de los dos, los Musulmanes que se odian religiosamente por imperativo no coránico ni profético, etc., etc., también coinciden en que el hiyab no es discriminatorio, pues lo usa quien quiere, y por eso hay, en algunas calles musulmanas, preferentemente de día o con luz, jóvenes que los usan seguramente de complemento erótico de sus ajustadas faldas y ceñidas camisetas. No comporta sumisión, por tanto, vale la pena insistir; no es una coacción contra la mujer por parte de padres, maridos, novios o lesbianas, que también las hay, porque junto a las activistas con velo pasan velos sin activistas, con los que las usuarias dan pábulo a su feminidad –no provocan al barbimacho que espera su contoneo para incendiar su lujuria y promover su remedio en la hoguera-, al igualitarismo entre la mujer rica y la pobre; y también, cómo no, dan pábulo a su religiosidad, pues cómo cabría ir por la calle sin cierta dosis de santificación (y sin que ni Alá ni Mahoma lo hayan impuesto, lo que representa una rebelión, un cisma, contra las máximas autoridades religiosas, un auténtico chute sacro de vanidad: ¡nada me extrañaría que un día las condenasen a la hoguera por ello, sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que les gustan a ambos dos las brasas!).

Lástima, dirá alguno, porque siempre hay quien se queja, que cuando van sin el citado taparrabos capilar y sufren por parte de los tolerantes islámicos agresiones y violencias no sólo verbales, pille siempre a la policía de turno mirando para La Meca; y luego, claro, cuando se quejan o denuncian, pues se les acuse de provocación: ¿se habrán pensado que los varones somos de piedra sin circuncidar, que los cabellos al viento nos inducen a la castidad y santidad del burka, por cuya rejilla trasparece al máximo, y no siempre, alguna piadosa caries ocular?

¡Vaya verbena de argumentos incontrovertibles!, pensarán: que una activista, máxime en una región como ésa, sea irremisiblemente irreligiosa; que el velo tape las diferencias de clase, cuando hasta hay pases de modelos de hiyab; que sea básicamente el fruto de una decisión libre y laica; o bien, mas sólo ocasionalmente, religiosa. Esa prenda se ha convertido sin más en símbolo de una disputa, y en ella el elemento que prevalece es el religioso. Incluso cuando ufanamente algunos musulmanes se remiten a la Declaración Universal de la Unesco como escudo jurídico de su aspiración al reconocimiento de la “identidad cultural”, y para defender con dicha norma “superior” los intentos locales de prohibirlo aquí o allá, en la que incluyen el uso del hiyab, ¿cabe pensar dentro del mundo musulmán en una cultura más allá o contraria de la religión?

Y si no es así, ¿por qué entonces la musulmanía al completo, desde los Hermanos Musulmanes y demás parientes próximos o enfrentados, como salafistas y chiís, por ejemplo, favorecen el velo y persiguen el desvelo, en nuevo y craso ejemplo de que no proviniendo el carácter sacro del mismo ni del Corán ni del Profeta hay gente por ahí que hace las veces de divinidad musulmana, demostrando cómo el hombre ensancha a voluntad el espacio religioso del Libro y su Dios? ¡No quiero pensar cómo responderá Alá a ese alarde politeísta el día que se entere del mismo: quizá los vuelva judíos ortodoxos o incluso efebos católicos, para mayor gloria de los genitales de sus pastores!

Un instrumento eficaz y silencioso de proceder a la consolidación interna del islamismo en las sociedades que emprendieron el camino de la revolución antes de terminar en el de la involución es la diplomacia. Máxime en un país como Egipcio, donde en absoluto se han apagado los ecos de ser el líder del mundo árabe que soñó Nasser, y que hoy es una niña mimada tanto por Israel, que quisiera mantener en vigor el tratado de Camp David, como por Arabia Saudí en su batalla político-religiosa con Irán, y viceversa; o como por Estados Unidos, que lo necesita como baluarte en el mundo árabe, sea para ejercer junto a Turquía presión sobre Irán, sea para frenar la influencia rusa –o china- en la región; o incluso por Europa, ante todo por Francia, el país más implicado en la cuestión Siria, sobre la que Egipto ya ha manifestado un nuevo y más profundo interés, intentando formar un grupo de contacto en el que participen países aliados y enemigos de Bachar el Assad y entre sí, como Irán, Turquía y Arabia Saudí. La expulsión del tirano sirio del poder sería condición sine qua non de la nueva política a desarrollar.

Mientras tanto príncipe encantado internacional corteja a la princesa egipcia, y mientras ésta se aclara con lo que afirma querer, puede llevar a cabo su obra de islamización tranquila de la sociedad egipcia: ¿quién desde fuera recordará los derechos humanos en tanto obra por seducirla, y quién desde dentro podrá impedirlo sin guerra civil de por medio? Quizá la televisión siga siendo el gran escaparate de la totalitarización paulatina de la sociedad; y el espectador egipcio vea cómo, en aras de su libertad de elección, la nueva presentadora haya sustituido el hiyab por el nikab, el chador o hasta por su perfeccionamiento erótico: el burka; mucho más difícil será que vea los cabellos sueltos de la periodista que quiso ser libre y se topó con el Islam, castizo o postizo, y ataviada con un vestido cuyo escote atraiga a los castos Hermanos Musulmanes y demás siervos de la gleba religiosa mucho más que la noticia que esté dando, aun cuando se trate del reciente hallazgo de un manuscrito autógrafo del propio Alá en el que recompensa a los primeros que empezaron a asesinar y morir en su nombre, con el consiguiente reparto de su ración de huríes.





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