OPINIÓN de Antonio Hermosa.-
La verdad, estoy
hecho un lío; ya no sé, si tomamos al hombre y al mono, quién desciende de
quién. Imagino que sabrán de lo que estoy hablando; pues sí, de eso. Una película que ciertamente no entrará en la carrera de los óscars, junto a las nuevas caricaturas
de Mahoma publicadas por el semanario satírico francés Charlie Hebdo, han entrado en colisión con un astro incombustible,
el de las creencias musulmanas, dispuesto a todo –y todo significa Todo- con
tal de proteger a su irrepresentable e inefable profeta. Y si la peliculita de
marras demuestra hasta dónde se puede abusar de la libertad cuando no hay
responsabilidad, y hasta qué punto eso del american
way of life puede degenerar en patraña cuando aplica el medio del todo vale con tal de ganar el fin propuesto, la respuesta de
tanto fanático musulmán, y no sólo de los provocadores de oficio –Al Qaeda y congéneres, etc.-, certifica
por enésima vez cuán directamente la musulmanía
proviene de alguna especie anterior o desviada del mono, y cómo la fe, en
infinidad de cabezas de creyentícolas,
lejos de ser una enfermedad mental constituye más bien un daño irreparable en
el cerebro.
Descartemos el
film, que sólo da para probar la existencia de un lesionado cerebral más, y que
de haber sido saludado por los musulmanes mismos con el desprecio del silencio
–el justo premio a sus méritos- a día de hoy habríamos evitado que hectólitros
de sangre y toneladas de rabia y odio se hubieran desparramado por las calles,
y que decenas de víctimas se hubieran topado con su improvisado verdugo.
Prescindamos igualmente de esta enésima demostración de cuán profundamente han
penetrado los ideales de la primavera árabe en el corazón de las creencias
islámicas, y de lo lejos que puede llegar el Islam, él solito, a la hora de
renovarse desde dentro y de poder hablarle de tú a tú a la democracia. Y
puestos a prescindir, hagámoslo también de esa nueva variante de fatwa laica, medio inventada por el ministro paquistaní de ferrocarriles, consistente
en otorgar una recompensa de 100.000 dólares al que asesine al director de la
película citada (y frente a la que caben, me atrevo a sugerirlo al afectado y
familia, dos salidas: una, que ésta pague 101.000 dólares a quien asesine a su
potencial asesino; y dos: que él destine dicha cantidad a quien asesine al
citado ministro, a ser posible antes de que lo asesinen a él).
Centrémonos,
pues, en las reacciones habidas tanto en el bando musulmán -el de los más
fanáticos de los creyentes comunes y el oficial de la política-, como en el
bando democrático. En el primer caso, y en el primer sujeto, se trata de un
habitual déjà-vu que, lógicamente,
contiene la promesa ineluctable de otras vueltas a las andadas cada vez que se tercie. La jauría ha tornado a salir
a la calle en plan viejo estilo: no exigiendo trabajo y libertad, sino
profiriendo insultos y amenazas contra Occidente enterito, pero más en especial
contra Estados Unidos e Israel, y más singular e infernalmente aún contra
Estados Unidos, capital el demonio. O
sea, otro ciclo añadido de venganza:
nuevos heridos, más muertos, un aumento en la ola de resentimiento y sus bondadosas consecuencias a favor de la
democracia en el mundo musulmán y de la posibilidad del cacareado diálogo
intercultural, ese espantajo intelectual que cogió fuerza al ser asumido
políticamente por algún mandatario que ya no está y otros que siguen en sus
puestos, y con el que limpian retóricamente sus conciencias algunos razonadores de pro de las impurezas de
violencia, sin cesar renovadas, aireadas por el esperpento musulmán.
¿Qué ideas puede
haber en el cerebro de un creyente para que ante la supuesta crítica, tan
ridículamente burda, a su fe, como la del citado film, en lugar de la
indiferencia –y no digo la chanza porque ni eso merece- reaccionen con el
corazón; y qué sentimientos deben poblar éste para que en lugar del desprecio
presionen el acelerador del odio? ¿Son esa escasez de ideas, esa intolerancia a
la crítica y esa reacción visceral lo
propio de un ser civilizado? ¿Dónde aparecen ahí los matices de una razón
que, como ya hacía la de Dante, gozaba no sólo con el sapere, sino con el hecho de dubbiar;
dónde se escucha el pálpito de la sensibilidad en esa acción, dónde se advierte
el juego de claroscuros y contrastes en los que bien y mal se entremezclan y
producen criaturas nuevas que estiran su vida en más mezclas y contrastes? Eso
lo ha enseñado solita la civilización, bien que se supiera ya desde, al menos,
Homero. ¿Y qué tiene eso que ver con la actitud de tales creyentes?
Pero, ¿y la
reacción musulmana oficial, la de sus
líderes políticos, cuál ha sido? Ésta sí que es buena: la petición de
establecer la blasfemia como delito a
escala universal (sic). Lo dicho: ¡tolerancia en estado puro! Debe tratarse
de algún reflejo involuntario de algún residuo de mala conciencia que quede en
su modo de actuar, porque de otro modo quizá deberían haber hilado algo más
fino. Primero, definirla, cosa muy fácil para ellos, pero no tan fácil de
aceptar por los demás, incluidas las restantes fes monoteístas. Pero, sobre
todo, dicha definición debería implicar el simultáneo reconocimiento de la
tolerancia, la libertad de culto, la de crítica, y la sanción de los derechos
del ateo y del librepensador, a fin de erradicar la sospecha de que lo que se
trama por debajo de todo ello es la fijación de una única e intangible Verdad
(¡qué día de dicha ése para la musulmanía
en pleno, el del entierro de la razón y de la libertad en un mismo ataúd!).
¡Lástima que la contrapartida sea un precio a pagar demasiado alto para estos
violadores profesionales de la dignidad humana, que hubiera devuelto al hombre
a su primitiva condición de caminar a cuatro patas, como le reprochara Voltaire
a Rousseau! Por lo demás, repárese en esa sorprendente síntesis de lo que es la
musulmanía oficial medida con la
escala de la libertad: ¡sancionar universalmente el delito de blasfemia, pero
no los derechos humanos! A buen entendedor…
Pasemos ahora a
las reacciones del lado democrático, pero esta vez en relación con la sátira a
Mahoma por parte del semanario francés antes mentado. Dejemos también aquí
aparcadas las manifestaciones de solidaridad con la publicación –y con la
democracia- por parte de ciertos destacados miembros de los poderes públicos y
vayamos sin más al corazón de las críticas. Los improperios más suaves, en el
interior de un contexto de evidente animosidad contra los periodistas, han sido
los relativos a su mal gusto y su inoportunidad. Los más duros se han centrado
en no tener en cuenta la ética incluso en el ámbito político, y por ende abusar
de la libertad al desconsiderar la responsabilidad, y los que les tachaban de
“gilipollas” sin más, practicantes de un integrismo
laico tan deplorable como cualquiera de los religiosos, provocadores que no
saben a quién se debe provocar, y compañeros de viaje del agorero profeta
estadounidense del choque de civilizaciones, entre otras lindezas. La más
grave, con todo, es la de irresponsabilidad moral, porque significa carecer de
la conciencia política de estar suministrando excusas al fanatismo para el
asesinato de ciudadanos franceses.
Todo ello, o una
buena parte, puede ser cierto, qué duda cabe. Pero mi sentiment es que ni uno solo de estos enteradillos sabe muy bien para cuándo está prevista la renovación
del Islam que permita el ejercicio de la crítica contra él, y de que entienda
que su divino profeta puede llegar a la notable calificación de Don Nadie, por no decir algo peor pero
real, para muchos que no piensan como ellos. ¿Creen acaso que ya mañana a las
17.20 hs. de la tarde la cosa estará lo suficientemente madura para iniciar la
crítica a través de la sátira o de otros medios? ¿El próximo fin de semana
quizá? ¿O bien para finales del siglo, o de los siglos de los siglos, amén?
¿Alguno de ellos piensa de verdad que se acabará algún día el chantaje del cuidado con lo que haces que achicharro a
alguno de los tuyos?
Mas la cosa quizá
debiera plantearse de otro modo: ¿qué consideración deberían merecerles a estos grandes demócratas la existencia y el
comportamiento de gente que reacciona de tan pacífica y responsable
manera ante la crítica? ¿Y con qué argumentos defender las creencias que les inspiran
o la coherencia existente entre éstas y los comportamientos señalados? ¿Por qué
siempre son buenas la crítica y las manifestaciones contra Occidente y
siempre malas las de Occidente contra ellos? ¿Aplaudimos a pakistaníes y
afganos cada vez que ejerciten su músculo racional preferido, es decir, el
lanzamiento de piedras contra alguien o algo que represente lo que les
disguste? ¿Les animamos a que lo conviertan en deporte olímpico, a fin de
asegurarles algún oro que les haga brillar ante la comunidad internacional por
algo que no sea el derramamiento de sangre, el incendio de coches, el asalto a
embajadas, los dientes llenos de ira, la ira llena de muerte, etc.? En eso no
habría quien les tosiera, en efecto, entre otras cosas porque si alguien les tosiera
se lo cargarían a pedradas.
En definitiva,
¿cuándo se podrá ejercer la crítica, con sátira o sin ella? Eso de dar vueltas
todos juntos alrededor de una gran peñasco mientras se apedrea a un muñeco que
simboliza al demonio, ¿a cuántos años-luz dista de la razón? Alguien no ya
ilustrado, sino simplemente dotado de sentido común, ¿puede permanecer siempre indemne ante la secular repetición del
rito? ¿En ningún momento habrá de decir lo que siente y siempre sentir lo que
dice, como diría uno de los reyes de la sátira, Quevedo, en uno de sus momentos
más trágicos? Cierto, si forma parte de las creencias musulmanas, pues adelante
con ello. ¿Pero nunca habrá oportunidad de que alguien diga lo que piensa al
respecto? ¿Y se ofenderán por la crítica sin pensar siquiera a cuántos seres
dotados de razón ofenden ellos con su rito, como les ofenden otros practicados
por otras religiones?
Mientras estén en
la arena pública, y siempre estarán en ella dada la naturaleza de su filosofía, con perdón, los creencias
musulmanas no deben librarse de la crítica, como no deben librarse de ella las
demás religiones; ni la política, la economía, el deporte o… la propia crítica.
Humana como es, vale decir, imperfecta, la crítica es el oxígeno a través del
cual la democracia respira y se renueva, y con ella azuza la expectativa de ser
mejor de lo que es. Para lo otro, esto es, para poner frenos a la crítica
irresponsable ya están, precisamente, la ley y sus tribunales. Pero no el
error; y, desde luego, no el miedo ni las amenazas, ni tampoco su fuente sacra:
la Verdad de cualquier religión.
*Profesor de filosofía de la Universidad de Sevilla