OPINIÓN de Antonio Hermosa.-
Deslumbrados
quizá por la novedad, nuestros reflejos no supieron resistir los embates de la
inercia y cedieron el terreno con demasiada facilidad a nuestros deseos; pero
el espectáculo de masas árabes clamando por trabajo y libertad en lugar de por más islam, y de dirigir la rabia que era
el ariete de su frustración contra su propia dirigencia en lugar de contra los
demonios habituales, Occidente e
Israel, partes de un único y mismo todo, nos hizo ceder a la vanidad de la
memoria histórica y recordar la importancia de Francia en la fundación del
actual Estado de Egipto en el siglo XIX o del experimento liberal vivido entre
las décadas de 1920 y 1940; o bien ceder
a la credulidad de que la fuerza endógena del impulso democrático había
cobrado vida propia en el mundo árabe, había construido una fortaleza con las
palabras y los actos de los manifestantes en Túnez, Egipto, Libia incluso; y
aun que dicha fortaleza hasta inspiraría a las degradadas democracias
occidentales y las impulsaría a renovarse, a rescatar de la hoguera sagrada de
sus orígenes y de algunas de sus llamaradas posteriores ese foc de llibertat del que hablara
Salvador Espríu, que la riqueza no puede comprar ni el tiempo envejecer.
Soñando sueños
ajenos para no dejarnos engañar por los nuestros, casi llegamos a olvidar que
más allá de la cortina de libertad con la que los manifestantes aislaban el
paladio de la Plaza Tahrir -el centro
espacial que prefiguraba su mundo futuro, en el que la ciudadanía al completo
de ese nuevo Estado practicaba la democracia-
del resto de Egipto, el viejo mundo, integrado sociológicamente por una baja
clase media y el amplísimo estrato de pobres, mantenía sus empalizadas
enhiestas, y que, embozados para que sus ojos no descubriesen sus intenciones,
los guerreros musulmanes de profesión y vocación depositarios de las creencias
de aquéllos, a los que el número garantizaba el poder, afilaban sus armas para
combatir desde el trono al nuevo enemigo.
Pero también ese
nutrido y en cualquier caso mayoritario ejército de liberticidas soñó mal sus
sueños. En efecto, la revolución simbolizada en Tahrir había sido en esencia una revolución social, por muchas y
capitales que fueran sus repercusiones políticas; había trastocado una gran
parte de los cimientos de la sociedad egipcia en sus luchas contra el faraón, y
aun cuando logró deponerle del trono nunca tuvo acceso a él. Los Hermanos
Musulmanes y sus actuales aliados salafistas, tantas veces enfrentados entre sí
-a veces directamente, por cuestiones meramente religiosas; otras indirectamente,
merced a la mediación de Mubarak, titiritero de los segundos contra los
primeros-, para entonces ya habían aprendido lo útil que es saber contar aunque
se sea de letras, y estos enemigos jurados de la democracia se pasaron en masa
al enemigo sin abjurar de su docta
religión, tan santita ella que puede juntar a un califa con un imán en una sola
persona y hacer que la mano izquierda ignore lo que hace la derecha por la
gracia de Alá, o sea, por lo graciosos que son quienes también por estos pagos
teológicos hablan en nombre de la divinidad: ponían así, simultáneamente, una
vela a dios y otra al diablo, los dos númenes tutelares de toda religión
monoteísta, siendo el número la cortina de humo bajo la que ocultaban el
maridaje entre su ateísmo político y su blasfemia religiosa. Ellos sí podían,
contando con los dedos, completar políticamente la revolución social
democrática… aunque para ello tuvieran que pactar con la versión local egipcia
del diablo, a saber, el Ejército,
garantizando la exculpación de todos sus crímenes. Así que, adelante con las elecciones democráticas.
Y en ellas, como
se esperaba, salió a relucir el Egipto real,
y los Hermanos Musulmanes y sus correligionarios enfrentados se repartieron la
tarta del poder una vez hecho el recuento de votos. Ahora tocaba decidir.
A decir verdad,
eso es sólo una parte del proceso de gobernar, pero visto lo visto, esto es,
visto el quehacer de Morsi, el actual presidente de la república egipcia, ambas
cosas se identifican entre sí, y con hacer lo que al Ser Supremo venga en gana después. Sin cualidad, el número gana y
la voluntad que representa al número hace y deshace a su antojo, ya se sabe,
como cualquier déspota no democrático. Por eso la gobernabilidad democrática no
sabe prescindir de la cualidad
democrática, es decir, de los derechos humanos y de una determinada
organización del poder que le acompaña, una trama que engloba derechos
individuales inviolables y procedimientos obligatorios, junto a instituciones
que se reparten el ejercicio del poder. A Morsi, que ya tuvo bastante con
contar los votos no se le puede pedir, hermano
musulmán como es, que siga contando, razón
por la cual ha eliminado del gobernar todo cuanto no sea decidir y confunda
esto con lo que quiere aquí y ahora, sin que ni tribunales, ni instituciones ni
derechos puedan ofrecer garantías contra esa omnímoda voluntad. Y, por si fuera
poco, sus ovejas han hecho y aprobado una Constitución de más de doscientos
artículos en un cuarto de hora, lo que permite apreciar las grandes preocupaciones
de la mayoría por las minorías, de los religiosos por los laicos, o incluso por
los de otras confesiones no mayoritarias, y, en suma, el gran espacio en ella
concedido a la discusión, al pluralismo, a la tolerancia y a la integración de
las diversas fuerzas sociales en unas mismas reglas de juego válidas para
todos. Una vez más me parece oír aquí las terribles palabras de Samir Kassir al
hablar de “la enfermedad árabe” ante el sueño de una voluntad omnímoda que
quiere modelar a su arbitrio la realidad, pese a que ésta le ofrece mil y una
resistencias.
Pero seamos
sinceros. Ese defecto de legitimidad que desde ya marca la titularidad y el
ejercicio del poder en Egipto, puede deberse o no a la grotesca singularidad de
un narciso más que se enamora de sí mismo al verse reflejado en un espejo con
todas las insignias del mando. Pero, en cualquier caso, acabe o no convertido
en califa y levante en sus manos el báculo
y la espada cual nuevo leviatán, y rompa así una tradición que
en el país de los faraones es casi milenaria, lo cierto es que dicha forma de
comportarse es totalmente congeniable con el Islam, y que al final ni Alá ni
sus muchachos le van a pedir cuentas por ello. Por mucho que sus agoreros prodemocráticos lo juzguen más
o menos conciliable con la democracia, no es sino un enemigo nato de la misma,
y cuando alguien quiere aducir el ejemplo turco –una república democrática de
fe islámica- como argumento legitimador, la respuesta no es mucho más
halagadora, porque en la medida en que Turquía se organiza y actúa en base a
instituciones democráticas (dejo de lado hasta qué punto es realmente así), en esa misma medida se
está descoranizando mal que le pese a
sus fieles o a quienes la predican como ejemplo.
El resultado de
ese intento de Morsi por convertirse en un tirano más, y de sus partidarios por
degradar la Constitución a arqueología política; vale decir, el resultado de
este intento de implantar el fascismo islámico en Egipto por parte de estos
siervos de la gleba religiosa que hoy dominan numéricamente la sociedad ha sido
el enfrentamiento, y sus huellas de muerte, contra la otra parte, ordenada tras
el pabellón de la libertad y que no está dispuesta a dejarse abatir por el
contubernio fascista conformado por la autoridad presidencial y su batallón de
seguidores. Unos acusan a Morsi y rebaño de defender la “dictadura”, mientras
éstos proclaman que lo que en verdad hacen es “defender el Islam”. ¡Y los dos
tienen razón! Los demócratas critican la dictadura islámica que avanza magnis itineribus, en tanto los
islamistas aspiran a imponer su ideología dictatorial, en la que caben
numerosas variantes institucionales, frente a los demócratas.
¿Aprenderán los
demócratas de Egipto que el Islam, la tradición cultural más importante de su
país, es al mismo tiempo el peor enemigo de su voluntad de renovación; y, aún
mejor, lo aprenderán sin que haya baño de sangre de por medio? ¿Correrá dicha
enseñanza por otras regiones árabes? ¿Y qué hará la comunidad internacional,
ceder una vez más a la tentación del realismo
en la arena internacional, a la Realpolitik
o a la razón de Estado, en lugar de
defender a la humanidad tomando partido por los derechos humanos y la libertad
de los demócratas egipcios?
De lo que caben
cada vez menos dudas es de que sobre la primavera árabe ha caído, gélido, el
invierno musulmán.